“Ad maiora natus sum”
San Estanislao Kostka
El Papa San Juan Pablo I, hablando desde el balcón de la basílica de San Pedro al día siguiente de su elección recordó, entre otras cosas, que en el cónclave del día 26 de agosto, cuando se veía ya claro que el elegido iba a ser precisamente él, los cardenales que estaban a su lado le susurraron al oído: ¡Ánimo! Muy probablemente esta palabra era la que necesitaba en aquel momento y se le quedó grabada en el corazón, puesto que la recordó enseguida al día siguiente.
Así también nosotros, como cualquier cristiano, necesitamos oír de vez en cuando esta palabra de ánimo; sobre todo, cuando nos sobrevienen situaciones que requieren “voluntad robusta”[1].
Naturalmente, no sólo es valiente el soldado que se expone al riesgo de perder su vida en una guerra por defender su patria. Es bien sabido que también en tiempo de paz necesitamos fortaleza. Así lo hizo, por ejemplo, San Carlos Borromeo, quien durante la peste de Milán seguía ejerciendo el ministerio pastoral entre los habitantes de esa ciudad con gran valentía. O San Juan de la Cruz, a quien cuando estaba encarcelado en Toledo, lo querían ‘comprar’ ofreciéndole una buena biblioteca, una buena celda, un priorato y hasta una cruz de oro. Mas él respondió categóricamente: “El que busca a Cristo desnudo no ha menester joyas de oro”[2]. Del mismo modo, cuántas veces a lo largo de la historia y hoy en día hemos visto incontables religiosos, sacerdotes y misioneros que por no ‘venderse’ –incluso cuando les prometían aventajadas salidas–, por no renegar de sus principios, por no dejar pisotear su libertad, en otras palabras, por no ser tributarios[3], han sabido mantenerse firmes, con gran valentía y con gran fortaleza, incluso a pesar de las múltiples amenazas que sufrían y de las consecuencias que tal decisión les deparaba. Por eso no sólo en los campos de batalla hay que buscar hombres valientes.
Cada uno de nosotros, como miembros de este querido Instituto, pero más aun por el simple hecho de ser cristianos hemos recibido el noble oficio de “confesar con valentía y fortaleza la fe de Cristo”[4]. Pero este oficio, común a todo cristiano, toma especiales connotaciones y una relevancia aun mayor en el caso de los religiosos. ¿Por qué? Porque nuestra condición de religiosos requiere una donación radical y total, porque el nuestro “debe ser un testimonio valiente y claro”[5] del mensaje de Cristo, el cual, si auténtico, necesariamente ha de contradecir al mundo y nos han de sobrevenir “incomprensiones, rechazos, persecuciones”[6]… y, por lo tanto, todo eso requiere de mayor valentía.
Quisiéramos entonces, en este punto recordar el ejemplo de San Estanislao de Kostka, Patrono de la juventud, cuya tumba se encuentra en la iglesia de San Andrés al Quirinale de Roma. Allí terminó su vida a los 18 años, este Santo de natural muy sensible y frágil, y que sin embargo fue muy valiente. A él, que procedía de familia noble, la fortaleza lo llevó a elegir ser pobre siguiendo el ejemplo de Cristo, y a ponerse exclusivamente a su servicio. Y aunque enfrentó gran oposición en su ambiente, con gran amor y gran firmeza a la vez, consiguió realizar su propósito condensado en el lema “Ad maiora natus sum” (he nacido para cosas más grandes). Llegó al noviciado de los jesuitas luego de hacer a pie el camino de Viena a Roma, huyendo de quienes le seguían y querían disuadir de sus intentos a la fuerza[7].
También nosotros “hemos nacido para cosas más grandes” y debemos saber sobreponernos al miedo que nos sobreviene ante las situaciones de amenaza, de persecución silenciosa pero mal intencionada, cuando nos exponemos al riesgo de consecuencias desagradables, de sufrir aún mayores injurias, e incluso ante la posible pérdida de bienes materiales o de ir a la cárcel. ¡Hemos nacido para cosas más grandes!
1. Una carta de San Juan de Ávila
De eso mismo trataba de persuadir San Juan de Ávila al religioso predicador Fr. Alonso de Vergara, O.P. en una carta[8] que le escribe consolándole por una persecución que se había levantado contra él. Y tan sin desperdicio nos parece esta carta por la sapiencial doctrina que ella contiene y tan adecuada para quienes hemos sido llamados a servir a la Verdad[9] que hemos de ir citando algunas partes y ofreciendo algún comentario con la esperanza de que la lectura reflexiva de estas páginas imprima aún más profundamente en nuestros corazones que la idea clamorosa sigue siendo ¡sacrificarse![10], porque ¡hemos nacido para cosas más grandes!
