El pensamiento de Santo Tomás de Aquino en San Juan de la Cruz
Hoy estamos invadidos por falsos místicos, que aunque aparentemente estudian mucho se equivocan mucho[1]. Son los que “no conocen el camino (que es el Verbo) para descender desde sí mismos hacia Él, para poder ascender hasta Él. Ignorando, pues, este camino, se creen excelsos y luminosos como los astros, cuando en realidad se han venido a tierra y se ha oscurecido su corazón. No buscan con espíritu de piedad al Artífice del universo, y por eso no lo encuentran”[2].
No ha sido este el caso del Doctor Angélico, quien además de ser un filósofo extraordinario fue además un gran teólogo que defendió y explicó las verdades divinas de la fe con encumbrada maestría al punto de merecerle el título de “Lumbrera de la Iglesia y del mundo entero”[3]. La suya, “antes que metodología técnica de un maestro”, aclaraba San Juan Pablo II, “ha sido la metodología del Santo, que vive en plenitud el Evangelio, en el que la caridad es todo. Amor a Dios, fuente suprema de toda verdad; amor al prójimo, obra maestra de Dios; amor a las cosas creadas, que son también cofres preciosos llenos de tesoros que Dios ha volcado en ellas. Esa fue la fuerza inspiradora de todo su afán de estudioso y el impulso secreto de su donación total como persona consagrada. Efectivamente, el gigantesco esfuerzo intelectual de este maestro del pensamiento estuvo estimulado, sostenido y orientado por un corazón henchido de amor a Dios y al prójimo. ‘Per ardorem caritatis datur cognitio veritatis’[4]”[5].
Sin embargo, no han faltado quienes encasillan a Santo Tomás de Aquino en el ámbito de la filosofía haciendo de él una especie de “Aristóteles cristiano” y se sorprenden de que haya quienes quieran encontrar en sus obras los principios de la teología mística. Hay incluso muchos que hacen una lectura y comentario muy poco sobrenatural y antimístico de sus escritos orientando el espíritu en un sentido muy diferente del pretendido por el Aquinate[6].
Quienes así piensan muy probablemente no están familiarizados en absoluto con Santo Tomás, no han leído sus tratados sobre la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía, la gracia, las virtudes teologales, los dones del Espíritu Santo; no han abierto sus comentarios sobre San Pablo, San Juan, sobre los Salmos, sobre el libro de Job, sobre Isaías; ignoran sus opúsculos piadosos, sus oraciones, su Oficio del Santísimo Sacramento; quizás no conocen su vida, no saben nada de sus noches pasadas ante el Sagrario, ni de sus arrobamientos y su contemplación eminente que le obligaba a decir de sus Summae: que no era más que paja en comparación con lo que entreveía. Él mismo “reconocía gustoso que había aprendido más en la oración que en el estudio[7], y mantenía tan vivo el sentido de la trascendencia divina que ponía como condición primordial, previa a cualquier investigación teológica, este principio: ‘en esta vida tanto más perfectamente conocemos a Dios, cuanto mejor entendemos que sobrepasa toda capacidad intelectual’[8]”[9].
Queremos destacar, entonces, que la doctrina que Santo Tomás impartía en su cátedra era corroborada con el testimonio de vida. “De este modo, toda su teología fue oración, fue conversación con Dios, fue contemplación de Dios”[10]. Por eso sus obras –afirmaba San Juan Pablo II– nos revelan a un “pensador capaz de los vuelos especulativos más audaces, al místico habituado a beber directamente en la fuente misma de toda verdad la respuesta a las interpelaciones más profundas del espíritu humano.
[…] Quien se acerca a Santo Tomás, no puede prescindir de este testimonio que emerge de su vida; más aún, debe encaminarse valientemente sobre sus huellas con el compromiso de imitar sus ejemplos, si quiere llegar a gustar los frutos más recónditos y sabrosos de su doctrina”[11].
Esto que acabamos de afirmar resulta particularmente interpelante para quienes, como nosotros, somos exhortados no sólo a asimilar “la doctrina de los grandes maestros de la vida espiritual”[12] sino también a seguir sus ejemplos a fin de “buscar la ciudad futura… la perfecta unión con Cristo, o sea, la santidad”[13].
1. Teología y Mística
Conviene ahora −a modo de prenotando− afirmar que “con el término teología indicamos todos los elementos de una reflexión sobre Dios y sus misterios en la vida de la Iglesia, mientras que a la mística reservamos la elaboración de los datos de esa experiencia de fe, sin duda más alta, vivida íntimamente por el cristiano”[14]. En este sentido, la teología y la Mística no son dos cosas diversas, no son dos ciencias que caminan paralelamente; pues la Mística como ciencia, es la exposición vital y pragmática de lo que la Teología nos enseña especulativamente sobre la obra suprema de la divinización del alma o ascensión del alma hasta Dios[15]. Podemos decir entonces que la mística es un sector propio y especializado de la misma teología; “es su cumbre, su corona”[16]. Así entendido, la experiencia de los místicos viene a confirmar y vivificar las enseñanzas teológicas sobre el crecimiento espiritual del alma, hasta llegar a la unión transformante[17].
El Doctor Angélico era un místico. Al punto que Menéndez-Reigada llega a afirmar que la misma “obra teológica de Santo Tomás es esencialmente mística, como mística es la participación de la vida divina y esa ascensión del alma hasta Dios”[18]. Es por eso que no pocos destacan la poderosa influencia del Doctor Angélico en los grandes místicos, de entre los cuales San Juan de la Cruz es el mayor de todos.
