NATURALEZA
¿Qué es pues la humildad? Aunque no nos parezca, esta virtud consiste en la recta consideración de lo que somos, por eso Santo Tomás la define corno la virtud que inclina a sofrenar el apetito desordenado de la propia excelencia, dándonos un justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria delante de Dios. Un justo conocimiento, ni más ni menos, lo que realmente somos. Por eso cuando contemplamos como las consideraciones que hacían los santos para fomentarla debemos comprender, si hablamos con rigor, que ellos no es que fueran unos exagerados sino que fueron los que comprendieron la verdad de la creatura frente al creador. San Francisco de Borja, dedicaba cada día dos horas de meditación al conocimiento y desprecio propios, porque había aprendido que nunca debía de dejar de considerar sus miserias; por eso aun ante estos ejemplos cuanto debe crecer el conocimiento de nuestro orgullo.
San Bernardo: Es un conocimiento verdadero por el que uno se conoce y se tiene a sí mismo en poco. Por eso la mejor definición es la conocida fórmula de Santa Teresa humildad es andar en verdad. El hombre, decía Santo Tomás, se puede resumir en dos cosas: lo que tiene de Dios, y lo que tiene de sí; de Dios tiene todo cuanto se refiere a bondad y perfección ya que como sabemos toda bondad o perfección creada es participación de la divina e increada; y de sí −dice− sólo tiene imperfección y defecto. Esto es lo que somos, esto es lo que aportamos a la obra de Dios, imperfección y defecto; y esto no es una exageración es la pura verdad. De aquí que San Agustín diga en los Soliloquios: “Si hay algún bien, pequeño o grande, viene de Vos, pues de nosotros no puede proceder sino el mal”, y en otro lado; “Quien cuenta los méritos propios que hace sino contar vuestros dones”. Por eso, ser humilde es ser sabio porque es considerar la verdad sobre el hombre. Quien no entiende ser miseria y nada −decía Santa Teresa− nada entiende y vive en la mentira y más adelante dirá: “si la humildad no se considera va todo perdido”.
Para aprender debemos repetir siempre aquella oración de San Agustín: “Que me conozca y que te conozca”; que es lo que pedía siempre a Dios San Francisco de Asís: “¿Quién sois vos y quien soy yo?”, porque estaba maravillado de la grandeza y de la bondad que veía en Dios, a la vez que de la indignidad y de la miseria que descubría en sí mismo. Por esto los santos se humillaron hasta lo más profundo, cuanto más conocían a Dios, tanto más pobres se veían y llenos de defectos. Los soberbios, por el hecho de estar privados de luz, se pierden la enorme gracia, que Dios concede a los humildes, esto es, la de reconocer su bajeza, y su verdad.
El hombre santo, por más virtudes que tengan, siempre tendrá que reconocer, que en primer lugar todos esos bienes los posee porque Dios se los ha donado, qué tienes que no hayas recibido[1]; y en segundo lugar que todos esos dones creados no son nada al lado de la majestad de Dios, los dones creados son como granos de polvo ante la perfección infinita de Dios.
EXCELENCIA
Ahora bien, pese a su grandeza, la humildad no es la mayor de todas las virtudes. Sobre ellas están las teologales, las intelectuales y aun la justicia. Pero Santo Tomás la llama la virtud fundamental, porque sienta las bases para el edificio moral. Por eso es una virtud indispensable, el mayor remedio contra la soberbia. Un hombre que se olvide de practicarla puede desde ya renunciar a la vida del cielo. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes[2], dice el apóstol Santiago. Todo el edificio de las virtudes tiene como cimientos la santa humildad. Por eso sin la humildad no se pude dar un paso en la vida espiritual. Dios es la suma Verdad, y no puede tolerar que nadie se coloque voluntariamente fuera de ella. Decía San Agustín, “no hay vía más alta que la vía de la caridad, pero no ponen el pie en ella sino los hombres humildes”.
Cuanto más alto sea el edificio de la vida espiritual que queramos levantar con la gracia de Dios, más hondos tienen que ser los fundamentos de humildad sobre los que debe levantarse.
Escuchemos algunos textos de Santa Teresa:
Y cono este edificio todo va fundado en humildad, mientras más llegados a Dios, más adelante ha de ir esta virtud, y si no va todo perdido.
Todo este cimiento de la oración va fundado en humildad y mientras más se abaja un alma en la oración, más la sube Dios. No me acuerdo haberme hecho merced muy señalada que no sea estando deshecha de verme tan ruin.
Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho porque todo este edificio, como he dicho es su cimiento humildad y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto porque no dé todo en el suelo.