Hacía poco tiempo que Fr. Alonso de Vergara le había escrito una misiva al Doctor de Ávila, pero en un tono bastante opuesto al de la carta a la que nos vamos a referir. En esa primera carta –a la que San Juan de Ávila no había respondido– el predicador dominico estaba consolado y en ésta que vamos a considerar ahora, está sumamente desconsolado. Por eso las primeras líneas que le escribe el Santo dicen: “A quien desease saber qué cosa es el hombre cuando Dios le ayuda y regala, enseñarle he yo una carta de vuestra merced que los días pasados me envió; y a quien quisiese conocer la flaqueza del hombre cuando anda por sí, enseñarle he ésta que ahora me envió”. Asimismo nos pasa a nosotros, y por eso, como nos han enseñado, tenemos que aplicar en nosotros mismos las reglas de discernimiento de San Ignacio que tantas veces hemos predicado a otros: “7ª regla: el que está en desolación, considere cómo el Señor le ha dejado en prueba en sus potencias naturales, para que resista a las varias agitaciones y tentaciones del enemigo; pues puede con el auxilio divino, el cual siempre le queda, aunque claramente no lo sienta; porque el Señor le ha abstraído su mucho hervor, crecido amor y gracia intensa, quedándole también gracia suficiente para la salud eterna”[11]. Y aquella otra que dice: “8ª regla: el que está en desolación, trabaje de estar en paciencia, que es contraria a las vejaciones que le vienen, y piense que será presto consolado, poniendo las diligencias contra la tal desolación”[12].
“¡Oh, válgame Dios […]! ¡Y cuán grande abismo de miserias es el hombre, y cuán pocas cosas le derriban, y cuán presto se muda, como una flaca ceniza delante de un gran viento! […] Me pregunta vuestra reverencia si pienso que vive o si le cuento por uno de los muertos, pues no le escribo. Le respondo que no le olvido; mas guardaba mi carta para este tiempo, porque en el otro no era menester”. Cuán gran verdad ha dicho el Santo aquí: ¡cuán grande abismo de miserias es el hombre, y cuán pocas cosas le derriban, y cuán presto se muda, como una flaca ceniza delante de un gran viento! Debemos aceptar que somos débiles, que somos “nada más pecado”, como decía Santa Catalina de Siena, lo cual requiere de nuestra parte humildad. Cuántos religiosos se abaten por una palabra mal sonante que les han dicho, por un fracaso apostólico –aun habiendo tomado todos los recaudos para el buen suceso de la empresa–, por un permiso que les ha sido negado, por las muchas críticas inmerecidas que reciben de las mismas almas que pastorean, por la falta de apoyo –por parte de los superiores, de los pares, de los súbditos–, etc. En fin, no nos queda más que confesar: ¡cuántas pocas cosas nos derriban! Por eso conviene tener presente la sabia advertencia que nos hace el derecho propio esta vez por medio de la pluma de San Luis María Grignion de Montfort: “¡Mucho cuidado! No vayáis a creer –como los devotos orgullosos y engreídos– que vuestras cruces son grandes, que son prueba de vuestra fidelidad y testimonio de un amor singular de Dios por vosotros. Este engaño del orgullo espiritual es muy sutil e ingenioso, pero lleno de veneno. Pensad más bien que vuestro orgullo y delicadeza os llevan a considerar como vigas las pajas, como llagas las picaduras, como elefantes los ratones, una palabrita que se lleva el viento –una nadería en realidad– como una injuria atroz y un cruel abandono… ese volver y revolver deleitosamente los propios males, esa creencia luciferina de que sois de gran valía, etc.”[13].
Entonces continua el Santo con la respuesta que se reservaba para este momento y comienza por hacerle notar que no está solo, invocando para ello el ejemplo de San Antonio: “San Antón se quejó de nuestro Señor porque en el tiempo de la batalla no veía a nuestro Señor, y [éste] le respondió que allí estaba. Mas estaba mirando cómo peleaba, para hacerle reinar[14]”. Y a renglón seguido le hace ver cómo las pruebas, las dificultades, las cosas que nos humillan, ‘son parte del programa’, son de alguna manera inherentes a nuestra condición de cristianos y como la insignia del estado religioso y sacerdotal, y, por lo tanto, no hay que asustarse por ello; por eso le hace reflexionar así: “¿Pensaba vuestra reverencia que no había de andar a solas, sin carretilla y sin que mano ajena lo trajese por la suya? ¿Y cómo, padre, había de aprender a andar? ¿Todo había de ser comer manjar de niños, papitas y leche? ¿Y cómo había de ser perfecto varón? ¡Oh, padre mío, y si no fuese porque veo a vuestra reverencia penado, y cuán de buena gana, oyéndole quejar y temblar, me reiría yo, como quien oye a un niño llorar y temblar porque le han asombrado con un león de paja!”. ¿No nos pasa a nosotros lo mismo? Vemos el nombre del Instituto ultrajado en un titular, nos damos cuenta claramente que nos ponen obstáculos a cada paso, nos agravian públicamente –eso sí, siempre bajo capa de bien– y nos puede venir la tentación de asustamos, de querer huir, de abatimos o de desalentamos. ¿Es que no nos damos cuenta? Nos dice el Maestro de Ávila: “si vuestra reverencia con la fuerza de Dios ha muerto a lo que los mundanos adoran, y esto delante ellos mismos, ¿se espanta de que le quieran apedrear? Ellos adoran honra, juicio propio, espíritu propio, duplicidad, tibieza, propio amor, propia fiducia[15] y otros semejantes ídolos que han hecho, a los cuales Moisés –que espiritualmente quiere decir ‘la ley de Dios’– llama cosas abominables, desatinadas y feísimas; pero, vuestra reverencia, que por la gran misericordia de nuestro Señor vive como con señor propio, [es decir,] con nuestro Dios, y ha adorado de veras no los vanos ídolos del mundo, que no pueden dar bien ninguno ni salud, sino a Aquel que con muy mucha razón merece ser adorado. ¿Qué maravilla que haya contienda donde tanta diversidad de pareceres y fines hay? Mas esta contienda la levantan los hijos de ella y la sufren los hijos de la paz; los unos, mordiendo como canes, y los otros, sufriendo y orando, y amando como corderos; pero, con el favor de Dios, vencerán los corderos a los perros, y aun a los lobos, que para eso los envió Dios, como a corderos entre lobos”[16].