Por tanto, si bien Santo Tomás es referente insigne de la filosofía y teología y San Juan de la Cruz lo es de la mística, desde el principio nos parece bien aplicar el título de teólogo y de místico a Santo Tomás y a San Juan de la Cruz respectivamente, pero sin exclusivismos.
“San Juan de la Cruz, y los místicos en general, miran más bien a la parte pragmática y experimental del alma en su hacerse ‘deiforme’[19], prescindiendo casi de la parte especulativa que es la propiamente científica; por lo que no debe extrañarnos que al estudiar a San Juan de la Cruz notemos que apenas se hace mención de los dones del Espíritu Santo, cuando casi todo lo que él nos enseña es el efecto propio de esos mismos dones. Otro tanto podríamos decir de la gracia. Es que no le interesa investigar sus causas ni declarar su propia naturaleza, sino describir en cuanto sea posible, la realidad viviente y trascendente que el alma va descubriendo dentro de sí misma, y los medios prácticos conducentes a la unión perfecta con Dios en esta vida, que es el fin que se propone.
Por el contrario, Santo Tomás plantea y resuelve el problema humano en toda su extensión y complejidad, por método rigurosamente científico; estableciendo sólidamente los principios, analiza las causas, consigna los efectos, y no se detiene a describir los fenómenos que tales efectos acompañan. Por eso, a quien superficialmente lo estudiare, pudiera parecerle que Santo Tomás no es místico, cuando en realidad es el Maestro incomparable de la Mística, como lo es de Teología”[20].
Nuestro propósito es demostrar en este artículo el hecho de que la doctrina del Doctor Angélico y la doctrina del Doctor Místico no sólo están en completa concordancia, sino que ambos sistemas −cada uno con su riqueza singular− realizan una aportación única que de algún modo define y le da una impronta singular a la auténtica espiritualidad cristiana.
A este fin, hemos de considerar la presencia del pensamiento tomista o, mejor dicho, de algunas de las doctrinas fundamentales de la síntesis tomista que mayor relación tienen con la vida espiritual, en los escritos sanjuanistas.
2. San Juan de la Cruz, tomista
Comencemos entonces por decir que “el ambiente científico teológico que se respiraba en la Universidad de Salamanca en sus mejores tiempos, cuando San Juan de la Cruz frecuentaba sus aulas, era ciertamente tomista”[21]. Es por eso que las obras del Aquinate eran el texto que comentaban los doctores y que estudiaban los alumnos y que tanto unos y otros reconocían como autoridad indiscutible en cuestiones escolásticas. Pero no sólo cursó el primer año de teología en la Universidad de Salamanca donde, como acabamos de decir, el tomismo era la corriente dominante, sino que al mismo tiempo Juan de la Cruz integró su formación en el colegio de San Andrés con las enseñanzas de varios autores carmelitas, y allí aun admitiendo claras divergencias que se refieren más bien a temas filosóficos, el tomismo era el sistema seguido por la mayor parte de los maestros carmelitas[22]. Resulta innegable entonces el ambiente tomista en el que se educó San Juan de la Cruz. Es más, fue durante esos años en que el Místico de Fontiveros frecuentaba la universidad salmantina que Santo Tomás de Aquino fue proclamado Doctor de la Iglesia (1567).
Pero no solo tuvo una formación tomista, sino que era “eminentemente tomista en toda su doctrina”[23] y le siguió “siempre fidelísimamente”[24].
Ahora bien, “la presencia del pensamiento tomista en los escritos sanjuanistas no puede medirse a citas explícitas; son pocas, prácticamente dos, y además de escritos poco representativos. Toda la síntesis de San Juan de la Cruz se sustenta, sin embargo, en la concepción filosófica y teológica de la Escolástica, que tiene en Santo Tomás su máximo exponente. Casi siempre que el Doctor Místico remite a los ‘teólogos’, sin aducir nombres, tiene presente al de Aquino”[25], afirma el gran estudioso de la figura y temas sanjuanistas, Eulogio Pacho. Coincide también en dicha afirmación el P. Juan González Arintero, diciendo que Juan de la Cruz tenía tan asimilado a Santo Tomás de las escuelas salmantinas que, aunque le cita pocas veces explícitamente en todo parece inspirado o apoyado en él, y le vemos exponer la más pura doctrina tomista[26]. A modo de ilustración presentamos aquí un ejemplo de los muchos que se podrían citar[27]. Dice el Místico Doctor en su libro de la Subida del Monte al hablar de cómo la fe es noche oscura para el alma: “La fe dicen los teólogos que es hábito del alma cierto y oscuro. Y la razón de ser hábito oscuro es porque hace creer verdades reveladas por el mismo Dios, las cuales son sobre toda luz natural y exceden todo humano entendimiento sin alguna proporción”[28]. Dicha afirmación, fundamental para la comprensión de toda la doctrina sanjuanista, en particular para la Subida y la Noche, es eco del pensamiento escolástico clásico sobre la naturaleza de la fe expresado por Santo Tomás en la Suma Teológica II-II, 1-4; o en la Suma Contra Gentiles 3, 40; o en De Veritate 14, 1 (“porque las verdades de fe exceden la razón humana. Por eso no caen dentro de la contemplación del hombre si Dios no las revela”), etc.
Es que en realidad “San Juan de la Cruz fue buen discípulo de Santo Tomás: fiel y original; porque basándose en los principios tradicionalmente válidos, ha sabido adentrar sus pasos en el campo de la mística con sentido de equilibrio, de renovada admiración y de orientación teológica. Incluso ha creado un sistema original describiendo y elaborando los efectos de la gracia en aquellas almas que viven solo en Dios y para Dios”[29].
