Memoria San Juan Pablo II
[Exordio] Queridos todos en el Verbo Encarnado, nos encontramos aquí reunidos en esta magnífica Basílica de San Pedro, cuyos muros se levantan como testigos silenciosos de las innumerables demostraciones y enseñanzas de santidad del sucesor de San Pedro que hoy celebramos. Me refiero a nuestro querido Padre Espiritual, su Santidad Juan Pablo II.
Esta celebración reviste especial importancia para nuestra Familia Religiosa, no sólo porque estamos celebrando al “gran misionero del siglo XX”, que “supo escribir con su vida una sublime gesta épica” y gobernó la Iglesia Universal con solicitud constante y heroica generosidad, sino también porque “su magisterio anima los aspectos fundamentales de [nuestro] carisma”, convirtiéndolo en una “fuente fecunda en que abrevamos nuestra sed de fidelidad al Señor”. Por eso esta ocasión nos embarga el alma con gran alegría.
El Evangelio que acabamos de escuchar termina con la irresistible invitación de Nuestro Señor: ¡Sígueme! [1] luego de la triple afirmación de amor por parte de San Pedro, y de que el Verbo Encarnado le anunciara el martirio. Lo cual nos recuerda que la condición de un verdadero apóstol es la cruz, porque como el mismo Cristo nos enseña: el buen Pastor da su vida por las ovejas[2]. Estas palabras nos sirven de marco perfecto para contemplar la vida de este hombre -sacerdote- que “murió como siempre había vivido, animado por la indómita valentía de la fe, abandonándose a Dios y encomendándose a María Santísima”[3], entregándose a sí mismo hasta el fin.
Hoy la figura de San Juan Pablo II se levanta delante nuestro “con la fuerza de un gigante”[4] como “modelo e intercesor poderoso de buen Pastor y nos invita a seguir sus pasos y su entrega amorosa sin límites”[5].
Y quisiera enfatizar estas palabras: “sin límites”, porque en ellas se hallan resumidas la “coherencia de su fe, el radicalismo de su vida cristiana y el deseo de santidad que manifestó continuamente”[6].
Dice un autor que “Dios le manda a cada época el santo que sobresale en la virtud de la cual el mundo está más necesitado”[7]. Juan Pablo II fue “un hombre de virtudes colosales”, un “héroe de los 7 mares”. Y todos sus biógrafos nos recuerdan que Karol Wojtyla fue “un regalo de Dios” en uno de los momentos más oscuros del siglo XX. Por eso quisiera hoy, que juntos reflexionemos en la maravillosa invitación a la heroicidad que su ejemplo y sus palabras nos proponen.
1. Heroico olvido de sí
Santo Tomas de Aquino señala que “la virtud consiste en seguir o imitar a Dios”[8]. Y que “el hombre debe levantarse a sí mismo más allá de su vida natural hacia la vida divina”, siguiendo el mandato de nuestro Señor: Sed perfecto como vuestro padre celestial es perfecto. Y de esto San Juan Pablo II nos ha dado ejemplo elocuente ya desde su juventud.
Es sabido que cuando acababa de comenzar su carrera universitaria, estando los nazis en el poder en su Polonia natal promoviendo un régimen de terror en el país, demostró un valor heroico al unirse al seminario clandestino dirigido por el cardenal de Cracovia. Pues estaba convencido de que “la vocación es una iniciativa divina”, y era el Verbo Encarnado quien susurraba en lo profundo de su alma el Sígueme que acabamos de escuchar en el Evangelio.
Cuando pidió entrar al seminario el rector le dijo: “Le acepto, pero ni siquiera su madre debe saber que estudia usted aquí”[9]. Así que estudiaba por si solo de los manuales que recibía de sus profesores y como él mismo cuenta “a escondidas estudiaba teología”[10] mientras “trabajaba en la fábrica”[11], lo cual requería una disciplina exquisita. Pero lejos de desalentarse, estudiaba con heroico entusiasmo en medio del trabajo y de los peligros a los que se exponía por eso. Más tarde reflexionaba sobre esto diciendo: “Así era entonces la situación. Conseguí igualmente seguir adelante”[12].
