“Tened fe en vuestro sacerdocio”
San Juan Pablo II
“Durante ciclos de quinientos años”, decía Mons. Fulton Sheen, “la Iglesia ha sido atacada en diferentes maneras. Durante el primer ciclo de cinco centurias, la Iglesia tuvo que combatir las herejías que giraban en torno al Cristo Histórico: su Persona, su Naturaleza, Inteligencia y Voluntad. En el segundo ciclo fue la Cabeza Visible de la Iglesia lo que se negaba. En el tercer ciclo fue la Iglesia misma o el Cuerpo Místico de Cristo que luego se dividió en dos secciones. En nuestros días, el ataque es el secularismo y está dirigido en contra de la santidad, del sacrificio, de la negación y de la kénosis”[1], todas estas son características intrínsecas del sacerdocio católico. Por eso, sigue diciendo, “el nuevo enemigo de la Iglesia es ecológico; pertenece al ambiente en que vive”[2].
Es cierto que, quizás nunca antes como ahora, el sacerdocio católico es atacado desde tan diversos frentes. Y es por eso que uno de los mensajes que más insistentemente repetía San Juan Pablo II a los sacerdotes era precisamente: “tened fe en vuestro sacerdocio”[3].
Que estas líneas sirvan como sentido homenaje y aliciente de grande ánimo para todos los sacerdotes del Instituto que en medio de grandes luchas se esfuerzan por ser “otros Cristos”[4].
1. El sacerdocio de Cristo
Digamos, en primer lugar, cómo es el sacerdocio de Cristo.
“Por razón de la unión del Verbo con la naturaleza humana y de la gracia capital, Jesucristo es constituido verdadero Sumo y Eterno Sacerdote.
- Nadie tan verdadero Sacerdote como Él: nosotros somos a su imagen.
- Nadie más Sumo Sacerdote que Él: nosotros participamos de él por derivación.
- Nadie eterno Sacerdote como Él, que perpetuará hasta el fin de los siglos su sacrificio sobre los altares y consumará su sacerdocio en el cielo: Tú eres sacerdote eterno…[5], Sumo Sacerdote[6], Sacerdote para siempre[7]”[8].
- “Su sacerdocio tiene fuerza sobreabundante para expiar por todos los pecados de los hombres: en sus llagas hemos sido curados[9]”[10].
- “Él es el mediador perfectísimo entre Dios y los hombres: Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres…[11], Él es mediador de una alianza más excelente[12]”[13].
Así entendido, entonces, debemos decir que “Jesucristo no tiene sucesores. A Jesucristo no lo sucede nadie. Nadie lo sustituye a Él. No puede haber un sacerdocio más perfecto. Los Apóstoles y sus sucesores −obispos y sacerdotes− no multiplican el único Sacerdocio de Jesucristo, sólo se multiplican los sujetos que participan del único Sacerdocio de Jesucristo. […] Jesucristo no sucede a nadie, porque su sacerdocio es Nuevo. Todo sacerdote depende, por ser figura en el Antiguo Testamento o realidad en el Nuevo, de Jesucristo, porque su sacerdocio es Sumo. Jesucristo no es sucedido por nadie, porque su sacerdocio es Eterno”[14].
Por lo tanto, digámoslo una vez más: el sacerdocio de Cristo es eterno; es inmutable; es una realidad que perdura por eternidad de eternidades; es para todos los pueblos, de toda la humanidad, a través de todos los siglos, para todas las razas, en todas las culturas y en todas las lenguas[15].
De este sacerdocio sumo, eterno, perfecto, inmutable, sobreabundante y universal participamos quienes por la imposición de las manos hemos recibido el orden sagrado.
Consiguientemente, cabe aquí repetir las palabras del apóstol san Pablo a su discípulo Timoteo: te exhorto a que reavives el carisma de Dios que por medio de la imposición de las manos está en ti. Porque no nos ha dado Dios espíritu de timidez, sino de fortaleza y de amor y de templanza… No te avergüences, pues, del testimonio que has de dar de nuestro Señor… antes bien comparte mis trabajos por la causa del Evangelio mediante el poder de Dios[16].
2. Los amigos de Jesús
¿Cuál es este carisma del que habla el apóstol?
“El carácter del Orden Sagrado configura con Cristo Cabeza”, leemos en el Directorio de Espiritualidad, “dando poder al sacerdote ministerial sobre el Cuerpo físico de Cristo y sobre su Cuerpo místico. [Esto] le permite obrar ‘in persona Christi’[17] […] Los miembros de nuestro Instituto que son sacerdotes ministeriales deben volver una y otra vez a esta realidad inefable que produjo en ellos un cambio ontológico al asemejarlos a Cristo cabeza, y ninguna espiritualidad laical tiene que reducir su espiritualidad presbiteral”[18].