Toda la doctrina sanjuanista está firmemente enraizada en la corriente más pura del pensamiento católico. Sirva como dato que entre las fuentes literario-doctrinales que el santo utilizaba para sus escritos[30], se hallan los “santos doctores”[31] (expresión con la cual el santo denota a los Santos Padres); los tratadistas ascéticos que el santo conocía, “algunos puntos de teología escolástica”[32] −como él mismo señala en el Prólogo del Cántico espiritual− refiriéndose especialmente a la doctrina tomista; la Sagrada Escritura (con 1653 citas bíblicas, de las cuales 1538 son explícitas y 115 implícitas) y finalmente, como norma suprema y piedra de toque indefectible de su ortodoxia: “el juicio de la Santa Madre Iglesia”[33].
Eulogio Pacho afirma que “la predilección de Juan de la Cruz por Santo Tomás entre los escolásticos está bien asentada en el hecho de ser el único mencionado explícitamente. No contradice esta apreciación el que las dos citas más representativas y consistentes correspondan a escritos hoy considerados apócrifos. No lo eran en el tiempo del Santo, que los aprecia precisamente por pensar que eran genuinos del Doctor Angélico”[34].
Una de estas menciones explícitas es el caso de la famosa cita de Santo Tomás que San Juan de la Cruz utiliza para describir los diez grados de amor en la Noche oscura (Libro 2, caps. 19-10). El escrito que sigue muy de cerca el Maestro de la fe es, como decíamos, un apócrifo de Santo Tomás[35], titulado De decem gradibus amoris secundum Bernardum. Aunque más diluida, resulta mucho más extensa la presencia de otro apócrifo tomista llamado De beatitudine, citado explícitamente en el Cantico espiritual B (canción 38, 4) que reza así: “Hasta llegar a esto no está el alma contenta, ni en la otra vida lo estaría, si como dice Santo Tomás en el opúsculo De Beatitudine, no sintiese que ama a Dios tanto cuanto de él es amada. Y, como queda dicho, en este estado de matrimonio espiritual de que vamos hablando en esta sazón, aunque no haya aquella perfección de amor glorioso, hay, empero, un vivo viso e imagen de aquella perfección que totalmente es inefable”.
El texto citado se halla en el capítulo segundo de dicho opúsculo, que si bien no era un escrito tomista auténtico, tuvo no poca incidencia en los escritos sanjuanistas. Asimismo, esto sirve para constatar el hecho de que las páginas de esos opúsculos fueron muy frecuentadas por los autores espirituales del Siglo de Oro español sobre todo por la aureola de sabiduría del maestro a la que se le atribuía dicha obra[36].
Las citas explícitas de escritos auténticos de Santo Tomás afectan precisamente a temas secundarios en la síntesis sanjuanista, remitiendo también a escritos tomistas de segunda categoría. El primer texto tomista citado explícitamente, viene a propósito para explicar con una frase sencilla la visión del mundo entero que San Benito tuvo en una visión espiritual. “La cual visión, dice Santo Tomás en el primero de sus Quodlibetos, que fue en la lumbre derivada de arriba, que habemos dicho”[37]. Nótese que la referencia sanjuanista es muy precisa y muy exacta, y efectivamente se lee en Quodlibetos, cuestión 1.a, artículo 1.o, en la respuesta a la primera objeción.
Menos concreta es la otra referencia nominal a Santo Tomás, en el que la referencia es tan genérica que su identificación no es segura. Se introduce así: “ésta es la teología mística, que llaman los teólogos sabiduría secreta, la cual dice Santo Tomás que se comunica e infunde en el alma por amor, lo cual acaece secretamente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás potencias”[38]. Es cierto que esta doctrina podría atribuirse a varios teólogos, sin embargo, algunos arguyen que al decir San Juan de la Cruz “teología mística” se estaría refiriendo al comentario tomista del De divinis nominibus, cap. 7, lect. 1-2. De todos modos, se trata de algo marginal con poca incidencia en el sanjuanismo.
Sí tienen mayor incidencia otras resonancias tomistas bastante perceptibles. Como, por ejemplo, la fuente inmediata para definir el número de las pasiones y su distinción “que son: gozo, dolor, esperanza y temor”[39], con mucha probabilidad está basado en el resumen tomista Suma Teológica I-II, 25, 4; Suma Teológica I-II, 80; II Sent., dist. 5-8. O cuando Juan de la Cruz escribe en la Subida que “Dios ama todo lo bueno, aun en el bárbaro y gentil…como hizo en los romanos”[40] por sus leyes justas parece aludir al texto De regimine principium del Doctor de Aquino (lib. 3, cap. 5-6). Asimismo, parece resonar la doctrina tomista de Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu, cuando denuncia el Doctor Místico a los directores espirituales que impiden a muchos a abrazar los consejos evangélicos. La consonancia llega hasta el vocabulario con expresiones tan típicas y fuertes como “pestífera manera”, “estar compeliendo”[41], etc.
Son además muchos los puntos concretos que, sin resonancia textual tan clara, anuncian el parentesco tomista.
Pueden recordarse, a título de ejemplo, el tema de las revelaciones y su inclusión dentro del esquema del espíritu de profecía: “se sigue ahora tratar de la segunda manera de aprehensiones espirituales, que arriba llamamos revelaciones, las cuales propiamente pertenecen al espíritu de profecía. Acerca de lo cual, es primero de saber que revelación no es otra cosa que descubrimiento de alguna verdad oculta o manifestación de algún secreto o misterio […] Según esto, podemos decir que hay dos maneras de revelaciones: unas, que son descubrimiento de verdades al entendimiento, que propiamente se llaman noticias intelectuales o inteligencias; otras, que son manifestación de secretos, y éstas se llaman propiamente, y más que estotras, revelaciones […] Según esto, bien podremos distinguir ahora las revelaciones en dos géneros de aprehensiones. Al uno llamaremos noticias intelectuales, y al otro, manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios”[42]. Todo lo cual se halla magníficamente tratado en la Suma Teológica II-II, 171-174.
