Homilía predicada por el R.P. Carlos M. Buela, V.E., en la Misa de los Jóvenes del domingo 15 de octubre, día de la madre, y en la Santa Misa por la familia, celebrada para los niños del Colegio «Isabel la Católica y para sus padres, el 20 de octubre de 1995
Estamos reunidos para celebrar la Santa Misa por la Familia. Hace pocos días, el 12 de octubre, hemos recordado el ejemplo de aquella mujer grande, de la cual se puede decir que cambió el rumbo de la historia, mujer que se destacó como cristiana, como esposa, como madre y como reina: ¡Isabel la Católica!
Hoy quiero referirme a quien es el alma de toda familia, la madre[1].
Cuenta una leyenda hindú que cuando Dios quiso crear una madre, pensó mucho como hacerla… Tomó de la caña la esbeltez, de las hierbas el leve estremecerse, del pétalo de las rosas la encantadora suavidad aterciopelada. De los rayos del sol tomó la alegría, del fuego la entrañable cordialidad, de las nubes las lágrimas y el parloteo confidencial de las tórtolas. Con todos estos primores formó a la madre. He ahí porque en el alma de ella anida el dolor, pues no hay nada más vulnerable que el hálito de la rosa, ni más tímido que el estremecerse de la hierba. La debilidad, empero, se torna en ella fortaleza. La madre, toda dulzura, se vuelve más feroz que una hiena cuando tiene que defender a sus hijos.
¡La madre es ángel custodio de nuestra niñez! El alma se estremece y el corazón late más aprisa, cuando decimos la palabra: ¡MADRE!
¿A quién no le brotan lágrimas en los ojos al pensar en la que no ha dejado de amarle desde el primer instante de su vida, la que sonreía -como un sol- sobre la cuna, la que lloraba y se apenaba cuando de pequeño el hijo se ponía enfermo, y tenía que sufrir?
1. ¿Qué es la madre?
¿Quién podrá decir lo que significa ser madre? Si reuniésemos todo lo que sobre ella se ha escrito, los cantos que hablan de la madre en el hogar, los suspiros que brotan del corazón de los huérfanos en el cementerio… Si pudiésemos ver al trasluz el alma desgarrada de la madre que habla con su hijo descarriado a través de las rejas de una prisión, si nos fuese posible contar las horas que pasa en vela una madre junto a la cama de su hijo enfermo, si lográsemos hacer presente en nuestra mente la figura orgullosa de la madre de los Gracos, las lágrimas de Santa Mónica, el corazón amoroso de Blanca de Castilla, la fortaleza de la madre de los Macabeos, la talla espiritual sin par de Isabel la Católica, la piedad de Mamá Margarita o el de la mujer modesta que trabaja día y noche para mantener a los suyos, y, por sobre todo, pusiésemos la figura insigne de la Virgen Santísima, Madre de Dios… ¡tendríamos solamente un débil barrunto de lo que es la madre!
¿Saben lo que es una madre? ¡Es el espejo del alma que siempre está a nuestro lado! Mi mamá ahora es anciana, tiene 85 años, pero igualmente cocina, lava los platos, trabaja… todo con gran alegría. Cuando yo estaba en el Seminario, una vez, hace 25 años me escribió en una carta lo siguiente:
“Carlitos:
Nos escribes para que compartamos tus alegrías y emociones pero aunque no nos hubieras explicado tus satisfacciones siempre estoy a tu lado; esto me trajo el recuerdo de una lectura cuando yo cursaba 3er. grado y me quedó ‘in mente’: «Hijo mío, si te miras en el espejo de tu alcoba, te verás cómo eres, con la carita risueña o triste, y bien… tu madrecita querida ríe, si tú ríes, llora, si tu lloras… porque es el espejo de tu alma…». ¡Eso es la madre! ¡El espejo de nuestra alma! ¡Aquella que siempre está a nuestro lado, junto a nosotros!
2. La más bella realidad
Una madre no puede ser encerrada en categorías intelectuales. No debe ser entendida, sino amada.
Sus besos, las lágrimas que brotan de sus ojos, su oración, te dicen lo que es la madre… ¡Madre, madre querida!
¡Cuánto dicen estas palabras! En ellas palpita una fuerza hechizadora. Dulce palabra que suena como un lamento, como un sonido de clarín lejano y misterioso, produce en nuestro corazón un cosquilleo jubiloso y, al pronunciarlo, toda nuestra alma vibra en nuestros labios. ¿Hay alguna criatura a la que estemos más unidos, con el corazón y con el alma, que a la madre? ¡Nueve meses estuvimos viviendo bajo su corazón! Después de Dios, la mayor gracia y el mayor bien que poseemos es nuestra madre.