De aquí que el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa casi siempre que se dirigía a sacerdotes los exhortaba a ponderar el don de Dios con estas o similares palabras: “Queridos sacerdotes… no dejéis de miraros interiormente con ojos de fe renovada cada día. Sois los elegidos, los amigos de Jesús, los servidores de su plan de salvación. Dispensadores de los misterios de Dios en favor de vuestras comunidades; enriquecidos con poderes que superan vuestras personas, en virtud de la potestad recibida por la imposición de las manos[19], sois los brazos, la voz, el corazón de Cristo que continúa salvando al hombre de hoy a través de vuestro ministerio eclesial”[20]. “Vosotros sois mis amigos… porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer[21]. ¡Cómo han de alentaros estas palabras en vuestra soledad en pueblos apartados, a los que difícilmente llega el consuelo fraterno! ¡Cómo han de alentaros en vuestra angustia ante ‘la tragedia del hombre concreto de vuestros campos y ciudades, amenazado a diario en su misma subsistencia, agobiado por la miseria, el hambre, la enfermedad, el desempleo’[22]! ¡Cómo han de reconfortar vuestro corazón sacerdotal ante toda forma de injusticia, de abuso de los poderosos, de violencia que maltrata a los débiles y a los pequeños, de pérdida (en ciertos sectores) de los valores morales!”[23].
Cuán apacible resulta a nuestra alma sacerdotal el “considerar siempre la inaudita gracia de nuestro sacerdocio”[24] y el “acumular, con una conciencia renovada de esta gracia, la fuerza para continuar con generosidad en el camino emprendido”[25]. Esa fórmula, de sobra conocida, que dice el sacerdote es otro Cristo no es una metáfora, sino una maravillosa, sorprendente y consoladora realidad[26] que denota, asimismo, tremendas responsabilidades.
En efecto, “el carácter es una llamada continua a la vida de la gracia y de la santidad; es una santificación ontológica del alma, por la imagen de Cristo que imprime en ella y la caracteriza con Cristo, y que exige una santificación moral[27], para evitar una contradicción en el ser; o sea, que las costumbres y el ejercicio de las virtudes (en especial, la caridad) deben responder a la marca del alma”[28]. Esto implica un vivir como si el propio Cristo viviese en nosotros; reflejándolo constantemente en el comportamiento, en el ministerio sagrado, en el servicio y en el trato a los demás. En este sentido el P. Alfredo Sáenz escribía: “Si no nos esforzáramos por reproducir en toda nuestra conducta el verdadero rostro del Sacerdote eterno, representaríamos a Cristo por nuestras funciones sacerdotales, pero lo negaríamos por el resto de nuestra vida, lo que implicaría una especie de divorcio íntimo, una suerte de esquizofrenia espiritual”[29].
Debemos ser conscientes de que el orden sagrado nos ha destinado a una misión específica. Por lo tanto, cada uno de nosotros, sacerdotes, tenemos un papel insustituible y un puesto cualificado que ocupar identificándonos con Cristo en su triple misión de santificar, enseñar y apacentar.
Aunque no nos extendamos ahora en las diferentes funciones sacerdotales sí hemos de decir que “el carácter sacerdotal es una continua disposición y llamada para las funciones sacerdotales y pastorales”.
El anuncio del Evangelio, de todo el Evangelio, a toda clase de cristianos e incluso a los no cristianos a fin de que “todos los hombres descubran el atractivo y la nostalgia de la belleza divina”[30], ocupa un lugar importante en nuestra vida. En efecto, el derecho propio dice que es una función vital nuestra[31]. Las almas tienen derecho… tienen derecho a que se les ‘anuncie’ la verdad. En este ministerio de la palabra de Dios sobresale notablemente el “enseñar a tiempo y a destiempo[32] la Palabra, sea en la predicación, en la docencia, escribiendo o investigando, en la evangelización o en la catequesis”[33].
Hay que iluminar las conciencias, saber persuadir con la verdad, y por lo mismo tenemos que dominar el arte de corregir al que yerra, con caridad y oportunamente, pero sin temor a “contrariar al amigo, evitar algún problema o, en ocasiones, sacar ventaja con el silencio o con el aplauso”[34]. Mons. Fulton Sheen solía decir: “Si tú quieres que la gente se quede así como está, diles lo que ellos quieren escuchar. Si quieres ayudarlos a mejorar, entonces diles lo que deben saber”.
La digna celebración de los sacramentos, la dispensación de los misterios de Dios, es igualmente central en nuestra vida sacerdotal. Y por eso siempre hay que velar afanosamente por preparar a los fieles a recibirlos, de modo que esos sacramentos que administramos den fruto. Digno es de destacar que si el sacerdote ha de actuar in persona Christi su acto principal es la inmolación y oblación del sacrificio de la Misa[35], y en nuestro caso, es lo más importante que tenemos que hacer[36]. Todas las otras actividades pastorales se orientan, sobre todo, a la Eucaristía.
