Tú eres mi altar y serás también mi víctima

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Memoria de la Beata Concepción Cabrera de Armida

 

[Exordio] Celebramos hoy la memoria de una gran mujer, la memoria de la Beata Concepción Cabrera de Armida. Ella nació en San Luis Potosí, México, en 1862 y murió en la Ciudad de México (DF) en 1937. Fue hija, novia, esposa, madre, viuda, abuela, fundadora, mística, escritora, apóstol infatigable de Jesucristo y aún por indulto especial de San Pío X, sin abandonar nunca su ámbito familiar, murió canónicamente religiosa, entre los brazos de sus hijos. Fue declarada Venerable por San Juan Pablo II el 20 de diciembre de 1999, en Roma y fue beatificada el 4 de mayo de 2019 (hace apenas 6 años) en la Basílica de Guadalupe.

Esposa y madre

Desde su niñez, se sintió atraída por Jesús; más tarde por Jesús Crucificado, pero de una manera original, inédita: por los dolores internos de Cristo, Sacerdote y Hostia, Sacerdote y Víctima en sus menores acciones, a partir de su “Ecce venio” hasta su “Consumatum est” sobre la Cruz. Y así, paulatinamente, esta mujer simple en su exterior, casada, y madre de nueve hijos se va identificando con Cristo. Todos quienes la conocieron declaran que era la mujer más normal del mundo. Una de sus hijas declaró: “Siempre me pareció la mujer más normal del mundo. Tuvo que hacerme muchas amonestaciones. Jamás la vimos en éxtasis”. Y el más chico de sus hijos dijo: “Era muy afectuosa pero reprendía con firmeza cuando uno se comportaba mal”. Sin embargo vivió su vida cotidiana transfigurada. Y aunque nada de su exterior delatara el caudal de su vida interior, leer su diario o sus escritos nos revela a una mística de alto calibre. Es hermoso leer, por ejemplo, los propósitos que hacía en sus ejercicios espirituales, muy concretos, muy prácticos. Les leo algunos: “Con mi marido: tendré cuidado de no perder su confianza antes ganármela más y más; informándome de sus negocios, pediré luz a Dios para aconsejarlo rectamente. Procuraré que siempre encuentre en mí consuelos santos, dulzura y abnegación completa”. “Con mis hijos: tendré especial cuidado y vigilancia. No les fastidiaré cargándoles de rezos y haciéndoles pesada la piedad; todo lo contrario, procuraré hacerla agradable a sus ojos y que naturalmente la busquen comenzando a dar vuelo al alma con pequeñas jaculatorias”. Por eso su mensaje, su ejemplaridad de vida es para todos: para laicos, para religiosos, para los sacerdotes mismos.

Fíjense ustedes: a los 10 años recibe su primera comunión, a los 22 años se casa con Pancho, como cariñosamente llamaba a su esposo el sr. Francisco Armida, a los 35 años ya experimenta el matrimonio espiritual con Cristo, a los 39 años queda viuda, a los 44 años recibe la extraordinaria gracia de la encarnación mística.

Esta joven casada, rebosante de amor a su marido y a sus hijos tenía un deseo irresistible de amar a Cristo, Maestro de su corazón y norma suprema de todos sus amores. Pero su deseo de imitar a Cristo no era para Conchita una utopía, un sueño en el aire, sino algo muy concreto en su vida cotidiana: “Debo reproducir a Jesús en mí, por medio de las virtudes transformativas, es decir, por medio de la Cruz, que es la que más asimila a Él. Quiere Jesús de mí no un Cristo en las pobrezas de Belén… No un Cristo en el ocultamiento de Nazareth, no un Cristo en el ciclo de su vida pública, sino un Cristo en las ignominias, abandonos y crucifixiones del Calvario y de la Eucaristía. Debo pues reproducir en mí a Cristo Crucificado”[1]. Ella tiene una frase que a nuestro fundador siempre le gustaba repetir, especialmente cuando uno pasaba por tiempos de particular dificultad: “¡La cruz fecunda todo cuanto toca!”. Y la decía como preludio de buen augurio, como que algo bueno va a pasar, muchos frutos se van a conseguir…