De qué nos admiramos entonces si sufrimos reveses porque no somos “tributarios”[17], si no mezclamos lo humano con lo divino –que es un género de mezcla del cual no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento[18]–, si atesoramos y defendemos las Constituciones y las sanas tradiciones que forman el patrimonio propio[19] que es exactamente lo que la misma Iglesia ha sancionado por ser ‘según Dios y el Evangelio’. Qué nos sorprende que nos ataquen si habiendo tomado nosotros una posición firme acerca de la verdad los que prefieren navegar en las olas de la popularidad en vez de atreverse a refutar el error triunfante del momento por temor a hacerse enemigos, vociferan contra nosotros, nos miran con escarnio. Qué nos sorprende si siendo pobres y emprendiendo nuestras humildes obras confiados solo de la Divina Providencia, los ricos y poderosos nos miran con sospecha. “¿Qué maravilla que haya contienda donde tanta diversidad de pareceres y fines hay?”. A nosotros nos toca, como dice San Juan de Ávila, ser hijos de paz, sufrir, orar y amar como corderos, porque esos son los que vencerán.
Recuerda entonces el Santo el ejemplo de la gente de la ciudad de Gabaón que se había confederado con Josué y de cómo se aliaron “cinco reyes a pelear con ellos[20]; porque les parecía gran pérdida perder una ciudad tan grande y real y que se acrecentase aquel favor y gente a Josué, su enemigo. Y así han hecho los demonios y mundanos con vuestra reverencia, viéndole darse a Jesucristo. […] Huelen ya la fuerza que Dios les ha dado para herir corazones con la palabra de Dios, y lloran llanto doblado por lo que ellos pierden y Jesucristo gana. De aquí es la contradicción en todo y de todos; de aquí, el combate de los cinco que a una se juntan, y con una voz dicen lo que dicen y hacen lo que hacen”. Lo mismo hemos oído de quienes se lamentan y hasta se espantan de que tengamos vocaciones, y muchas vocaciones por gracia de Dios, entonces empiezan a decir que no hay selección, que les lavamos el cerebro, que los reclutamos con artificios; miran escandalizados el hecho de que nuestros religiosos aun con los medios mínimos indispensables emprendan grandes obras o se lancen a misionar en lugares donde nadie quiere ir, y así, “toda magnanimidad les parece soberbia, todo heroísmo les parece extremismo, toda generosidad les parece exageración”[21] y lo obstaculizan todo con argumentos falsos. De aquí es la contradicción en todo; de aquí, el combate de los que se juntan y con una voz dicen lo que dicen y hacen lo que hacen.
Pero también esto es ‘parte del programa’ y San Juan de Ávila nos lo hace notar con gran realismo: “¿Por ventura es vuestra reverencia el primer atribulado, porque se pasó a Cristo? ¿O será el primero desamparado de los que padecen por Cristo? ¿No ve, padre mío, que la causa por que somos perseguidos no es nuestra, sino de Dios? ¿No ve que le va a Él la honra en ella? Dígame: ¿Por qué antes tenía tantos pacíficos y ahora tantos contrarios? Sin ninguna duda ha sido la causa porque se ha mostrado vuestra reverencia de la parte de Jesucristo. Pues ¿qué rey habría que no tomase por muy grande injuria que, por sólo habérsele uno ofrecido por criado, y él recibiéndole, hubiese quien le despreciase y persiguiese? ¿Por ventura no es despreciar y deshonrar al rey perseguir a quien le quiere servir, sólo porque entró a vivir con él? ¿No toca esto al rey? ¿No es cosa suya? Es, por cierto. Y por eso dijo David: Despierta, Señor, y defended vuestra causa. Mira, Señor, y acordaos de las afrentas que esta gente descomedida e ignorante, que cada día os hace[22]. Causa es de Dios y deshonras son de Dios aquellas que a los servidores de Dios se hacen; como es honra de Dios y causa suya cuando a sus chiquitos hacemos bien[23] y honramos”. En pocas palabras: nosotros nos anotamos para esto y, por lo tanto, las persecuciones –cualesquiera sean, y sea de quien sea que vengan– no debieran resultarnos extraordinarias. Ya lo decía Cervantes: “si ladran Sancho, señal que cabalgamos”. Por otra parte, no somos los únicos que padecemos, ni los que más padecemos, ni los primeros ni los últimos que padeceremos por la causa de Cristo. Por eso en vez de renegar y abatirnos debemos aprender a ver en eso, la gran merced que Dios nos está concediendo: la de mejor imitarle[24] y la de darle gran gloria siempre que sea “falso lo que se dice contra nosotros”[25]. Pero al mismo tiempo, hay que “cuidar mucho de no volver y revolver en nuestros males”[26]. Dios mismo ha de defender su causa.