La doctrina sobre los carismas: “Nuestro Señor acerca de muchas cosas infunde hábitos a muchas almas […] entre los cuales pone sabiduría, ciencia, fe, profecía, discreción o conocimiento de espíritus, inteligencia de lenguas, declaración de las palabras, etc. Todas las cuales noticias son hábitos infusos, que gratis los da (Dios) a quien quiere, ahora natural, ahora sobrenaturalmente. […] Pero es de saber que estos que tienen el espíritu purgado con mucha facilidad naturalmente pueden conocer […] El espiritual todas las cosas juzga. […] Y aunque en el conocimiento por indicios muchas veces se pueden engañar, las más veces aciertan. Mas ni de lo uno ni de lo otro hay que fiarse, porque el demonio se entremete aquí grandemente y con mucha sutileza”[43].
Por su parte enseña Santo Tomás: “como gracias gratis datae, comportan un grado particularmente elevado de ciencia y sabiduría, merced al cual su depositario se encuentra capacitado no sólo para juzgar con rectitud por sí mismo de las cosas divinas, sino también para instruir a otros y refutar a los contradictores”[44].
Recoge el Santo de Fontiveros la doctrina tomista sobre la gloria esencial y accidental cuando escribe en el Cántico: “la gloria esencial, consiste en ver el ser de Dios. […] [Y esto] Es por dos razones: La primera, porque así como el fin de todo es el amor, que se sujeta en la voluntad, cuya propiedad es dar y no recibir, y la propiedad del entendimiento, que es sujeto de la gloria esencial, es recibir y no dar, estando el alma aquí embriagada del amor, no se le pone por delante la gloria que Dios le ha de dar, sino darse ella a él en entrega de verdadero amor sin algún respeto de su provecho”[45]; y también la enseñanza del Aquinate sobre las dotes del cuerpo glorioso cuando escribe, por ejemplo, en la Subida: “los bienes de gloria que en la otra vida se siguen por el negamiento de este gozo, no hay necesidad de decirlo; porque, demás que los dotes corporales de gloria, como son agilidad y claridad, serán mucho más excelentes que los de aquellos que no se negaron, así el aumento de la gloria esencial del alma, que responde al amor de Dios por quien negó las dichas cosas sensibles, por cada gozo que negó momentáneo y caduco, como dice San Pablo, inmenso peso de gloria obrará en él eternamente[46]”[47]. Doctrina que se halla expuesta por el Doctor Angélico en su Suma I-II, 2-5; 67, 3; Suppl. 92-96.
Quedando fuera de duda la gran influencia tomista en los escritos sanjuanistas y habiendo señalado algunos pasajes donde el influjo se hace más patente, nos parece conveniente hacer notar junto a Eulogio Pacho que “Juan de la Cruz se aparta en ocasiones del ‘tomismo’ por exigencias de pensamiento, por influjo de otras corrientes filosóficas y, principalmente, por motivos prácticos de comunicación. A esta última razón obedece probablemente el desmarque de Santo Tomás en la propuesta de las tres potencias distintas del alma y el emparejamiento de la memoria con la esperanza. Algo semejante ocurre con la enumeración de los sentidos corporales interiores y las funciones atribuidas a los mismos. Sin embargo, son detalles que no alteran sustancialmente la aproximación constante de Juan de la Cruz y el Doctor Angélico”[48]. En el decir del P. Arintero: “San Juan de la Cruz, con ser también hasta cierto punto originalísimo, parécesele en todo, en el fondo y aun con suma frecuencia hasta en la misma forma o expresiones de las altísimas enseñanzas que más le caracterizan y acreditan”[49].
3. Mística tomista
Queremos ahora, partiendo de algunas de las principales doctrinas fundamentales de la síntesis tomista que mayor relación tienen con la vida espiritual, señalar cómo estas se hallan reflejadas en la mística del Maestro de la fe.
Acerca de nuestro conocimiento intelectual del orden natural, sobre todo de los primeros principios racionales, como el principio de contradicción, enseña el Aquinate que ningún ser creado o increado puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo sujeto, según lo cual el Doctor Místico no duda en afirmar que “dos contrarios, según nos enseña la filosofía, no pueden caber en un sujeto. Y porque las tinieblas, que son las afecciones en las criaturas, y la luz, que es Dios, son contrarios y ninguna semejanza ni conveniencia tienen entre sí”[50], es necesario que el alma pase por la noche oscura para llegar a la divina unión ya que las afecciones son tinieblas y Dios es pura luz y no pueden convenir luz con tinieblas.
Acerca del principio de causalidad según el cual todo lo que puede no ser, cuerpo o espíritu, tiene una causa; consecuentemente escribe San Juan de la Cruz: “Todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito (ser) de Dios, nada es. […] Toda la hermosura de las criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad […] Y toda la gracia y donaire de las criaturas, comparada con la gracia de Dios, es suma desgracia y sumo desabrimiento […] Y toda la bondad de las criaturas del mundo, comparada con la infinita bondad de Dios, se puede llamar malicia […] Y toda la sabiduría del mundo y habilidad humana, comparada con la sabiduría infinita de Dios, es pura y suma ignorancia”[51].
