“El diablo que tú no conoces”
III parte
Continuamos con la publicación de la Conferencia, siguiendo el libro de Louis J. Cameli The Devil You Know Not. Hemos comentado la primer estrategia que usa el demonio, que es el engaño, y hoy hablaremos de la segunda estrategia:
- División – Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: «Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque –como ustedes dicen– yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul (Lc 11,17-18).
Una segunda estrategia del demonio es precisamente causar la división. El diablo trata a toda costa causar división y desunión. Porque sus esfuerzos están dirigidos a trabajar directamente en contra del corazón de nuestra redención en Cristo, que es justamente nuestra reconciliación y nuestra participación en la comunión con la unidad de la Trinidad. Todos los ataques del demonio que tienen que ver con la división representan el contrapunto de la obra Jesucristo: sanación, reconciliación, unión.
Para todos nosotros, que estamos en camino a la unión con Dios que es la unidad por la que Cristo oró en la última cena (“que todos sean uno”), es decisivo que conozcamos y estemos alerta acerca de las maneras en que el enemigo va a intentar socavar esta unidad. Y vamos a intentar ver esto en los distintos niveles de nuestra vida: personal, interpersonal, social y espiritual.
- Personal: a medida que luchamos con “lo-que-somos-y-lo-que-no-somos” el diablo trata de levantar olas de desaliento (otra gran estrategia que veremos en otra plática). Es fácil que uno se desanime cuando uno está tratando interiormente de poner todas las piezas juntas y hacer algo coherente de su vida. Todos hemos tenido momentos de desaliento con la compañera infaltable que es la tentación de no seguir intentando (to stop trying). Ahí ya empezamos a ver un poco la estrategia básica del demonio. Él va a intentar por todos los medios paralizarnos en lo que concierne al proyecto de dar unidad a nuestra vida, de que lo que lo que digo concuerde con lo que pienso, de que la manera en que actúo sea consecuencia de la fe que llevo en el alma, en una palabra: mientras trato de ser coherente. Generalmente, el desaliento es bastante efectivo en ese sentido. Pero también nos puede hacer pensar que está totalmente fuera de nuestro alcance (way beyond our reach), como el que se da cuenta que está a años siderales de la santidad y por eso deja si quiera de intentar. A otros les inculca miedo porque les presenta como fantasmagórico el “determinarse de veras” del que habla San Juan de la Cruz. No quieren ni mirar el libro de la “Noche oscura”. Y sí, el miedo puede fácilmente hacernos retroceder. También nos puede sugerir el demonio el compararnos con otros, usualmente con el plan de hacernos sobreestimar el progreso de los otros y subestimar el progreso de uno: “Mira qué paciente que es este… y yo todavía me enojo de nada”; “Qué impresionante! Qué calidad que tiene este para discernir y a mí me lleva años y encima la más de las veces me equivoco”; y así, miles de ejemplos. Todos esos pensamientos lo que hacen es detenernos abruptamente. A otros los hace ser impacientes, porque se creen que la santidad es así, una escalera recta al cielo, donde sólo se avanza hacia arriba y como experimenta que ese no es su caso se agita, se enoja… y entonces ¿qué hace? Deja de intentarlo. Una y otra vez, el plan del diablo es que dejemos de intentar llegar a la santidad. Y lo más fácil es haciendo que retrocedamos en la entrega que hemos hecho de nosotros mismos. Error. Grave error. El diablo siempre intenta terminar con todas las posibilidades de entrega y de donación a Dios y por Dios al prójimo.
San Isaac Jogues pocos meses antes de su muerte escribió una carta donde decía: “Aunque soy miserable en extremo y he hecho mal uso de las gracias que Dios me ha dado en este país, no pierdo el ánimo. Dios todavía se toma la molestia de ayudarme a ser mejor y me da nuevas oportunidades para ser mejor. […] Mi esperanza está en Dios, que realmente no necesita de mis logros para realizar sus designios. Todo lo que necesitamos es tratar de serle fieles y no arruinar su trabajo con nuestras miserias”. Ese es el espíritu.