Sí todo esto es cierto para cualquier cristiano, con mucha mayor razón es para nosotros los religiosos. Según San Bernardo, cuando uno está más elevado en dignidad −como es el caso de los religiosos− tanto más humilde debe ser: de lo contrario, si cayere en pecado, su caída será tanto más profunda cuanto se precipita de más elevado lugar. Por eso decía San Agustín: colocado en el cargo más sublime, necesitas humildad más excelente. Y antes había declarado nuestro Señor: El mayor entre vosotros hágase como el menor[3]. Como nadie tenemos que seguir los ejemplos de Nuestro Señor, el humilde por excelencia, practicando todos los grados.
LA PRÁCTICA DE LA HUMILDAD
Son diferentes como los santos hablan de los grados de la humildad, para San Anselmo es menester reconocerse digno de desprecio, dolerse de ello, confesarlo sencillamente, persuadirlo a los demás, tolerar pacientemente que se lo digan, tolerar pacientemente ser tratado como vil y alegrarse de ello. La sustancia de la humildad −decía Santo Tomás de Villanueva− es la muerte definitiva de nuestro amor propio.
Cuatro cosas, dice San Alfonso, que debemos procurar para ser realmente humildes, no de nombre sino realmente.
1° Aborrecer el orgullo: es la reina y madre de todos los vicios y pecados, por ser la raíz y principio de todos ellos. Fue el pecado de los ángeles y el pecado del primer hombre. Preludio de gran ruina es la soberbia[4], dice el libro de los Proverbios. Dice San Gregorio, “el orgullo es semillero de impurezas, porque la carne precipita en el infierno a los que la altivez ensalza”. De por sí el demonio no teme a los soberbios, San José de Calasanz, decía hablando del sacerdote orgulloso que “está en manos del demonio como una pelota que arroja y tira al suelo cuando quiere”.
Santo Tomas le señala cuatro formas: (1) atribuirse a sí mismo los bienes que se han recibido de Dios, (2) creer que los hemos recibido en atención a nuestros propios méritos, (3) jactarse de los bienes que no se poseen y (4) desear parecer como único posesor de tales bienes, con desprecio de los demás.
2° No gloriarse del bien que se haya hecho: Dice San Jerónimo que los montes más altos son los más combatidos por los vendavales, por eso cuanto más sublime es nuestro ministerio, más expuestos estamos a los ataques de la vanagloria…”. “Cuantos religiosos por carecer de humildad −dice San Alfonso− por carecer de humildad cayeron miserablemente en el precipicio. Subieron a hacer milagros, y después la ambición los hizo caer en la herejía”.
El hombre espiritual, dominado por la soberbia, es en sí un ladrón, que no roba bienes materiales, sino espirituales, porque roba la gloria de Dios. Por eso, decía San Francisco de Asís, “Señor si me concedéis cualquier bien, guardádmelo vos, no sea que os lo robe”. Por eso escribe San Pablo a los Corintios por gracia de Dios soy lo que soy[5], y así para él , por nosotros mismos no podemos hacer obra buena, ni siquiera tener un buen pensamiento.
De aquí que siempre, sería una necesidad decir Siervos inútiles somos, hemos cumplido lo que tenemos que hacer[6]. Porque todo lo que hacemos es nada si consideramos que es para un Dios que merece infinito amor y que ha padecido tanto por nuestro amor. “¿Quién no se reiría de las nubes -dice San Bernardo- si se vanagloriasen de la lluvia que derraman?”. Santa Teresa cada vez que hacía algún bien alababa por ello a Dios diciendo que todo ese bien procedía de Él. Decía San Gregorio “el que hace muchas obras de virtud, pero sin humildad, es como quien lanzara polvo al viento”.
3° Mantenerse en desconfianza de sí mismo: Si Dios no nos ayuda no podemos conservar su gracia Si el Señor no guarda la ciudad en vano vigilan los centinelas[7]. Nunca esperemos el fruto de nuestro trabajo sino de manos de Dios. En efecto, qué proporción hay entre nuestros esfuerzos y la conversión de un pecador, las obras buenas son más de Dios que nuestras, lo demás es verso. Sin Él no es que podamos hacer poco, sino que no podemos hacer nada. Si no podemos concebir un pensamiento por nosotros mismos cuanto más podremos realizar una obra buena. Por eso la clave aquí y siempre es ponernos en las manos reconozcamos nuestra inutilidad para llegar a ser útiles. Y cuando se nos imponga alguna obra grande no desconfiemos mirando nuestra incapacidad, sino que confiemos en Dios que nos dice en el Éxodo: yo estaré con tu boca y con la suya, y les enseñaré lo que tienen que hacer[8]. Los humildes confiando en Dios trabajan con si divino brazo y por eso alcanzan de Dios lo que quiere.