Exhorta San Juan de Ávila al predicador abatido por las intensas y continuas persecuciones a no temer, recordándole lo que el levita decía “confortando el pueblo de Judá, que subía a la guerra”: Así os dice Yahvé: No temáis ni os asustéis ante esta tan grande muchedumbre; porque no es vuestra la guerra sino de Dios[27]. “Y, por tanto –sigue el Maestro de Ávila– no seréis vosotros los que pelearéis, mas tan solamente esperad con confianza, y veréis el socorro del Señor sobre vosotros[28]”. Algo similar decía San Juan de la Cruz, en una de sus cartas: “Mas, porque conviene que no nos falte cruz como a nuestro Amado, hasta la muerte de amor, Él ordena nuestras pasiones en el amor de lo que más queremos, para que mayores sacrificios hagamos y más valgamos. Mas todo es breve, que todo es hasta alzar el cuchillo y luego se queda Isaac vivo, con promesa del hijo multiplicado[29]”[30]. Y, por lo tanto, a veces es cuestión de saber esperar pacientemente que Dios haga su obra, sin angustiarse tratando de solucionar una situación que escapa a nuestras manos, es decir, que no depende de nosotros, sin desgastarse y agobiarse por defenderse.
Sobre este punto, hay un texto de Santo Tomás de Aquino, en su Comentario al Evangelio según San Mateo en el cual él se pregunta por qué Jesús callaba ante el Sumo Sacerdote. Quizás es un texto que muchos de Ustedes conocen, pero estimamos conveniente volverlo a indicar como criterio para saber cómo manejarse ante situaciones similares. Responde el Aquinate: “Lo hacía por tres motivos. Primero para enseñarnos a tener cautela; pues sabía que cualquier cosa que dijese, la utilizarían para calumniarlo; y en tales casos, delante de quienes nos insidian hay que callar, como se dice en el Sal 39[38], 2: yo me decía: ‘Guardaré mis caminos, sin pecar con mi lengua, pondré un freno en mi boca, mientras esté ante mí el impío’. Otra razón, que no era aquel momento de ensenar, sino de soportar pacientemente, y así se cumple lo que dice Is 53, 7: fue oprimido y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan esta muda, tampoco él abrió su boca. Tercera razón para enseñarnos la constancia cuando alguien nos acusa injustamente de alguna cosa, como se dice en Is 51, 7-8: prestadme oído, sabedores de lo justo, pueblo consciente de mi ley. No temáis las injurias de los hombres, y de sus ultrajes no os asustéis; pues como un vestido se los comerá la polilla, y como lana los comerá la tina. Pero mi justicia por siempre será, y mi salvación por generaciones y generaciones”[31].
Ahora, es cierto que muchas veces quienes nos persiguen, o nos acometen con sus ultrajes, a veces pareciera que no se dan cuenta del daño que hacen e incluso piensan que están actuando según Dios. Presten atención a la respuesta que con sapiencial pluma San Juan de Ávila deja impresa en esta carta que venimos citando: “Y si los que persiguen piensan que no ofenden a Dios en ello, ¿qué se me quita aquí de mi confianza, pues expresamente están amonestados los siervos de Dios que han de ser perseguidos de gente que cree que hacen gran servicio[32] en perseguirlos? Ellos padecen por Dios y porque se llegaron a Dios; y la persecución es contra Dios. Si los perseguidores otra cosa piensan, por ventura disminuyen algo su culpa, mas no nuestra corona; y si ellos, engañados, piensan que sirven a Dios, nosotros, desengañados, sabemos que servimos a Dios”.
Se queja entonces Fr. Alonso de Vergara de que una persona “lleva y trae” información distorsionada a otra tercera, lo cual parece le traía aparejado no pocas cruces. San Juan de Ávila, teólogo de gran profundidad y verdadero humanista, responde no como un espectador ajeno a la escena, sino sabedor de la pena que la maledicencia ocasiona, pues él mismo fue a la cárcel en 1531 a causa de una predicación suya mal entendida: “¿Qué se le da, padre, de pareceres de hombres ciegos, pues está certificado ser de Dios la doctrina que predica, y ser de Dios el modo con que la predica, según en el fruto se parece; y ser de Dios el espíritu que ha recibido, pues le ha hecho guardar la ley de Dios y le ha librado de la ley del pecado…? Mire vuestra reverencia que amonesta la Sapiencia que no tenga en poco el saber que nuestro Señor le ha dado[33], ni se deje llevar ni vencer, teniendo el conocimiento; antes ose con él despreciar los vanos ídolos; y hállese tan rico con el tesoro escondido que Dios le ha manifestado, que no tenga por daño perder cuanto tenía por lo alcanzar. No estime a Dios en tan poco, que quiera dar poco por Él, pues Dios le estimó a él en tanto, que no quiso dar menos que a sí por él. Amado fue en cruz, ame en cruz; caro costó a Cristo y con gemidos le parió quien le ganó, no quiera él al Señor ofrecer sacrificios que no le cueste trabajo y dolor en la sensualidad”. ¿Se dan cuenta? Si nosotros no predicásemos los novísimos, si no fuéramos tomistas, si no denunciáramos el progresismo, si en vez de elevar las culturas con los valores del Evangelio sólo ofreciéramos soluciones técnicas, si nos apacentáramos a nosotros mismos y no a las ovejas; si en vez de predicar la Verdad, negociáramos con ella, la recortáramos, la evitáramos ¿creen que nos atacarían? No. Estaríamos haciendo exactamente lo que el mundo quiere que hagamos. Pero no lo hacemos y, por gracia de Dios –a pesar de nuestra miseria–, nuestros apostolados dan fruto: basta ver las vocaciones numerosas, muchas de ellas provenientes de países que lamentan la crisis de la Iglesia local, los 101 sacerdotes que el Instituto le ha dado a la Iglesia en estos últimos 6 años, todo eso que está “certificado ser de Dios” y es lo que el mundo y sus secuaces atacan y persiguen y obstaculizan y con lo que quieren acabar de una vez por todas. Por eso, siendo conscientes de que llevamos este tesoro en vasijas de barro[34], no hay que dejarse vencer, no hay que dejar de anunciar que el Verbo se hizo carne[35], aun cuando el mundo se ría de nosotros y nos tiren piedras y nos maldigan[36]. No hay que dejarse llevar por lo que otros digan de nosotros queriéndonos hacer desistir de nuestro intento. ¡Qué más da! ¡Hemos nacido para cosas más grandes!
