Homilía del R.P. Carlos M. Buela, V.E., predicada en la Santa Misa dominical a los jóvenes del oratorio festivo “Beato Pier Giorgio Frassati”, en noviembre de 1995
En el Evangelio que acabamos de escuchar, se nos narra la célebre parábola del fariseo y del publicano. El fariseo -que se creía justo- entra en el templo todo lleno de orgullo, y le habla a Dios como de igual a igual: “¡Oh Dios! Te doy gracias por que no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano” (Lc 18,11).
El publicano por el contrario -que se tenía por pecador porque era el cobrador de impuestos- se había quedado en el fondo del templo. A la inversa del fariseo, asume una actitud profundamente humilde. Se mantiene a distancia, no se anima siquiera a levantar los ojos hacia el cielo, se golpea el pecho -como cuando rezamos el “yo pecador” en señal de que nos consideramos pecadores y de que estamos arrepentidos-.
Dice desde el fondo del templo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lc 18,13).
Los fariseos eran un conjunto de hombres que tenían determinadas características que vamos a analizar. En el hombre, cada órgano tiene su enfermedad propia: la enfermedad de los ojos se llama conjuntivitis; la del estómago, gastritis; la del hígado, hepatitis; la de los bronquios, bronquitis. En los animales sucede lo mismo: la enfermedad más común en los perros se llama rabia, en las vacas aftosa, y así podríamos seguir con innumerables ejemplos.
En la religión, la enfermedad propia es el fariseísmo. Este viene a ser como el cáncer de la religión, la sífilis de la religión. Nuestro Señor Jesucristo luchó a brazo partido contra los fariseos de su época -contra los fariseos de todas las épocas- que son los que finalmente lo llevaron a la muerte. ¿Y cómo caracteriza Jesús al fariseísmo? Lo caracteriza perfectamente bien en el capítulo veintitrés del evangelio de San Mateo. Allí describe todo lo que estos hombres hacían. Vamos a basarnos entonces en este capítulo para describir los elementos fundamentales del fariseísmo.
Primera característica: hipocresía.
Por fuera, fingían ser religiosos, pero por dentro no lo eran. Llevaban en sus mantos colgadas las filacterias, y en la frente inscripciones de la Ley, de la Torá y de los mandamientos, porque está escrito:”…los mandamientos (de Yahveh) …serán como una insignia entre tus ojos…” (Dt 6, 1.8) . Pero, ¿ y por dentro? Por dentro, interiormente, estaban corruptos, putrefactos. Por eso Jesús los compara con los sepulcros blanqueados. Para ellos, era pecado tocar los sepulcros, por eso los blanqueaban con cal: para que se advirtiese su presencia y no se caminase sobre ellos. Desde afuera, parecían limpios por la blancura de la cal, pero por dentro sólo había podredumbre.
Así eran los fariseos, y así son los fariseos de todos los tiempos, también en nuestro tiempo.
Siempre digo que el seminario es la fábrica de curas, porque así es. Pero si no hay buena formación ¡se convierte en una fábrica de fariseos! Porque es muy fácil poner el acento de la religión en las cosas exteriores y olvidar que lo principal está en lo interior.
Por eso Jesús en el evangelio de San Mateo dice: “Ellos dicen, y no hacen” (Mt 23,3). Decían muchas cosas, tenían cientos de preceptos, que los inventaban ellos, pero no los cumplían. Por ejemplo, para ver el absurdo al que llegaba la legislación rabínica, basta considerar cuáles eran los temas de sus disputas: discutían entre ellos -en tiempos de Nuestro Señor- sobre si era lícito comer el huevo que ponía una gallina en día sábado, porque al poner el huevo, trabajaba, y en día sábado-según la ley farisea- no se puede trabajar. ¡Una ridiculez!
Segunda característica: ostentación.
Querían mostrar a los demás su bondad, su piedad, su religiosidad. “…se hacen bien anchas las filacterias y bien largos los flecos del manto, quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas…” (Mt 23, 5-6). Es la religión vuelta ostentación, cosa exterior.
Tercera característica: desprecio del prójimo.
Es el caso del fariseo en el templo: “No soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como el publicano aquel”. Tienen a los demás por inferiores. Por eso son como el perejil: se meten en todo (en mi época el perejil se usaba en todas las comidas, ahora creo que ya no se usa más). En las conversaciones sólo hablan de ellos, de sus cosas, de sus problemas, de lo que hicieron, de lo que van a hacer, de lo que piensan… Sólo hablan de ellos, y no escuchan a los demás. ¿Por qué? Porque los desprecian, porque para ellos los más importantes son ellos. En el fondo, son el centro del mundo. ¡Se creen el centro del mundo!