4° Aceptar las humillaciones: Necesitamos para adquirir la humildad aceptar las humillaciones que nos vengan de Dios o de los hombres y repetir con Job: Había pecado y torcido el derecho, mas él no me ha dado mi merecido[9]. Esa es la verdadera humildad, saber que somos despreciables por nuestros pecados. Y serlo de verdad, hay quienes se consideran los más dignos de desprecios. Pero que cuando se les corrige algo, ahí no más saltan como leche hervida.
HUMILDAD Y MAGNANIMIDAD
Pero como Chesterton señala a menudo el cristianismo es la doctrina de las paradojas admirables. Decimos que tenemos que humillarnos hasta el desprecio, esa es la verdad del hombre, pero justamente en ese abajarse, se encuentra nuestra grandeza, por eso el que se humille será ensalzado. Por eso, San Agustín señala que “Dios esta elevado: si te elevas, huye y se esconde de ti; si te humillas, desciende hacia ti”. Dios solo escucha las oraciones de los humildes, de los que se entregan a Él de corazón. Cuando San Jerónimo habla de la humildad de San Pablo dice:
“Alcanzaba gloria huyendo de ella; porque así como la sombra sigue a quien de ella huye, así la gloria sigue a quien la desprecia y se aleja de quien la busca”.
Y esto es así porque necesariamente al vaciarnos de nosotros mismos, al raer de nosotros lo que molesta para avanzar que somos nosotros mismos, es en ese momento cuando nos llenamos de Dios. Por eso dice San Juan de la Cruz: “Cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios”[10]. Y además porque al dejamos conducir por el espíritu de Dios, disponemos de la potencia de Dios. Y por esto nos lanzamos a las grandes empresas, a los grandes honor, porque todo lo podemos en aquel que nos conforta[11]. Por eso siempre como decía Santa Teresa “amad vuestra pequeñez”. Escribía Albino Luciani:
La humildad corre pareja con la magnanimidad. Ser bueno es algo grande y hermoso pero difícil y arduo. Para que el ánimo no aspire a cosas grandes de forma desmesurada be ahí la humildad. Para
que no se acobarde ante las dificultades he ahí la magnanimidad. Pienso en San Pablo: desprecios, azotes, presiones, no deprimen a este magnánimo; éxtasis, revelaciones, aplausos no exaltan a este humilde. Humilde cuando escribe soy el más pequeño de los apóstoles. Magnánimo cuando afirma Todo lo puedo en aquel que me conforta. Humilde pero por eso en su momento sabe luchar, ¿son judíos? también yo… ¿son ministros de Cristo? digo locuras, mas lo soy yo. Se pone por debajo de todos, y por eso en sus obligaciones no se deja doblegar por nada ni por nadie. Las olas arrojan contra los escollos las naves en que viaja; las serpientes le muerden, paganos, judíos, falsos cristianos lo expulsan y persiguen, es azotado con varas y arrojado a la cárcel, se le bace morir cada día, creen que le ban atemorizado, aniquilado y el vuelve a aparecer fresco y lleno de vigor para asegurarnos: tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Por eso vivamos siempre en este santo espíritu de humildad, y haremos obras enormes Dios escogió lo débil del mundo para combatir lo fuerte, a fin de que no se gloríe mortal alguno en el acatamiento de Dios, ya que Cristo para la conversión del mundo no quiso elegir a los poderosos ni a los sabios sino a los humildes e ignorantes pescadores que muy lejos de confiar en sus propias fuerzas pusieron toda su confianza en Dios. Decía San Gregorio: “Nada hay difícil para los humildes”.
Todo esto tiene repercusión especial en nosotros religiosos del Verbo Encarnado. Debemos imitar con toda nuestras fuerzas a Jesucristo en su vida oculta, en su vida oculta, en su pasión en su resurrección, su humildad en la Eucaristía, y pidamos a María el modelo más acabado de la humildad que siempre vivió en la actitud de una pobre esclava del Señor Ecce Ancilla Domini, que apenas habla, no llama la atención en nada, se dedica a las tareas propias de una mujer en la pobre casita de Nazaret, que aparece en el calvario como Madre del ‘Gran Fracasado’ y que vive oscura y desconocida bajo el cuidado de San Juan después de la Ascensión del Señor y que no hace ningún milagro, que nos enseñe esa ciencia que ella vivió desde su concepción que es la de ser humildes, para que podamos decir con Ella Proclama mi alma la grandeza del Señor por que ha mirado la humillación de su esclava[12].
[1] 1 Co 4,7.
[2] Sgo 4,6.
[3] Lc 22,26.
[4] Prov 16,18.
[5] 1 Co 15,10.
[6] Lc 17,10.
[7] Sal 127,1.
[8] Ex 4,10.
[9] Job 33,27.
[10] Subida del Monte, 2, 7, 11.
[11] Cf. Flp 4,13.
[12] Lc 1, 46-48.