Ahora, en orden a entregarnos primero debemos poseernos. Lo dicen nuestras Constituciones: “Queremos formar hombres auténticamente libres, dueños de sí mismos, que por poseerse puedan darse totalmente”[1]. Ese poseerse quiere decir que debe haber unidad, integridad y coherencia en nuestra vida. Yo no soy sacerdote sólo cuando celebro Misa y después soy un muchacho de la parroquia que se va a hacer gimnasia. No estoy diciendo que hacer gimnasia esté mal, sino que en todo momento soy sacerdote y por lo tanto, tengo que conservar la conducta propia sacerdotal (en la guarda de los ojos, en la manera en que me visto, en lo que escucho mientras hago gimnasia, en la atención siempre moderada por la templanza que le doy al cuidado del cuerpo, etc).
Obviamente ninguno de nosotros aquí quiere ser juguete del diablo y caer en sus trampas. Entonces ¿cuáles son los medios que tenemos para poner todas las piezas de nuestra vida juntas y ofrecérselas a Dios?
En primer lugar, coherencia de vida implica involucrarse en un proceso de cambio. Es lo que nosotros llamamos ongoing conversión. El derecho propio es bien claro en esto: “Un religioso que no esté dispuesto a pasar por la segunda y la tercera conversión, o que no haga nada en concreto para lograrlo, aunque esté con el cuerpo con nosotros no pertenece a nuestra familia espiritual”[2]. Textual. Y después lo usual: las prácticas de ascetismo que todos ustedes conocen: la disciplina de negarse a sí mismos en orden a ser más libres y más purificados de los apegos que cuelgan de nosotros. El ayuno, las prácticas de penitencia que hemos aprendido en el noviciado y que todavía están en vigencia, el examen de conciencia que explora cómo hemos fallado en cumplir la voluntad de Dios y nos advierte de las maneras en que la gracia de Dios está activa en nuestra vida. La dirección espiritual, honesta, seria, sobrenatural que presenta sus experiencias al director para que lo ayude a identificar la manera en la que Dios lo va llevando y va obrando su santificación. Y por supuesto, la oración. Eso es esencial y sin eso, todo lo otro que hagamos, caerá por tierra.
Ahora fíjense Uds. que todos estos medios tienen como ‘objetivo’, si se quiere, llevarnos al conocimiento de nosotros mismos. Este auto conocimiento nos lleva a ordenar las piezas de nuestra vida de una manera coherente, es decir, según el plan de Dios. El conocimiento de sí mismo es clave para la autoaceptación, la cual es a su vez, clave en nuestra entrega a Dios.
- A nivel interpersonal: o sea la división entre nosotros. Es innegable: las divisiones entre los hombres existen con un mayor o menor grado de consecuencias. Eso es triste y a veces te parte el corazón.
Ahora no debemos echarle la culpa al diablo por todas las divisiones. Cada uno por nuestra cuenta puede separarse del grupo y mantener sostenidamente esa separación. Sin embargo, uno de los trabajos principales del diablo es causar la división, enfrentando a unos con otros. Ciertamente que el diablo nos puede tentar directamente a separarnos de otros, o puede explotar las divisiones que nosotros hemos causado. En cualquier de los casos, la división es ciertamente una de las prioridades del demonio.
Por otra parte, debe quedar claro que la unidad entre nosotros es algo querido por Dios y que nuestro destino final es la unión con Dios mismo. Todo lo que nos mueva en otra dirección que no sea esa, claramente no es de Dios.
El diablo puede usar una variedad de situaciones para crear divisiones y separaciones. Por ejemplo, la promesa de algo mejor nos puede alejar o separar de aquellos que merecen nuestra más leal unión. Como aquellos que cursaron estudios pagados por su Instituto en universidades costosas, publicaron libros, viajaron por el mundo… y por la promesa de un trabajo pago en una diócesis, con la ilusión de una relación ‘muy buena’ con el obispo, y quien sabe qué otras motivaciones se separaron de su Instituto y terminaron mal. La promesa de algo mejor realmente resulta tentadora −sobre todo si uno está pasando por ‘momentos bajos’, por tiempos de desolación, por dificultades comunitarias, etc.– lo cual puede llevar a divisiones y separaciones penosas y devastadoras como sucede tantas veces en los casos de adulterio o en el abandono de los amigos.
