La humanidad de Cristo – El monumento vivo del amor de Dios
Recordando el pensamiento de nuestro Fundador
Durante la Novena de la Anunciación
En el séptimo día de la novena en el que pedimos específicamente por nuestra fe en el motivo de la Encarnación evocamos el pensamiento del P. Buela al respecto tomado de sus libros “El Arte del Padre” y “Las Servidoras V”.
La humanidad de Cristo
El fin de la Encarnación fue la redención de los pecados: «La causa principal de la divina Encarnación es la expiación de los pecados», es «salvar a los pecadores» (1 Tm 1,15), es la «restauración de la naturaleza humana», en otras palabras, «vino al mundo para que los hombres cambiasen el amor de las cosas terrenas por el de las espirituales». En Lumen Gentium 55 se nos enseña por qué finalidad el Hijo de Dios tomó de la Virgen la naturaleza humana: «a fin de librar al hombre del pecado mediante los misterios de su humanidad».
[Según lo cual, declara el P. Buela en Las Servidoras V:]
El monumento vivo del amor de Dios
Por amor envió Dios a su Hijo al mundo para que éste diese su vida por nosotros en la Cruz: tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo… (Jn 3,16), de tal manera que: El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito… En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4,9-10). Amor, entonces, que se manifiesta en la Encarnación del Verbo, y en la Redención al morir como propiciación por los pecados de todos.
Amor precursor porque Dios se adelanta. Lleva la iniciativa. Tiene la primacía en el amor: Él nos amó primero (1 Jn 4,19).
Amor que tiene su origen en Él: … la caridad procede de Dios (1 Jn 4,7), Él es la fuente inexhausta de todo verdadero amor, y toda chispita de amor brota de esa hoguera ardiente de caridad que es el amor de Dios.
Es un amor más grande: Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15,13).
Es un amor de elección: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros… (Jn 15,16).
Es un amor fecundo, pleno, permanente: …y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca… (ibidem).
Pues bien, este amor de Dios no sólo se manifiesta por el hecho de que el Verbo se hizo carne (Jn 1,14), no sólo se manifiesta por su Pasión y Muerte en Cruz: Padre, perdónalos… (Lc 23,34), sino que, además, ha dejado un monumento vivo, perpetuo, eficaz, máximo de su amor: ¡la Eucaristía! Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amo hasta el fin (Jn 13,1), los amó hasta no poder más, los amó hasta el extremo, los amó hasta quedarse bajo el pan y bajo el vino. ¡Nos amó hasta la Eucaristía!
La gran escuela del amor cristiano es la Misa. Ella abre sus puertas todos los días, y las abrirá hasta el fin del mundo, hasta que Él venga (1 Cor 11,26). Para todo el que quiera aprender a amar como Cristo, ella es maestra solícita, que no solo enseña con las palabras, sino, lo que es mucho más, con el mismo hecho.
En la Misa, al aprender a amar, nos manifestamos como hijos de Dios: todo el que ama es nacido de Dios (1 Jn 4,7); lo vamos conociendo más a Él: todo el que ama a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (1 Jn 4,7-8); vamos teniendo vida por Él: … para que nosotros vivamos por Él (1 Jn 4,9).
En la Misa, con el pan eucarístico, Dios nos va enseñando, en el molino de su corazón, a dejarnos moler como el grano de trigo. En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere quedará solo; pero, si muere, llevará mucho fruto (Jn 12,24), hasta enseñarnos a amar con su mismo amor.
Al amarnos nos enseña a amar, ya que amor con amor se paga.
Nos enseña a amar a Dios: Dios es amor y el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios en él (1 Jn 4,16), este es el amor de Dios: que guardemos sus preceptos (1 Jn 5,3); y nos enseña a amar al prójimo: … amémonos los unos a los otros, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros… si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto… quien ama a Dios ame también a su hermano (1 Jn 4,7.11-12.21).
[…] En la Misa, Cristo mismo nos va formando en la escuela de su amor. En la mesa del altar va amasando nuestro corazón con el suyo hecho blanca harina de trigo y nos enseña con delicadeza de Maestro, con cariño de Padre, con nobleza de Rey, con fuerza de León, con mansedumbre de Cordero, con seguridad de Camino, con exceso de Salvador, con compartir de Compañero, con cercanía de Hermano, con majestad de Señor, con confidencia de Amigo, que si no tengo, amor, no soy nada… no teniendo amor, nada me aprovecha… El amor es paciente y servicial. El amor no es envidioso; no es jactancioso; no se engríe; no es descortés; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia. El amor se alegra con la verdad. El amor todo lo excusa. El amor todo lo cree. El amor todo lo espera. El amor todo lo soporta. El amor no morirá jamás (cf. 1 Cor 13,2-8). Habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin, hasta no quedarse con ningún secreto en su corazón hasta enseñarnos a amar con el amor de su mismo corazón, hasta hacernos «víctimas vivas para alabanza de su gloria». […]
La crisis en la participación de la Misa dominical, que en algunas partes se va agravando, se debe a la crisis general de la fe, pero, sobre todo, su causa es la crisis de amor en que se debate el mundo contemporáneo, que nos hace recordar aquello de Jesús: …se enfriará la caridad de muchos (Mt 24,12).
El alma que ama a Dios no puede dejar la Santa Misa.
El hecho de que la Misa sea una obra de amor y que como respuesta requiera amor, hace que sea difícil enseñar la participación en la misma por medio de normas, como dice San Basilio Magno: «El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección».
[A la Santísima Virgen, Madre del Redentor y Madre nuestra, le pedimos la gracia de que se acreciente en nosotros la virtud de la caridad, por medio de la cual nos inmolamos espiritualmente en cada Santa Misa al unirnos al único sacrificio del Verbo Encarnado.]