Desprecian al prójimo sobre todo si este es ignorante, pobre o pecador. “Este hombre come con escribas y publicanos” (Mt 9, 11), decían de Jesús.
Cuarta característica: falsa conciencia delicada.
En algunas cosas son estrictos, exageradamente estrictos, y en otras, laxos, exageradamente laxos. Como a veces pasa con algunos, que exigen a la gente cosas que la gente no puede hacer. ¡Y dejan de hacer lo que tienen que hacer, como es el poner los medios para que tengan la misa el día domingo!
Jesús lo dijo de una manera maravillosa: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino -unas plantas que crecían en sus jardines- y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, y os tragáis el camello!” (Mt 23, 23- 24).
La ley dictaba que no podían comer animal, sí comían el asado de camello, que es una carne riquísima, aunque estaba prohibida por la ley. ¡Colaban el mosquito, pero se tragaban el camello!
Quinta característica: el disfraz.
Es esa gente que tiene una sonrisa en todo momento, pero como ya se los conoce, estás esperando que te claven el puñal por la espalda. Por fuera, visten piel de oveja; por dentro, son lobos. Son “lobos con piel de ovejas”, como dijo Nuestro Señor.
Ocultan la falta de misericordia para con el prójimo bajo la capa de una falsa religión.
Y así es que los fariseos llevan a crucificar a Nuestro Señor Jesucristo con la excusa de que curaba en día sábado. Matan al Hijo Único de Dios, al Verbo Encarnado. ¿Por qué? Por que no cumplía un precepto externo de la religión de ellos.
Y esto, queridos hermanos -aprovecho para decírselo especialmente a los jóvenes: ¡es algo que ocurre hoy día, lamentablemente! Muchos cristianos, muchos católicos, son fariseos, son católicos de letrerito, de afuera. A veces sin culpa, porque nadie les ha enseñado; pero a veces, en algunos casos, se da porque caen en este mal, en este vicio profundo del hombre religioso que es hacer de la religión algo meramente exterior.
Por eso también la gravedad de este mal, como lo señala Nuestro Señor.
¿Cuál es la gravedad más grande del fariseo? La gravedad más grande es la religión sin amor.
Los fariseos son aquellos que no entran ni dejan entrar. Por eso muchas veces en nuestros grupos -de jóvenes o de adultos- hay personas que querrían entrar, pero no lo hacen porque hay fariseos que no entran pero tampoco dejan entrar.
Como también lo dijo Nuestro Señor Jesucristo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a los que están entrando no les dejáis entrar” (Mt 23, 13).
¿Cuáles son los remedios?
En primer lugar, estudiar las virtudes de Nuestro Señor Jesucristo: la paciencia, la humildad, el amor, el espíritu de servicio, la entrega a los demás.
Todas las virtudes de Nuestro Señor, para imitarlas. Estas virtudes se oponen diametralmente a los vicios de los viejos fariseos. Nuestro Señor enseñó una religión eminentemente interior, que también se manifiesta al exterior, pero no es principalmente exterior, sino principalmente interior.
Y lo más importante de lo que El vino a traer es la Ley Nueva, que es la fe que obra por la caridad en nuestro corazón, y eso es interior, es infuso.
En segundo lugar, hay que manifestar con la vida, con las obras, con nuestras palabras, la verdad y la sencillez evangélicas, en contra de la falsedad farisaica.
En tercer lugar, debemos ser humildes, como lo enseña Nuestro Señor: “Quien se humilla, será ensalzado”. Y en contra de la soberbia farisaica, enseña: “Quien se ensalza, será humillado” (Lc 14, 11).
En cuarto lugar, por último, al desprecio que tienen los fariseos por los pobres, por los ignorantes y por los pecadores, debemos oponer el amor de Jesucristo.
Si Él por ellos derramó su Sangre en la Cruz, bien podemos y debemos nosotros sacrificarnos por esa parte de la humanidad más necesitada.
Por eso debemos hacer como el publicano, que sin levantar los ojos al cielo, se golpea el pecho diciendo: “Piedad, Señor, que soy un pecador”.
Esta es la religión que nos enseñó Jesucristo. Y creo que los jóvenes entienden este lenguaje, porque están buscando justamente a ese Señor que nunca falla, a Ése que ya no muere más porque ha resucitado, a Ése que tiene palabras de vida eterna.
Pidámosle esta gracia a la Virgen.