Otro trampolín para la separación y la división son los sentimientos de ira, de resentimiento, de desprecio que podamos tener acerca de otras personas. La historia de Judas es un ejemplo en este proceso. Se enoja primero porque ‘malgastaron el perfume’, nuestro Señor lo “reprende” alabando el gesto de la mujer y ahí le entra el resentimiento, y finalmente desprecia a Cristo traicionándolo; separándose de Él y de los otros discípulos. No pocas veces cuando sentimos desprecio por otros, cuando su comportamiento nos exaspera, nos alejamos de esas personas y hacemos de todo para evitarlos.
Todavía un motivo más que puede causar la separación es el miedo. A veces tememos mostrarnos amigos de otros por las consecuencias potenciales que nos puede traer eso. Un ejemplo clásico es la negación de Pedro. No necesito abundar en detalles. Pero la historia de la increíble separación de Pedro, uno de los apóstoles más cercanos a nuestro Señor en la hora decisiva, demuestra cuán poderoso puede ser el miedo de lo que nos pueda pasar, hasta llegar a separarnos ‘por salvarnos’ al menos momentáneamente de aquellos que merecen nuestra más plena adhesión, que tanto nos han dado, etc.[3].
Asimismo, la codicia puede ser otra de las causas que lleven a la separación de las personas. Codicia no sólo financiera, como quien dice “aquí no hay lo suficiente para vos y para mí” y entonces se separa el matrimonio a buscar fortuna por partes separadas. Sino que también puede ser codicia de otros bienes: como el religioso que se “separa” de los otros porque quiere atención sólo para él, o un apostolado sólo para él, o también es cierto que algunos simplemente se separan del Instituto codiciando bienes… porque creen que con una cruz a cuestas (las incomodidades asociadas con la pobreza, los malentendidos con sus superiores, la aspereza de la misión… y un largo etcétera) no van a llegar a ningún lado.
- Una división a mayor escala es la división que trae aparejada el dinero, el poder, el estatus, el invocar la religión para forzar la dominación. Es precisamente el olvido del principio y fundamento, pero a un nivel más universal y es casi literalmente el seguimiento del rey terrenal.
El libro de Schlier “Principados y Potestades” describe muy bien cómo Satanás ejerce su influencia para torcer el plan de Dios en un contexto casi universal. Dice así: “Máximamente empieza a ejercer su poder en el espíritu general del mundo, en el espíritu de una época y en público, como también en el espíritu de un pueblo, de un país, etc. Este espíritu, en el que domina «la edad de este mundo», no es un espíritu suelto y suspendido en el aire, sino que es respirado por los hombres y por medio de ellos es asumido en sus instituciones, en unas u otras circunstancias. Él se condensa también en determinadas situaciones. Así llega a convertirse en un espíritu históricamente intenso y poderoso, del cual ningún individuo puede escapar. El hombre se rige según este espíritu, y se le presenta como obvio por sí mismo. Actuar, pensar o decir algo contra él, es un sinsentido, cuando no es, incluso, injusto y delictivo. En él se lleva adelante la vida y todas las demás cosas. Y «en él» se piensa: tal como este espíritu nos lo presenta, con todos los conceptos y valoraciones propias de su presentación. El príncipe de este mundo, mediante la atmósfera dominada por él, hace que el mundo y la misma existencia, las cosas, las relaciones y situaciones de este mundo, aparezcan como suyas y según él las entiende”.
El contrapunto al trabajo de división del demonio es la reconciliación y la unidad que nos trajo el Verbo Encarnado. La afirmación más directa y sólida de este trabajo de unificación de Cristo está en la Carta a los Efesios: Pero ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que antes estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz; Él ha unido a los dos pueblos en uno sólo, derribando el muro de enemistad que los separaba, y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un sólo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un sólo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. Y él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca. Porque por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu. Por lo tanto, ustedes ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Ustedes están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo. En Él, todo el edificio, bien trabado, va creciendo para constituir un templo santo en el Señor.
Claramente, la victoria de Cristo con su paz y su unidad se levanta por encima de todos los intentos de Satanás por dividir y separarnos interiormente, entre nosotros y a un nivel universal.
[1] 200.
[2] Directorio de Espiritualidad, 42.
[3] El ejemplo opuesto demuestra la esposa en la película “A Hidden Life” cuando su esposo está por ser condenado a muerte porque se negó a participar en la guerra matando gente inocente. Ella le dice: “I love you. Whatever you decide I am with you always”.