“¡Qué mayor honra, padre mío, que padecer por Cristo! Verdadera gloria […]. Dichoso es aquel que la causa por la que lo maltratan es porque sirve a Dios y no quiere condescender con los vanos ruegos y pareceres de los hombres. Negocio es éste de amor, y el amor es una manera o género de guerra, y no son admitidos aquí los cobardes, de los cuales mandaba Dios que fuesen desechados de entre la gente de guerra[37]”. Porque como dice el derecho propio: “el amor que no nace de la Cruz de Cristo es débil”[38].
Pero también es cierto que cuando uno “se ve denigrado entre los suyos”[39], cuando aquellos quienes nos tendrían que defender son justamente quienes nos injurian, cuando los que nos tendrían que escuchar son los que hacen oídos sordos a nuestras apelaciones, cuando son aquellos en quienes esperábamos encontrar amparo quienes nos rechazan y echan fuera, ¿quién hay por virtuoso que sea que no se queje al menos interiormente? Mas fíjense lo que este gigante de buen espíritu señala: “¿Qué se queja, padre, de palabras y estimas de hombres y juicios de ciegos? Mire que está en el cielo su testigo que lo está mirando a ver cómo lo hace[40], el cual ha de ser juez de prueba y, a prueba, da por buena su doctrina y obra. Pues, si Él lo abona, ¿qué va en que todo lo demás lo condene?[41]. Poco va y nada es que los hombres sin Dios en esta vida nos condenen[42]. Tenga vuestra reverencia en nada que tan bajos juicios y miserables le condenen. ¿Qué hay que hacer caso de gente que se ha de envejecer como vestidos de cada día[43] y han de ser comidos de polilla[44]?”. ¿Acaso no meditamos cada año en el Principio y Fundamento donde se lee: “que no queramos de nuestra parte más honor que deshonor[45]? “Por qué temblar ni desmayarse por tan pocas cosas, habiendo el gran Señor nuestro padecido tan graves cosas por nuestro amor y habiéndonos de dar tan copiosos premios acá y allá por los trabajos”. Cómo no recordar en este punto aquella confortadora frase que el derecho propio pone en labios de nuestro Dulcísimo Salvador: “Yo vuestro defensor, ¿qué teméis contrarios?”[46].
Hemos sido llamados a compartir las fatigas con nuestro Señor Jesucristo, decimos que “queremos imitarlo hasta que podamos, de verdad, decir a los demás: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo[47], ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí[48]”[49]. Ahora bien, ¿hemos peleado hasta derramar sangre[50]?, lo cierto es que aún no somos compañeros y semejantes en los trabajos al Apóstol, que decía: muero cada día[51]. “¿Podrá vuestra reverencia contar persecuciones, afrentas, pedradas, azotes, cárceles, que haya pasado por Jesucristo con San Pablo?[52]. ¿Por qué es tan delicado soldado y se muestra tan flaco, peleando de parte de Jesucristo[53] y teniendo por capitán a este Señor, a quien su Padre dio persona y gesto más firmes que diamantes y pedernales[54], para que ningunas afrentas, ni denuestos, ni bofetadas le pudiesen hacer volver atrás de lo comenzado? Ea, pues, señor, dejemos esta pesadumbre y flaqueza que nos tiene asidos y corramos con paciencia a la guerra, que delante nos está puesta, mirando siempre para cobrar ánimo a Jesucristo, que, así como Él es autor de nuestra fe, la llevará hasta el cabo y la perfeccionará en nosotros”.