La palabra ¡madre! nos habla de actos admirables de perseverancia, de bondad, de amor, de sacrificio.
3. Su obra
La madre nos da la vida, no estrecha contra su corazón, nos mira con cariño, nos enseña a hablar, a amar, a reír, a caminar.
Cuando pequeños nos alimenta con su propia sustancia, nos da pan cuando mayores. Nos cuida, nos protege, nos calienta con el calor de su propio corazón. Su amor no tiene fronteras. Puede renunciar a sus intereses con generosidad y sufrir con la sonrisa en los labios porque ama; es capaz de renunciar, por amor al hijo, a todas las grandezas de la tierra. Dedica su vida a luchar por sus hijos y se alegra de verlos felices.
Una buena madre es una bendición de Dios y el supremo consuelo que nos ha sido dado en este valle de lágrimas. Ella nos muestra el camino cuando vamos errados. Nos levanta cuando caemos. Nos anima cuando estamos abatidos. Dulcifica la vida en la tierra, y convierte, mágicamente, en rosas las espinas. Dios trasmite al mundo el consuelo del amor a través del alma de la madre. Como decía un poeta:
Manos de madre
en roble talladas
de seda forradas
que sufren alegres
que rezan calladas.
Que mucho trabajan
que suave acarician
que fuertes educan
que poco descansan.
Manos de madre
que viven amando
que dulce, muy dulce
mueren perdonando…
Las beso, las beso
mil veces, rezando;
benditas por siempre
las manos de madres.
La madre procede de Dios y es una de las más adorables conmovedoras revelaciones divinas. No podemos menos que conmovernos cuando consideramos esta maravilla de Dios y alabar a Dios por haber depositado su amor en el corazón de la madre.
A lo largo de la historia podemos ver la serie infinita de madres que se van pasando, de mano en mano, la antorcha de la vida, que volverá algún día al seno de Dios, de donde salió por primera vez.
Queridos hermanos:
* Los que ya no tienen su madre en la tierra, recuerden que sin embargo ella está más cerca que nunca de sus hijos. Asimismo, que hay deberes que cumplir: rezar por ella -especialmente la Santa Misa-, visitar su sepultura, cumplir lo prometido…
* Los que la tienen viva, recuerden sus deberes para con ella:
– amarla: no sólo de palabras, sino con obras, ¡sabiendo demostrarle que uno la ama!
– respetarla y honrarla, ante propios y extraños. En las Sagradas Escrituras se nos advierte: «¡Oh, cuán infame es el que a su padre desampara! ¡Y cómo, es maldito de Dios aquel que exaspera a su madre!» (Eclo 3,18); «Si uno maldice a su padre y a su madre, su antorcha se apagará en densas tinieblas» (Prov 20,20); «¡Ojos que escarnecen al padre, y no miran con respeto a la madre; sáquenlos los cuervos del torrente y los aguiluchos los coman!» (Prov 30,17). No debe asombrarnos este severo lenguaje. Los padres son los vicarios de Dios para sus hijos.
-Por eso es que a los padres hay que obedecerles «en el Señor» (Ef 6,1), y ayudarles en sus necesidades espirituales: compañía, conversación, oraciones…, y también en las necesidades materiales: mandados, tareas domésticas.
En el día de la madre todos los hijos le hacen un regalito. Pero siempre, todos los días, debemos darle un gran regalo, el mejor de todos: estudiar, trabajar, portarse bien, ser obedientes, responsables, hacer caso, en una palabra, ser buenos. ¡Esto es lo que quiere de nosotros nuestra madre!
Por eso, bien cantaba a la madre el poeta diciendo:
¡Una madre que es la luz es la existencia!
Es el único amor que no concluye,
que dentro el corazón, como una esencia
que purifica, esparramando fluye.
Cuando abate el pesar toda creencia
jamás esta creencia se destruye;
y queda en nuestras almas tan asida,
que parece la hiedra de la vida.
Doquiera siempre igual, conmigo viene,
como celeste incógnita armonía;
tu nombre el corazón grabado tiene
y lo tiene también mi fantasía.
¡El será el eco postrimero que suene
en mis murientes labios, madre mía!
¡Y será en mi sepulcro relicario,
que guardará mi losa y mi sudario![2].
[1] Sigo en gran parte el hermoso libro «La madre» del gran Cardenal húngaro Joseph Mindszenty.