La encarnación mística 

Pues bien, un 24 de marzo Jesús le dice a Conchita: “Quiero que seas mía…, que me pertenezcas enteramente; que todos tus afectos sean para Mí; quiero limpio de todo polvo ese lugar de mi descanso; tu corazón” y le concedió la extraordinaria gracia de la encarnación mística. Gracia que a pesar de ser poco frecuente es una gracia de transformación en Cristo recibida en germen en el bautismo y a la que todos estamos llamados como San Juan de la Cruz por ejemplo repite en sus obras: que Dios nos ha llamado a ser deiformes, a ser “Dios por participación”, etc. para lo cual es necesario pasar por las noches, por las purificaciones de la cruz. Estando ya su alma purificada, nuestro Señor le dice a Conchita: “El Verbo sólo se encarnó y se encarna místicamente en las almas para ser sacrificado. Es el fin de todas las encarnaciones místicas… Tu Verbo se acaba de encarnar místicamente en tu corazón… para ser sacrificado constantemente en un altar, no de piedra, sino en un templo vivo del Espíritu Santo[…]. Quiere el Padre que Yo, unido con tu alma de víctima, haga que me sacrifiques e inmoles con ese su mismo amor en favor de un mundo que necesita una conmoción y una gracia de esa naturaleza para volver en sí, abrazarse de la Cruz y salvarse[2].

Esta gracia extraordinaria de la encarnación mística la hace tomar conciencia de su carácter sacerdotal de una manera singular, y Jesús mismo le enseña: “Eres altar y sacerdote al mismo tiempo, pues tienes contigo la sacrosanta Víctima del Calvario y de la Eucaristía, la cual puedes ofrecer constantemente al Eterno Padre por la salvación del mundo. Este es el fruto más precioso del grande favor que he obrado en ti al encarnar en tu corazón… Tú eres mi altar y serás también mi víctima: en mi unión ofrécete y ofréceme a cada instante al Eterno Padre con el fin tan noble de salvar a las almas, y darle gloria. Olvídate de todo, hasta de ti misma, y que ésta sea tu ocupación constante. Tienes una misión sublime: la misión del sacerdote y mira a mi bondad y agradécela, que sin saberlo tú te ha dado lo que tanto has anhelado y aún más, el poder ser sacerdote, no teniéndome en tus manos, pero sí en tu corazón y sin apartarme jamás. Pero cumple con el fin grandioso de esta gracia que como ves no sólo es para ti, sino universal, obligándote a que con toda la pureza que puede existir seas al mismo tiempo altar y víctima, la cual consuma en el holocausto que le plazca la otra Víctima, Única que puede salvar al mundo”[3].

La Beata Conchita recibió esta gracia extraordinaria, pero también todos nosotros, religiosos, laicos y sacerdotes estamos llamados a ofrecer en el altar de nuestras vidas, de nuestros corazones un sacrificio agradable a Dios. En este sentido enseña el Concilio Vaticano II: «pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo’ (1 P 2,5)”[4].

Conchita, muy humilde, le pide a Cristo que le enseñe cómo usar de esa gracia a lo cual Jesús le dice que: “El fin principal de esa gracia es la transformación, uniendo tus quereres a los míos, tu voluntad a la mía, tu inmolación a la mía. Debes, toda pura y sacrificada en tu cuerpo y en tu alma, ofrecerte y ofrecerme al Padre celestial a cada instante, a cada respiración a ser posible, en favor primeramente de mis sacerdotes y de mi Iglesia, …del mundo entero, de los buenos y de los malos. Debes transformarte en caridad, es decir en Mí, que soy todo caridad, matando al hombre viejo y teniendo conmigo un solo corazón y sentir. […] Reproduce mi vida en ti, pero con el tinte del sacrificio, siendo un vivo holocausto para mi gloria. Sola nada vales pero en mi unión cumplirás tu misión en la tierra salvando almas en el secreto holocausto que sólo Dios ve”[5]. Y agrega: “Quiero que seas mi hostia y que tengas intención renovada muchas veces de noche y de día de ofrecerte en mi unión, en todas las patenas de la tierra: que transformada en Mí por el dolor, por el amor y por las virtudes, se levante al cielo este grito de tu alma en mi unión: Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre’”[6].

[Peroratio] Y ese es en definitiva nuestro programa. El maravilloso y nobilísimo oficio al que Dios nos ha llamado a nosotros los que somos religiosos y a los que como la Beata Concepción Cabrera son laicos en su Iglesia, a hacer de nuestras vidas y de nuestras muertes un holocausto agradable a Dios. Fundir nuestra vida en la del Verbo Encarnado, o dicho de otro modo, vaciarnos por completo de nosotros mismos para que el mismo Verbo se vacíe en nosotros y nos transforme en Él.

Y esa es la gracia que hoy en esta Santa Misa le pedimos a nuestro Señor por intercesión de la Beata Concepcion Cabrera de Armida.

[1] Diario T. 43, p. 138, septiembre 16, 1921.

[2] Diario T. 28, p. 129-131, octubre 22, 1907.

[3] Diario T. 22, pp. 409-410, junio 21, 1906.

[4] Lumen Gentium, 34.

[5] Diario T. 39, p. 166-169, junio 30, 1914.

[6] Diario T. 40. p. 289-295, junio 6, 1916.

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