Por eso una vez, este gran conocedor del corazón humano, con gran ardor nos decía: “¡No os desalentéis! No estáis solos para recorrer el camino [de la cruz]. Jesús camina con vosotros”[13]. “No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad”[14]. “Mirad siempre hacia arriba: mirad a Cristo que del sacerdocio es, al mismo tiempo, el autor, el dador, el ejemplar absoluto. De Él obtendréis la satisfacción y el gusto de seguirlo y de servirlo en las almas. Mirad hacia arriba –y animó a todos a recordar las palabras de San Juan XXIII quien escribió en su Diario–: ‘Debo convencerme siempre de esta gran verdad: Jesús de mí, […]no quiere solo una virtud mediocre, sino máxima: no está contento conmigo hasta que no me haga o por lo menos no me empeñe con toda mi fuerza en hacerme santo’[15]”[16].
San Juan Pablo II, estaba profundamente persuadido de que la santidad “no es una especie de vida extraordinaria, practicada solo por algunos ‘genios’ de la santidad”[17] por eso exhortaba a todos a una vivir la vida en plenitud, con heroísmo, con una confianza ilimitada en la Bondad de Dios Padre al decirnos: “Nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y nuestros fracasos; al contrario, somos la suma del amor del Padre a nosotros y de nuestra capacidad real de llegar a ser imagen de su Hijo”[18], es decir, de llegar a ser santos.
Y así, en una ocasión les decía a los seminaristas: “Hay que apreciar la disciplina de la vida del seminario no sólo como eficaz defensa de la vida común y de la caridad, sino como parte necesaria de toda la formación, para adquirir el dominio de sí mismo porque es así que se forjan en uno las disposiciones de ánimo que sirven sobremanera para la ordenada y fructuosa actividad de la Iglesia”[19], es decir para morir y dar fruto. “Es en la atmósfera de recogimiento que crea la disciplina del seminario, donde se desarrollan interiormente aquellas actitudes que son tan deseables en un sacerdote, tales como la obediencia alegre, la generosidad y el sacrificio de sí mismos”[20].
Ya ven Uds. como San Juan Pablo II entendía que la capacidad de darnos a nosotros mismos hasta el heroísmo se gesta ya desde el seminario, desde la casa de formación. Es en el seminario donde se aprende -decía él- el “habito del olvido de sí”[21], el cual es, agregaba el Santo Padre, “condición indispensable para amar de veras y preocuparse sólo por los intereses de Cristo”[22].
Y así, aun en medio de la tiranía comunista que pronto remplazó al régimen nazi, y ya ordenado sacerdote manifestó con nuevo ardor su temple sacerdotal y valentía cuando en frente del acoso por parte del régimen, de la crítica injusta, de la amenaza de una pena severa, él llevo adelante su trabajo sacerdotal con gran entereza dedicándose a la formación de los jóvenes en la gran tradición espiritual y teológica católica. No se ahorró esfuerzo alguno para llevar el Evangelio de Cristo a todos los hombres, sin reclamar cosa alguna para sí. Nos dio ejemplo de una pastoral incisiva, entusiasta; no de espera, sino de propuesta[23]. Convencido de que “pastoralmente hablando no hay nada más eficaz que la muerte total al propio yo”[24].
Él tenía muy presente que el día de su ordenación se había postrado en tierra. Lo cual “es signo -decía él- de la total donación de sí mismo a Cristo, quien, para cumplir su misión sacerdotal, se despojó de su rango y tomo la condición de esclavo […]. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”[25]. Karol Wojtyla entendía su sacerdocio “como una entrega marcada por el compromiso total”[26].
Tan es así, que ya siendo Sucesor de Pedro y después de haber sufrido en 1981 el atentado aquí en la Plaza San Pedro, después de una larga hospitalización y convalecencia, intensificó sus compromisos pastorales con heroica generosidad. Porque “para llegar a ser testigo personal del Buen Pastor” a quien hay que “amar con toda el alma y con todo el corazón, de forma que ese amor sea la norma y el motor de todas nuestras acciones”, afirmaba el Santo Padre, “es imprescindible la renuncia y la mortificación”[27].
Con estos sentimientos de heroicidad, de amor hasta el extremo, con plena conciencia de radicalidad de su llamada a ser “servidor de la potestad de Cristo”[28] -como él se identificaba a sí mismo- latía el corazón de nuestro querido San Juan Pablo II, llamado el Magno, y Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa. ¡Cuánto nos ilumina su ejemplo!
De esta entrega hasta el final y sin recortes del Santo Padre, también daba testimonio el Papa Emérito Benedicto XVI cuando hablando de su predecesor decía: “El Santo Padre fue sacerdote hasta el final porque ofreció su vida a Dios por sus ovejas y por la entera familia humana, en una entrega cotidiana al servicio de la Iglesia y sobre todo en las duras pruebas de los últimos meses”[29].