Noten Ustedes que el Maestro de Ávila no niega lo arduo de la lucha, pero también nos advierte que mientras perseveremos pacientes en la lucha que Dios mismo nos profetizó como verdadera –vosotros vais a llorar y gemir[55]; en el mundo padeceréis tribulación[56]– no es menos verdadero el galardón que nos prometió. “Cruz le manda llevar, premio eterno le promete; y si es dura palabra padecer con Él tentaciones, dulcísima es sentarse a su mesa con Él en su reino[57]. ¡Oh padre!, ¿y por qué hemos de irnos a sentar a aquella mesa de perseguidos, deshonrados, santos, tentados y muertos a cuchillo[58], no habiendo nosotros padecido nada? […] Llevemos algo de qué gloriarnos; traigamos alguna empresa de amor por nuestro verdadero Amador, para que no sea nuestro amor de sola palabra. Hollemos esta víbora de la tribulación y pasemos adelante, aparejándonos a cosas mayores”; porque ¡hemos nacido para cosas más grandes!
Sigue entonces aconsejando el Santo: “Ofrezca, padre, su vida y honra en las manos del Crucificado, y hágale donación de ella, que Él la pondrá en cobro, como ha hecho a otros: Yo sé a quién creí, dice San Pablo[59]. Y no le fue mal de ello. Poco es y momentáneo lo que se padece[60]; y a quien grande parece, es porque él es chico en el amor, y tiene pesos falsos. Crezca y comerá, que éste es manjar de grandes[61]. Y aunque se dilate su socorro, Él vendrá y amansará el mar”.
“Probarlo ha querido nuestro Señor, no dejarle; se escondió la madre tras la sarga, y está oyendo llorar al niño, que no se halla sin ella; mas ella saldrá, que no se lo sufrirá el corazón, y tomará el niño en los brazos, y dará la leche, y estará él tan contento, que se olvidará de los trabajos pasados, como si no hubieran pasado. Y muchos de los que ahora persiguen, le seguirán, según la promesa de nuestro Señor Jesucristo: Vendrán a ti los que murmuraban de ti[62]”. Pero al mismo tiempo advierte el Maestro Juan de Ávila que si el perseguido tornase atrás por la persecución que padece, este será acusado gravemente el día del juicio especialmente por los perseguidores que le dirán: “‘Si te perseguimos, no teníamos conocimiento, pero tú, que lo tenías, fuera bien que no lo dejaras; porque si nosotros hubiésemos conocido lo que tú, no lo hubiésemos dejado por la persecución de quien no lo conocía. Te dañaste a ti y a nosotros, porque, si hubieses perseverado en la virtud, hubiéramos venido al conocimiento de ella’. Y por eso, padre mío, –sigue diciendo San Juan de Ávila– se debe esforzar en el Señor, y creer de muy cierto [que], si persevera, et per Christum abundat tribulatio tua, ita per Ipsum abundabit consolatio tua[63], y que le pagará el Señor con ganancia de ánimas lo que pierde en esas otras cosas en los ojos de los mundanos”.
La persecución sufrida por largo tiempo, el desgaste –humanamente hablando– de las fuerzas físicas por la labor misionera puede hacer mella en el espíritu misionero. Por eso, en los últimos párrafos de la carta, en un tono siempre muy humano y compasivo, San Juan de Ávila le recomienda a Fr. Alonso de Vergara algunas cosas que también nosotros podemos poner en práctica si alguna vez Dios nos hace la merced de poder sufrir algo por Él.
Primera recomendación: “una salida a Escalceli o alguna parte semejante, donde vacase a sí solo algún día”. El derecho propio por su parte también tiene la misma sugerencia: “particularmente cuando ven que un misionero ha amainado en su espíritu o da muestras de un cierto cansancio. Algunos meses en otra comunidad o realizando otras actividades, bajo la guía y supervisión de un Superior cualificado, pueden devolver al misionero el espíritu y la fuerza que tal vez se han gastado por las batallas apostólicas”[64].
Segunda sugerencia: “y si esto no alcanza, querría que tuviese su compañía del padre fray Luis”. También nuestro Directorio recomienda que el misionero en ese tiempo de prolongado descanso tenga la oportunidad siempre que sea posible de recurrir con más facilidad a la compañía de buenos amigos[65].
Tercera recomendación práctica de San Juan de Ávila: la lectura de la Sagrada Escritura. “A vosotros
–dice el mismo Señor– es dado a conocer el misterio del reino de Dios, mas a los otros en parábolas[66]. ¿Quién son estos ‘vosotros’? A vosotros, discípulos míos, que no vivís de gana en este mundo y lo despreciáis, atribulados por mí, hechos escoria de este mundo[67]. […] Y sin esto no aprovecha nada leer. Paréceme que, leyendo a San Juan y San Pablo y a Isaías, que luego han de saber la Escriptura […] Yo no sé más, padre, qué decirle, sino que lea a éstos; y cuando no los entendiera, vea a algún intérprete santo sobre ellos, y especialmente lea a San Agustín, Contra pelagianos y contra otros de aquella secta; y tome un crucifijo delante y Aquél entienda en todo porque Él es todo y todos predican a éste. Ore y medite y estudie”. En ese sentido dice el derecho propio que el tiempo de descanso “no es un tiempo donde ‘no se hace nada’, sino donde el misionero puede recuperar sus energías físicas, retomar su trabajo intelectual tal vez un tanto abandonado, dar testimonio de su vida misionera, etc.”[68]
Termina el Maestro de Ávila su carta al predicador perseguido diciéndole: “Y no se canse en tornar por sí ni dar muchas disculpas de su inocencia, porque el Señor dice: Vosotros callaréis, y el Señor peleará por vosotros[69]”.