Asimismo, basado en el principio de finalidad por el que todo agente, material o espiritual, obra por un fin, afirma San Juan de la Cruz: “pone Dios al alma en esta oscura noche a fin de enjugarle y purgarle el apetito sensitivo, [y] en ninguna cosa le deja engolosinar ni hallar sabor”[52]. “Porque el fin de todo es el amor”[53] y “aunque es verdad que la gloria consiste en el entendimiento, el fin del alma es amar”[54].
Por último, según el principio fundamental de moral que dice que hay que hacer el bien y evitar el mal escribe el Místico Fontivereño que “el camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal”[55].
Santo Tomás afirma que el conocimiento intelectual de estas verdades primordiales proviene en cierto modo de los sentidos, porque nuestra inteligencia abstrae sus ideas de las cosas sensibles. Sin embargo, tal afirmación nada tiene que ver con decir que la certeza intelectual de los primeros principios se resuelve formalmente en la sensación (eso equivaldría a subordinar lo superior a lo inferior, la inteligencia a los sentidos). Santo Tomás dice que “la certeza intelectual de los primeros principios no se resuelve más que materialmente en la sensación pre-requerida (I, 84, 6); formalmente se resuelve en la evidencia puramente intelectual de la verdad absoluta de estos principios, que se le aparecen como leyes fundamentales, no solamente de los fenómenos, sino del ser o de toda la realidad inteligible, corpórea o espiritual. Esta evidencia supone en nosotros una luz intelectual de orden infinitamente superior a la sensación o a la imaginación más sutil que se enriquece continuamente; luz intelectual que es una imagen lejana de la luz divina y que nada puede iluminar sin el constante concurso de Dios (I, 84, 5)”[56]. En este sentido y bien situado en el orden natural, San Juan de la Cruz se expresa diciendo: “Porque, aunque es verdad que todas ellas [las cosas sensibles] tienen, como dicen los teólogos, cierta relación a Dios y rastro de Dios −unas más y otras menos, según su más principal o menos principal ser−, de Dios a ellas ningún respecto hay ni semejanza esencial, antes la distancia que hay entre su divino ser y el de ellas es infinita, y por eso es imposible que el entendimiento pueda dar en Dios por medio de las criaturas, ahora sean celestiales, ahora terrenas, por cuanto no hay proporción de semejanza”[57]. Por eso “de todo se ha de vaciar [el alma] como sea cosa que puede caer en su capacidad, de manera que, aunque más cosas sobrenaturales vaya teniendo, siempre se ha de quedar como desnuda de ellas y a oscuras, así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es lo que enseña la fe”[58]. Aún más agrega en el Cántico: “Dios no le es al alma del todo oscuro, como oscura noche, sino sosiego y quietud en luz divina, en conocimiento de Dios nuevo, en que el espíritu está suavísimamente quieto, levantado a luz divina. Y llama bien propiamente aquí a esta luz divina levantes de la aurora, que quiere decir la mañana. Porque así como los levantes de la mañana despiden la oscuridad de la noche y descubren la luz del día, así este espíritu sosegado y quieto en Dios es levantado de la tiniebla del conocimiento natural a la luz matutinal del conocimiento sobrenatural de Dios, no claro sino, como dicho es, oscuro, como noche en par de los levantes de la aurora”[59].
Conocido es el principio de Santo Tomás referente a la vida sobrenatural que tantas veces hemos leído, estudiado y enseñado: “La gracia perfecciona la naturaleza, no la destruye”[60]. “La gracia santificante es la que nos hace partícipes de su naturaleza divina (2 P 1, 4); es, como dicen los teólogos, una participación, física y formal, aunque análoga, de la misma naturaleza divina”[61], lo cual denota la importancia insustituible de la gracia en la economía salvífica.
Ahora bien, resulta claro que, aunque Dios se entrega al alma al infundirle su gracia, el alma no le corresponde con la donación perfecta de sí misma, ni vive solo para Dios. La gracia modifica al alma en su propia substancia, comunicándole esa vida divina, pero permanecen en el alma el desorden de sus pasiones y una cantidad imponderable de apetitos y afecciones que son incompatibles con la gracia y le impiden al alma salir de sí hacia esa donación total que pide y reclama la correspondencia al don de Dios. Santo Tomás mantiene admirablemente la infinita elevación de la gracia sobre la naturaleza, a la vez que su armonía, pero esta armonía no se manifestará sino hasta después de una profunda purificación de la naturaleza por la mortificación y la cruz. Por eso es típica la enseñanza sanjuanista que explica, para que “entienda el buen espiritual que cuanto más se aniquilare por Dios, según estas dos partes, sensitiva y espiritual tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios”[62]. De allí la necesidad de las purificaciones activas y pasivas como medio normal para llegar a la unión con Dios. “Y si en este ejercicio hay falta”, advierte el Doctor Místico, “que es el total y la raíz de las virtudes, todas esotras maneras es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan tan altas consideraciones y comunicaciones como los ángeles”[63]. Porque, como aclara él mismo, para que seamos “deiformes”, es decir, para que quede transformada el alma en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, para eso nos creó Dios[64].
Respecto de las virtudes teologales y dones del Espíritu Santo, Santo Tomás analiza detenidamente cada uno de ellos, en general y en particular, preocupándose poco del efecto que en el alma producen en cuanto a su parte descriptiva. San Juan de la Cruz, por el contrario, apenas se preocupa de investigar las causas, mostrándonos solamente el camino del alma, en su parte experimental y positiva hasta llegar a la unión con Dios.
Según lo antedicho, “la fe es una participación del conocimiento que Dios tiene de su propia esencia, al cual ninguna inteligencia creada por sí misma puede llegar. Por eso es una virtud infusa y totalmente sobrenatural, por la cual se actúa la vida de la gracia en el orden intelectivo”[65].