2. Fidelidad heroica
Como todos los santos, Juan Pablo II no admitía un seguimiento a Cristo a medias tintas, sino que muy por el contrario invitaba a todos a una fidelidad heroica hasta la configuración completa con nuestro Señor, el Buen Pastor.
“Hemos consagrado nuestra vida a Cristo, que nos ha amado primero y que, como buen pastor, ha sacrificado su propia vida por nosotros”. Por eso consideraba un deber de lealtad a Cristo que “también nosotros, pastores de la Iglesia” seamos “los primeros en comprometernos a responder a este amor siendo fieles, cumpliendo los mandamientos y ofreciendo cotidianamente nuestra vida por los amigos de nuestro Señor”[30].
Especialmente a nosotros –consagrados–, nos enseñaba en cierta ocasión: “Para entender lo que significa ser fieles, debemos mirar a Cristo, el Testigo fiel [31], el Hijo que aprendió por sus padecimientos la obediencia[32]; a Jesús que dijo: No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió[33]”. Y agregó: “Miramos a Jesús, no sólo para ver y contemplar su fidelidad al Padre a pesar de todas las dificultades[34], sino también para aprender de Él los medios que empleó para ser fiel: especialmente la oración y el abandono a la voluntad de Dios[35]”[36]. Porque ‑como el mismo explicaba con gran énfasis en una de sus visitas pastorales-: “[Es] necesario que lo heroico se haga normal, cotidiano, y que lo normal, cotidiano, se haga heroico”[37].
Y así, animaba a todos diciendo: “Recordad que en el análisis final la perseverancia en la fidelidad es una prueba no de valor y fortaleza humanos, sino de eficacia de la gracia de Cristo. Por tanto, si hemos de perseverar, hemos de ser hombres de oración que, a través de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas y los encuentros personales con Cristo, encuentren el coraje y la gracia para ser fieles. Confiemos, por tanto, recordando las palabras de San Pablo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta[38]”[39].
Con cuanta fuerza resuenan ahora las palabras que pronunciara al inicio de su pontificado: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!”[40] Invitándonos a todos al heroísmo, a vivir con espíritu de príncipe.
Nuestro Señor en el Evangelio de hoy le dice a Pedro: Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras.
Nuestro querido San Juan Pablo II –todos lo sabemos– no quiso nunca salvaguardar su propia vida, tenerla para sí; sino que se entregó sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros.
Así le vimos, durante los primeros años de su pontificado ir hasta los confines del mundo, como “expresión de su constante solicitud pastoral por todas las Iglesias”[41]. Pero “durante los últimos años, cuando el Señor lo fue despojando gradualmente de todo, para asimilarlo plenamente a sí; y cuando ya no podía viajar, y después ni siquiera caminar, y al final tampoco hablar, su gesto, su anuncio se redujo a lo esencial: a la entrega de sí mismo hasta el fin. Su muerte fue la culminación de un testimonio coherente de fe”[42]. Y supo caminar heroicamente “el camino real de la cruz” descubriendo que también en el sufrimiento se hallaba Cristo que una vez más le repetía: ¡Sígueme! Y así, enarbolando la bandera de la Cruz, le dio a la Iglesia quizás “su etapa más fecunda, la de mayores recursos espirituales y más eficacia evangelizadora, más aun, la de mayor proyección apostólica sobre el mundo moderno o posmoderno”[43].
[Peroratio] Mis queridos hermanos y hermanas en el Verbo Encarnado: El ejemplo y el magisterio de San Juan Pablo Magno, se levanta ante nosotros y ante los que vendrán después de nosotros –que nos honramos de tenerle por Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa–, como faro del que emana la luz que dispersa las tinieblas, como báculo para nuestros pasos y como una invitación al heroísmo que nos compele a seguirle. Hoy desde el cielo San Juan Pablo II nos vuelve a decir con gran fervor, a todos -a los que están aquí presentes y a los que están en las misiones más distantes-: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!”[44].
San Juan Pablo II fue sin duda “un héroe para todas las épocas”[45], y desde el Paraíso continua “empujando a generaciones enteras al heroísmo del seguimiento de Jesucristo”[46], y a nosotros también y a los que vendrán, por eso parecen especialmente dirigidas hacia nosotros las palabras que pronunciara en aquella su última Jornada Mundial de la Juventud: “Aún me identifico con vuestras expectativas y vuestras esperanzas. […]Aunque he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente para convencerme de manera inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para ahogar completamente la esperanza que brota eterna en el corazón de los jóvenes. […] En los momentos difíciles de la historia de la Iglesia el deber de la santidad resulta aún más urgente. La santidad no es cuestión de edad. La santidad es vivir en el Espíritu Santo”[47].