2. Gran confianza
San Juan de Ávila fue, según el Papa Benedicto XVI, promotor de “una espiritualidad de la confianza”[70]. Lo mismo hace el derecho propio a lo largo y ancho de todos sus documentos exhortándonos a tener una “confianza total”[71] en el Verbo Encarnado.
Conviene mucho en tiempos de mayor prueba y si no queremos ofender a Cristo, aferrarnos a su bondad y confiar en su infinita misericordia. Seríamos muy ciegos si después de tantísimos beneficios que Dios nos ha hecho, individualmente hablando y a nivel Instituto, no amásemos rendidamente al Verbo Encarnado y sería grandísima nuestra flaqueza si después de tantas misericordias como hemos experimentado no confiásemos en Él.
Todos los bienes que Dios se ha complacido en concedernos son medios para incitarnos a amarle más, y al mismo tiempo, un llamado para esforzarnos a confiar más, porque si Dios nos ha dado todos los bienes que nos ha dado en el pasado, nos ha llamado a seguirle más de cerca y nos ha metido –por decirlo de alguna manera– en esta carrera, nos dará también el terminarla porque “Dios tendrá cuidado de su hacienda, pues no es de otro dueño”[72] y el Dueño “no abandonará a los que con tanta confianza se entreguen a Él”[73].
Ahora que comenzamos la Cuaresma, aprovechemos para dedicarnos a meditar sin prisas y profundamente en la Pasión de nuestro Señor, pues allí es donde se manifiesta la infinita bondad del Padre que “le entregó por todos nosotros; [y] de donde debe brotar en nosotros una confianza ilimitada en la generosidad desbordante del Padre: ¿Cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?[74]”[75].
¡Cristo padeció y murió por amor a nosotros! Por eso, digamos con el Maestro de Ávila: “váyase, pues, lejos toda duda, toda flaqueza de corazón y toda desconfianza; pues cuanta es la virtud de su Pasión, tantos son nuestros merecimientos, pues que ella es nuestra, que Él nos las dio. Allí presumo y confío yo, y allí hago burla de mis enemigos, allí pido yo al Padre ofreciéndole al Hijo, de allí pago yo lo que debo, y me sobra. Y aunque mis dolores son muchos, allí hallo mayor remedio y causa de alegría que en mí de tristeza”[76].
Grande agravio hacemos a Dios si no confiamos plenamente en Él. Diría San Juan de Ávila: “¡somos peores que brutos!”. ¿Acaso no creemos que nos dará todo y aun más de lo que pedimos, después de todo lo que ya nos ha dado? “¿No creeremos que defenderás a los que sacaste del infierno? ¿No darás de comer a los que tomaste por hijos? ¿No enseñarás la carrera a los que, siendo descaminados, pusiste en ella? ¿No darás lo que te pidieren para tu servicio a los que tú dabas muchas cosas andando fuera de tu servicio, y ofendiendo ellos, los defendisteis tú, y huyendo de ti, los seguiste y trajiste a ti, y los limpiaste y diste tu espíritu, e hinchiste sus ánimas de gozos, dándoles beso de paz? ¿Y para qué todo esto? Por cierto para que crean que, pues por Cristo los reconciliaste contigo siendo enemigos, mejor los guardarás por Cristo siendo ya amigos”[77].
Debemos acuñar en nuestro corazón una confianza inmensa en Dios, aun cuando no sintamos la dulzura de las consolaciones. “¿Nos sentimos flacos? Esperemos en Dios, y seremos fuertes. ¿No sabemos lo que hemos de hacer? Confiemos en Dios, y nos ha de ser dada luz, como dice Isaías: Si alguno anduvo en tinieblas y no tiene luz, espere en el nombre del Señor y arrímese sobre su Dios[78]; y en otra parte está escrito: Los que confían en el Señor entenderán la verdad[79]. ¿Estamos en tribulaciones? Esperemos en Dios, y seremos librados, como dice Dios por David: Esperó en mí y yo le libraré[80]. En las cuales palabras habemos de mirar que no pide Dios otro merecimiento para librarnos sino esperar”[81].
“¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y gloria, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes, hechos ignorantes e indignos!”[82]. ¡Hemos nacido para cosas más grandes!
* * * * *
¡Tenemos necesidad de hombres fuertes, de hombres valientes! Perseveremos constantes en la lucha. Procuremos conservar el corazón en paz sin que nos desasosiegue ningún suceso de este mundo, pues que todo se ha de acabar[83]. Si ponemos todo nuestro amor en Cristo, allí encontraremos la paz aun en medio de las más crueles afrentas, ya que Él es el fundamento de todo: todo fue creado por Él y para Él… todo subsiste en Él[84]. Por este motivo afirma el derecho propio que “la paz debe buscarse dentro, no fuera, llenándonos de preocupaciones inútiles y llenando el corazón de resquemores contra todo lo que nos rodea, porque no depende la paz de nuestra alma de que desaparezcan los obstáculos exteriores, sino el afecto al pecado”[85]. Y si a veces sentimos más áspera la lima del desamparo debemos recordar que Cristo está mirando cómo peleamos para un día hacernos reinar.