La fe nos da un conocimiento oscuro ya que se trata de una verdad trascendente: “porque Dios es de otro ser que sus criaturas, en que infinitamente dista de todas ellas”[66]. Por tanto, aun las ideas más altas que nos podamos formar de Dios abstrayéndolas de las cosas, distan infinitamente de Dios.
Ese conocimiento sobrenatural de Dios nos conduce al amor, no a un amor natural como de nuestro primer principio, sino a un amor de verdadera amistad, que es el que nos une a Dios. La misma fe, sin la caridad, explica Santo Tomás en su tratado De charitate, es muerta y no puede conducirnos al término que nos señala.
“La relación entre conocimiento y amor se hace cada vez más íntima. La verdadera ciencia lleva siempre al amor mientras que éste ‘anima’ o da nuevo valor a todas las operaciones. Con claros términos lo reafirma el Doctor Angélico: ‘Aunque esencialmente la vida contemplativa consiste en el entendimiento, tiene su principio, sin embargo, en la voluntad, en cuanto que el amor de Dios impulsa a la contemplación. El deleite que produce la visión de un objeto amado excita más su amor. Y esa es la perfección última de la vida contemplativa: no sólo la visión de la verdad divina, sino también su amor’[67]. Y el Doctor Místico hace propia esta misma doctrina: ‘La contemplación es ciencia de amor, la cual… es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado hasta Dios, su Criador, porque solo el amor es el que une y junta el alma con Dios” [68]. Por eso enseña el derecho propio: “por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios”[69]
El amor es unitivo; “porque la cosa amada se hace una con el amante; y así hace Dios con quien le ama”[70]. Y así como el amor de Dios al hombre le hace unirse con Él por su gracia, la caridad, que es el amor del hombre a Dios, es, al perfeccionarse, la que le ha de llevar a las alturas de la unión mística.
Es interesante notar en este punto, que ambos Doctores usan las categorías clásicas para describir a los fieles (principiantes, aprovechados o aventajados y perfectos) o las etapas principales del camino espiritual (purificativa, iluminativa y unitiva) y sus conclusiones son ciertamente similares. Cada acto humano tiene fuerza de salvación si está impulsado por la caridad; cada paso es un medio hacia la perfección cristiana, cuando está asistido por el Espíritu Santo. Y toda la existencia temporal adquiere un valor extraordinario, cuando lo que somos y hacemos está impregnado por el mismo amor divino.
El Místico de Fontiveros se deleita en sus obras explicando las consecuencias de esto. Por ejemplo, habla de la caridad, que entra en el alma[71] y hace vacío de todo lo que no es auténtico amor de Dios y del prójimo dejando por escrito aquella hermosa frase que el derecho propio recoge en las Constituciones y que dice: “amar es despojarse por Dios de todo lo que no es Dios”[72]. Pues la caridad es “el vínculo y atadura de la perfección”[73] y por consiguiente nosotros queremos hacer “que toda nuestra existencia sea un culto continuo a Dios en la caridad”[74].
Despunta en este tratado del Angélico Doctor arriba mencionado, la totalidad del amor que dice es menester para con Dios. Amarle sobre todas las cosas es muy poco amarle, porque eso quiere decir que amamos otras cosas con Él. Por tanto, el amor de Dios ha de absorber toda nuestra capacidad, informar y vivificar todas nuestras potencias y mover todos nuestros actos. Es a través de la purificación continua de los sentidos y de las potencias superiores que el alma queda preparada para recibir el grado de amor que Dios le tiene dispuesto; o, como dice San Juan de la Cruz, “hasta que Dios la entre en sus divinos resplandores por transformación de amor”[75]. Pues hasta que eso no suceda no se verificará la perfecta unión con el Amado, la cual será cuando “toda la fuerza de sus potencias esté convertida en trato espiritual con el Amado”[76]. Entonces el alma, embriagada en la bodega del Esposo, podrá cantar:
Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal en su servicio:
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya solo en amar es mi ejercicio[77].
Ahora bien, sobre estas dos virtudes teologales de la fe y caridad, se requiere otra virtud teologal que es la esperanza. Porque como enseña Santo Tomás, el amor no se contenta con un conocimiento superficial del Amado, sino que quiere penetrar hasta lo más íntimo de él; ni se satisface con una posesión imperfecta de su bondad y de su hermosura, sino que tiende a la posesión plena, sin trabas ni vestiduras. Y por eso el alma ansía que se rompa el velo de la fe, a través del cual contempla a su Amado para verlo como es en sí, y fundirse en Él y gozarle sin tasa[78]. Y “hasta llegar a esto”, dice San Juan de la Cruz repitiendo la enseñanza del Doctor Angélico, “no está el alma contenta, ni en la otra vida lo estaría, si no sintiese que ama a Dios tanto cuanto de Él es amada”[79].
En este punto queremos hacer notar que si “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo”[80] o un acto humano no puede equipararse a todos los tesoros del mundo[81], la elevación de la persona humana a la condición divina es el mejor signo de su dignidad inalienable. Por eso con sapiencial tino decía San Juan Pablo II: “Pienso que, para comprender la dignidad de la persona humana, la habilidad de la persona humana, es necesario pasar por la teología de San Juan de la Cruz; hay que pasar −digámoslo así− una vez por aquella dimensión del hombre que se abre con la doctrina de San Juan de la Cruz y entonces se ve lo que quiere decir ‘hombre’. Después no se puede olvidar su dignidad”[82].