A este “Apóstol formado por María”[48], que hoy ya goza de “una dignidad en cierto modo infinita”[49] y “es nuestro intercesor y protector”[50]; le rogamos que por su intermedio nos obtenga del Verbo Encarnado la gracia de que, como él, sepamos “orientar el alma a actos grandes en toda virtud; […] para que poseyéndonos sepamos darnos, sin cesar de aspirar nunca a una vida más santa y más perfecta, sin detenernos nunca”[51], “dispuestos al martirio por lealtad a Dios”[52]. Y que nos alcance de María Santísima la gracia de estar siempre “dispuestos a hacer cosas grandes, heroicas, incluso épicas por Cristo y por su iglesia”[53]. Estas gracias le pedimos en esta Santa Misa.
[1] Jn 21, 19.
[2] Jn 10, 11.
[3] Benedicto XVI, Angelus, 2 de abril de 2006.
[4] Benedicto XVI, Homilía de Beatificación, 1 de mayo de 2011.
[5] Card. Trujillo, 5 de abril de 2011.
[6] Benedicto XVI, Saludo en Wadowice, 27 de mayo de 2006.
[7] Ven. Fulton Sheen, Eternal Galilean, cap. 2. [Traducido del inglés]
[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica I-II: q. 61, a. 4.
[9] San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, III parte.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem.
[12] Ibidem.
[13] Cf. San Juan Pablo II, A los seminaristas y novicios en Budapest, 19 de agosto 1991.
[14] San Juan Pablo II, Homilía en el inicio de su pontificado, 22 de octubre de 1978.
[15] Cf. San Juan XXIII, Diario de mi alma.
[16] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Bérgamo, 26 de abril de 1981.
[17] San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, I Parte.
[18] San Juan Pablo II, Homilía Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, 28 de julio de 2002.
[19] San Juan Pablo II, Discurso a los Seminaristas de la Arquidiócesis de Filadelfia, 3 de octubre de 1979, op. cit. Optatam totius, 11.
[20] Cf. Ibidem.
[21] Cf. San Juan Pablo II, Mensaje a los Seminaristas de España, 8 de noviembre de 1982.
[22] Ibidem.
[23] Cf. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, cap. 11.
[24] Ibidem.
[25] Cf. San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, I Parte.
[26] Cf. San Juan Pablo II, Mensaje a los Seminaristas de España, 8 de noviembre de 1982.
[27] Cf. San Juan Pablo II, Mensaje a los Seminaristas de España, 8 de noviembre de 1982.
[28] San Juan Pablo II, Homilía en el inicio de su pontificado, 22 de octubre de 1978.
[29] Cf. Card. Joseph Ratzinger, Homilía de Exequias, 8 de abril de 2005.
[30] Cf. San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, I Parte.
[31] Ap 1, 5.
[32] Heb 5, 8.
[33] Jn 5, 30.
[34] Cf. Heb 12, 3.
[35] Cf. Lc 22, 39 ss.
[36] Cf. San Juan Pablo II, Discurso a los Seminaristas de la Arquidiócesis de Filadelfia, 3 de octubre de 1979.
[37] Cf. San Juan Pablo II, Homilía Visita Pastoral a Nursia, 23 de marzo de 1980.
[38] Flp 4, 13
[39] San Juan Pablo II, Discurso a los Seminaristas de la Arquidiócesis de Filadelfia, 3 de octubre de 1979.
[40] San Juan Pablo II, Homilía en el inicio de su pontificado, 22 de octubre de 1978.
[41] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Perfil biográfico.
[42] Papa Emérito Benedicto XVI, Angelus, 2 de abril de 2006.
[43] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Cap. 34; op. cit. Mons. Cipriano Calderón Polo.
[44] San Juan Pablo II, Homilía en el inicio de su pontificado, 22 de octubre de 1978.
[45] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Cap. 34; op. cit. George Bush’ Statement on the Death of John Paul II.
[46] Directorio de Espiritualidad, 257.
[47] Cf. San Juan Pablo II, Homilía Jornada Mundial de la Juventud en Toronto, 28 de julio de 2002.
[48] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Cap. 1.
[49] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Cap.40; op. cit. Sto. Tomas de Aquino, Summa Theol., I, q. 25, a. 6, ad 4.
[50] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Cap.40.
[51] Cf. Directorio de Espiritualidad, 41.
[52] Directorio de Espiritualidad, 36.
[53] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Cap. 4.