Que la Virgen Madre, que perseveró inamovible al pie de la Cruz, nos alcance la gracia de perseverar valientes y en paz, aunque arrecien las tempestades, porque sabemos a Quién nos hemos confiado. Que la compañía de nuestra Madre siempre amable y solicita nos infunda mucho ánimo y nos recuerde siempre que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros[86].
¡Ea, pues! ¡Hemos nacido para cosas más grandes!
[1] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 16, A la M. María de Jesús, OCD, 18 de julio de 1589.
[2] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 13, p. 181.
[3] Cf. Constituciones, 214.
[4] Directorio de Espiritualidad, 132.
[5] Directorio de Vida Consagrada, 282.
[6] Directorio de Misiones Ad Gentes, 147.
[7] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General (15/11/1978).
[8] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, BAC Maior, Spanish Edition, pp. 60-68. Kindle Edition. A partir de ahora esta será la citación correspondiente cada vez que incluyamos el texto de la mencionada carta. En ocasiones hemos modificado el castellano antiguo para una mayor comprensión.
[9] Cf. Evangelii Nuntiandi, 78. Citado en el Directorio de Misiones Ad Gentes, 138.
[10] Cf. Directorio de Espiritualidad, 146.
[11] Ejercicios Espirituales, [320].
[12] Ejercicios Espirituales, [321].
[13] Constituciones, 125; op. cit. San Luis María Grignion de Montfort, Carta circular a los Amigos de la Cruz, 48.
[14] San Atanasio, Vita et conversatio, S.P.N. Antonii 10: MG 26,280; vers. De Evagrio, c. 9: ML 73,132.
[15] Del latín, fiducia: confianza.
[16] Lc 10, 3; cf. Mt 10, 16.
[17] Constituciones, 214.
[18] Cf. Directorio de Espiritualidad, 61.
[19] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 313.
[20] Cf. Jos 10, 1ss.
[21] Directorio de Espiritualidad, 108.
[22] Sal 73, 22.
[23] Cf. Mt 25, 40.
[24] Cf. Directorio de Espiritualidad, 44.
[25] Directorio de Espiritualidad, 37; op. cit. San Juan Crisóstomo, In Matt. hom., XV, 5.
[26] Directorio de Espiritualidad, 37.
[27] 2 Cro 20, 15.
[28] 2 Cro 20, 17.
[29] Gn 22, 1-18.
[30] Epistolario, carta 11, A doña Juana de Pedraza, 8 de enero de 1589.
[31] Santo Tomás de Aquino, In Matth. c. 26, lect. 7, n. 2280.
[32] Jn 16,2.
[33] Si 13,11.
[34] 2 Co 4, 7.
[35] Jn 1, 14.
[36] Cf. Directorio de Espiritualidad, 181.
[37] Cf. Jue 7, 3.
[38] Directorio de Espiritualidad, 137.
[39] Directorio de Vida Fraterna, 77.
[40] Cf. Job 34, 29.
[41] Cf. Rom 8, 33s; Is 50, 9.
[42] Cf. 1 Co 4, 3.
[43] Cf. Sal 101, 27; Hb 1, 11.
[44] Cf. Is 50, 9.
[45] Ejercicios Espirituales, [23].
[46] Constituciones, 214.
[47] 1 Co 11, 1.
[48] Ga 2, 20.
[49] Directorio de Espiritualidad, 44.
[50] Cf. Hb 12, 4.
[51] 1 Co 15, 31.
[52] Cf. 2 Co 11, 23ss.
[53] “Quid facis in paterna domo, delicate miles”: San Jerónimo, Epist. 14 ad Heliodorum 2: ML 22,348.
[54] Cf. Ez 3, 9; Zac 7, 12.
[55] Jn 16, 20.
[56] Jn 16, 33.
[57] Cf. Lc 22, 28.30.
[58] Cf. Heb 11, 37.
[59] 2 Tm 1, 12.
[60] Cf. 2 Co 4, 17.
[61] Cf. Hb 5, 14.
[62] Is 60, 14.
[63] Cf. 2 Co 1, 5.
[64] Directorio de Misiones Ad Gentes, 135.
[65] Cf. Ibidem.
[66] Lc 8, 10; cf. Mt 13, 11; Mc 4, 11.
[67] 1 Co 4, 13.
[68] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 135.
[69] Ex 14, 14.
[70] Carta Apostólica San Juan de Ávila, sacerdote diocesano, proclamado Doctor de la Iglesia universal.
[71] Directorio de Espiritualidad, 221.
[72] San Juan de la Cruz, Epistolario, carta 11, A doña Juana de Pedraza, 28 de enero de 1589.
[73] Constituciones, 63.
[74] Rm 8, 32.
[75] Directorio de Espiritualidad, 156.
[76] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, BAC Maior, Spanish Edition, p. 453. Kindle Edition.
[77] Ibidem.
[78] Is 50, 10.
[79] Sab 3, 9.
[80] Sal 90, 14.
[81] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, BAC Maior, Spanish Edition, p. 453. Kindle Edition.
[82] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 39, 7.
[83] Cf. San Juan de la Cruz, Otros avisos recogidos por la ed. de Gerona, 32.
[84] Col 1, 16-17.
[85] Constituciones, 99.
[86] Rm 8, 18.