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Vemos entonces cómo Santo Tomás de Aquino, Sol de la Teología escolástica, y San Juan de la Cruz, Águila de la Mística, cada uno con su aportación específica, se integran, se complementan y se iluminan mutuamente, de tal forma que indican y favorecen el desarrollo de la vida del alma hasta llegar al máximo grado de unión con Dios, cumbre de la auténtica espiritualidad cristiana.
Es común en ambos doctores la pasión por “la Verdad que salva”[83]; un conocimiento que aumenta el amor a Dios; un amor que anima todos los actos de las virtudes. Por eso podemos decir que la clarividencia del Santo teólogo de Aquino ha sido la experiencia mística del Santo de Fontiveros.
El testimonio de ambos resulta particularmente estimulante para quienes, como nosotros, tenemos la tarea de la evangelización de la cultura, tarea que “exige una fe esclarecida por la reflexión continua que se confronta con las fuentes del mensaje de la Iglesia y un discernimiento espiritual constante procurado en la oración”[84], a la par que una formación intelectual que se ordene a la verdad y que no se quede en conocer las meras opiniones de los teólogos[85].
Tanto San Juan de la Cruz como Santo Tomás de Aquino centraron sus investigaciones en la Persona de Cristo y hallaron en la contemplación aquel “sentido común cristiano que no es otra cosa que la santa familiaridad con el Verbo hecho carne”[86]. Ambos se entregaron a Dios entendiendo que esta entrega sólo podía ser absoluta e incondicional. Ambos personificaron una vida mística, tempranamente unitiva, más allá de los fenómenos místicos. Ambos vivieron a Cristo internamente con tal intensidad que ellos mismos se convirtieron en imágenes vivas del Señor[87].
De todo lo dicho se infiere que tanto uno y otro con sus obras no sólo sentaron las bases para una profunda vida cristiana, sino que exploraron sus tesoros y riquezas y los expusieron para la gloria de Dios y extensión de su Reino. Por eso nada más conforme a nuestra “espiritualidad seria” que el estudio de Santo Tomás en todo lo que hace a teología o doctrina sagrada y el seguimiento de San Juan de la Cruz en su magisterio acerca de la vida mística.
Porque siempre será cierto que la genuina “reflexión teológica ‘tiene su centro en la adhesión a Jesucristo, Sabiduría de Dios…, [lo cual] ayuda a desarrollar, además del rigor científico, un grande y vivo amor a Jesucristo y a su Iglesia’[88], amor que, a la vez […] alimenta la vida espiritual, [y] sirve de pauta para el ejercicio generoso del ministerio. Por eso la Teología debe alimentarse en la oración y en el amor a Jesucristo. [En este sentido] advertía San Buenaventura: “Nadie crea que le baste la lectura sin la unción, la especulación sin la devoción, la búsqueda sin el asombro, la observación sin el júbilo, la actividad sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, la investigación sin la sabiduría de la inspiración sobrenatural’[89]”[90].
En fin, que nuestro anhelo sea siempre “Cristo conocido, buscado, amado cada vez más a través de los estudios, de los sacrificios personales, de las victorias sobre sí mismo, en la lenta conquista de las virtudes de la justicia, la fortaleza, la templanza, la prudencia; Cristo contemplado con perseverancia paciente y fervorosa a fin de que…se imprima el rostro mismo de Cristo (cf. 2 Co 3, 18)”[91]. Porque “no hay auténtica pastoral católica sin una profunda vida espiritual, sin una sólida formación doctrinal y sin una viril disciplina”[92].
[1] Cf. Constituciones, 142.
[2] Ibidem; op. cit. San Agustín, Confesiones, V, 3, 5.
[3] San Pablo VI, Lumen Ecclesiae, 1.
[4] Santo Tomás de Aquino, In Ioannem Ev. V, 6.
[5] San Juan Pablo II, Discurso al Pontificio Ateneo Internacional “Angelicum” con motivo del primer Centenario de la Aeterni Patris (17/11/1979).
[6] Cf. Reginald Garrigou-Lagrange, OP, La Mística y las doctrinas fundamentales de Santo Tomás.
[7] Vita S. Thomae Aquinatis auctore Guillelmo de Tocco, cap. XXXI; cf. J. Pieper, Einführung zu Thomas von Aquin, München 1958, p. 172 ss.
[8] Summa Theologiae, II-II, q. 8, a. 7: Ed. Leonina, VIII, p. 72.
[9] Lumen Ecclesiae, 12.
[10] Mons. Adolfo Tortolo, “Tomás de Aquino, el Santo de la Verdad”, publicado en la Revista Mikael (1974), 7-17.
[11] San Juan Pablo II, Discurso al Pontificio Ateneo Internacional “Angelicum” con motivo del primer Centenario de la Aeterni Patris (17/11/1979).
[12] Constituciones, 212.
[13] Directorio de Espiritualidad, 256; op. cit. Lumen Gentium, 50.
[14] Emeterio De Cea, OP, Teología y Mística: Santo Tomás y San Juan de la Cruz.
[15] Cf. Fr. Ignacio G. Menéndez-Reigada, OP, “Santo Tomás y San Juan de la Cruz”, publicado en la Revista La Vida Sobrenatural (mayo-junio 1942).
[16] Marcelo del Niño Jesús, OCD, El Tomismo de San Juan de la Cruz, 26.
[17] Cf. Emeterio De Cea, OP, Teología y Mística: Santo Tomás y San Juan de la Cruz.
[18] Cf. Fr. Ignacio G. Menéndez-Reigada, OP, “Santo Tomás y San Juan de la Cruz”.
[19] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B, canción 39, 4.
[20] Fr. Ignacio G. Menendez-Reigada, OP, “Santo Tomás y San Juan de la Cruz”, publicado en la Revista La Vida Sobrenatural (mayo-junio 1942).
[21] Marcelo del Niño Jesús, OCD, El Tomismo de San Juan de la Cruz, 64.
[22] Cf. Emeterio De Cea, OP, Teología y Mística: Santo Tomás y San Juan de la Cruz. Aclara el autor en una nota al pie de página: “Ya en las Constituciones especiales de 1540 la Congregación carmelitana había previsto la lectura de la Suma de Santo Tomás”. Y, dado el ambiente tomista que se respiraba en las aulas de la Universidad de Salamanca, escribe Bruno de Jesús María: “E’ dunque savio pensare che i maestri carmelitani di Giovanni di San Mattia seguissero, con una certa indipendenza, San Tommaso d’Aquino”; S. Giovanni della Croce, Milano 1938, 31.
[23] Cf. Antonio Royo Marín, Teología de la Perfección Cristiana, II Parte, cap. 1; cf. P. Marcelo del Niño Jesús, C.D., El tomismo de San Juan de la Cruz, Burgos 1930.
[24] Antonio Royo Marín, Los grandes maestros de la vida espiritual, BAC 2003, 352; cf. Marcelo del Niño Jesús, C.D., Burgos 1930.
[25] Eulogio Pacho, Diccionario de San Juan de la Cruz, 1175.
[26] Cf. Influencia de Santo Tomas en la mística de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, “La vida sobrenatural” (1924), 4-5.
[27] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 2, 8, 3; 2, 17, 2; Libro 3, 12, 1.
[28] Ibidem, Libro 2, 3, 1.
[29] Cf. Fr. Ignacio G. Menéndez-Reigada, OP, “Santo Tomás y San Juan de la Cruz”.
[30] Resumimos en pocas líneas la información vertida por la investigación realizada por Fr. Simeón de la S. Familia, OCD, Fuentes doctrinales y literarias de San Juan de la Cruz.
[31] Cántico espiritual B, Prólogo; canción 30, 7; canción 37, 4.
[32] Cántico espiritual B, Prólogo, 3.
[33] Cántico espiritual B, Prólogo, 4.
[34] Diccionario de San Juan de la Cruz, 1176.
[35] Atribuido por la crítica moderna a un dominico del s. XIII o XIV, de nombre Elvico Teutónico.
[36] Cf. Eulogio Pacho, Estudios Sanjuanistas, vol. 2, cap. 11.
[37] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 2, 24, 1.
[38] San Juan de la Cruz, Noche oscura, Libro 2, 17, 2.
[39] Cf. San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 13, 5; Libro 3, 16, 2; Noche oscura, Libro 1, 13, 15; Cántico espiritual B, canción 20, 4.9; canción 26, 19; Avisos 161; Cántico espiritual A, canción 29, 1).
[40] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 3, 27, 3.
[41] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva B, canción 3, 62.
[42] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 2, 25.
[43] Ibidem, 26.
[44] Suma Teológica II-II, 111, 4.
[45] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 38, 5.
[46] 2 Co 4, 17.
[47] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 3, 26, 8.
[48] Cf. Diccionario de San Juan de la Cruz, 1177.
[49] Influencia de Santo Tomas en la mística de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, “La vida sobrenatural” (1924), 4-5.
[50] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 4, 2.
[51] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 4, 4.
[52] Cf. San Juan de la Cruz, Noche oscura, Libro 1, 9, 2.
[53] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B, canción 38, 5.
[54] Eulogio Pacho, Estudios Sanjuanistas, vol. 2, cap. 11.
[55] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B, canción 3, 4.
[56] Cf. Reginald Garrigou-Lagrange, OP, La Mística y las doctrinas fundamentales de Sto. Santo Tomás.
[57] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 8, 3.
[58] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 4, 2.
[59] Canción 14 y 15, 23.
[60] Suma Teológica I, 1, 8, ad 2; 2, 2, ad 1.
[61] Directorio de Espiritualidad, 188.
[62] Cf. San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 7, 11.
[63] Ibidem, 8.
[64] Cf. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 39, 4.
[65] Fr. Ignacio G. Menéndez-Reigada, OP, “Santo Tomás y San Juan de la Cruz”.
[66] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 3, 12, 2.
[67] Suma Teológica II-II, 180, 7, ad. 1.
[68] San Juan de la Cruz, Noche oscura, Libro 2, 18, 5.
[69] Directorio de Espiritualidad, 103; op. cit. Dei Verbum, 5.
[70] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, en Granada Segovia (28/01/1589).
[71] Cf. San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 1, 2, 3.
[72] San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, 143.
[73] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 30, 9.
[74] Cf. Constituciones, 24.
[75] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 13, 1.
[76] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 30, 10.
[77] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 28.
[78] Cf. Fr. Ignacio G. Menéndez-Reigada, OP, “Santo Tomás y San Juan de la Cruz”.
[79] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 38, 4.
[80] San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, 35.
[81] Suma Teológica I-II, 13, 1; IV Sent., d. 8, 3, ad 4.
[82] José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz y San Juan Pablo II, p. 44; op. cit. Acta OCD, vol. 24, 1976, p. 6.
[83] Directorio de Evangelización de la Cultura, 242.
[84] Directorio de Espiritualidad, 51.
[85] Cf. Constituciones, 199.
[86] Constituciones, 231.
[87] Cf. Mons. Adolfo Tortolo, Tomás de Aquino, el Santo de la Verdad.
[88] Pastores Dabo Vobis, 53.
[89] Itinerarium mentis in Deum, pról., 4.
[90] Constituciones, 224.
[91] Constituciones, 235.
[92] Constituciones, 228.