Finalmente, pero no por eso menos importante, debemos decir que el “poder espiritual” que se nos ha dado[37], se nos ha confiado para construir la Iglesia, para conducirla como Cristo el Buen Pastor, con una dedicación humilde y desinteresada, acogiendo siempre, con disponibilidad para asumir los diferentes ministerios y servicios que hagan falta, con una gran voluntad de colaboración entre nosotros. Es decir, el ejercicio de la autoridad −que es un servicio para los demás− es un deber para el sacerdote. Las almas esperan el liderazgo de sus pastores. Ahora, si nosotros, los sacerdotes, por un “espíritu de timidez” nos retraemos de tal servicio, las almas a quienes debíamos conducir terminan extraviadas y pueden transformarse de ovejas en lobos, incluso devorando a sus mismos pastores. Por eso, como Juan Pablo Magno decía: “Vuestra autoridad en el ejercicio de vuestras funciones está ligada a vuestra fidelidad a la Iglesia que os las ha confiado … Vuestro campo de acción, que es vasto, es el de la fe y las costumbres, en el cual se espera que prediquéis a la vez con una palabra decidida y con el ejemplo de vuestra vida”[38]. Tened fe en vuestro sacerdocio…
“Queda fuera de duda que la función pastoral exige el ejercicio de una autoridad: el pastor es jefe, guía, maestro, pero inmediatamente viene una segunda exigencia y es la del servicio. La autoridad en el pensamiento de Cristo no está para beneficio de quien la ejercita, sino en provecho de aquellos a quienes se dirige. La autoridad es un deber y, sobre todo, un ministerio para los otros, a fin de conducirlos a la vida eterna. Esta función pastoral, si se realiza con este espíritu, lleva a su expresión más plena, esto es, al don fontal de sí, al sacrificio; precisamente como Jesús ha dicho y ha hecho: El buen pastor da la vida por sus ovejas[39]. En esta visión se encierra un conjunto de cualidades pastorales: la humildad, el desinterés, la ternura; pero también un conjunto de exigencias de arte pastoral, como el estudio de la teología pastoral, de la psicología, de la sociología, para evitar la ‘facilonería’ en las relaciones con cada una de las almas y con las comunidades”[40].
Con sapiencial acierto se ha hecho la siguiente observación a los sacerdotes: “Los fieles de la parroquia, o quienes participan en las diversas actividades pastorales, ven −¡observan!− y oyen −¡escuchan! − no sólo cuando se predica la Palabra de Dios, sino también cuando se celebran los distintos actos litúrgicos, en particular la Santa Misa; cuando son recibidos en la oficina parroquial, donde esperan ser atendidos con cordialidad y amabilidad[41]; cuando ven al sacerdote que come o que descansa, y se edifican por su ejemplo de sobriedad y de templanza; cuando lo van a buscar a su casa, y se alegran por la sencillez y la pobreza sacerdotal en la que vive[42]; cuando lo ven vistiendo con orden su propio hábito, cuando hablan con él, también sobre cosas sin importancia, y se sienten confortados al comprobar su visión sobrenatural, su delicadeza y la finura humana con la que trata también a las personas más humildes, con auténtica nobleza sacerdotal”[43]. No te avergüences, pues, del testimonio que has de dar de nuestro Señor…
Este programa implica, entre otras muchas cualidades, disponibilidad, lo cual lleva implícita la idea de sacrificarse[44]. El Verbo Encarnado dijo: Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere dará mucho fruto[45]. De aquí que el gran ‘carisma’ de la vida sacerdotal religiosa y misionera como la nuestra es el amor generoso −amor generoso a Cristo y a los miembros de su Cuerpo Místico−. Ese amor se expresa en el servicio y se consuma en el sacrificio. De aquí que nuestra disposición para la entrega será proporcional a nuestro amor, y cuando el amor es perfecto, el sacrificio es completo.
3. La fragilidad de la naturaleza
Ahora bien, cualquiera de nosotros, sea que esté recién ordenado o que lleve años de vida sacerdotal no habrá tardado mucho en notar sus propios límites humanos y la fragilidad de la naturaleza: el cansancio, la falta de inventiva, las deficiencias de carácter, la poca salud, los grandes desánimos que vienen por la indiferencia o las críticas o la falta de apoyo… A ello sumémosle las circunstancias ‘poco favorables’ para la misión sacerdotal en nuestro tiempo −algo innegable− junto a las innumerables tribulaciones apostólicas que se suceden una tras otra y parecen que nos quitan toda esperanza.
De hecho, quién hay de nosotros que no haya experimentado alguna vez el desaliento. Cuántos de nosotros por el árbol de las dificultades perdemos de vista el bosque de las cosas que están bien[46] y caemos en el más amargo pesimismo. Es una realidad, de la que el mismo Magisterio se ha hecho eco al hablar de “evangelizadores tristes y desalentados”[47]. Son los sacerdotes que trabajaron con celo al principio. Pusieron en juego los recursos de su apostolado. Predicaron. Dieron limosnas. Creyeron hacer cuanto debían. Pero una calumnia, una torcida interpretación de sus actos, la indiferencia con que sus trabajos eran acogidos, el odio quizá que despertaron, el consejo de los prudentes según la carne de “no apretar demasiado”, de “no exagerar la nota”, de “la necesidad de reservarse un poco”, de “que es inútil cuanto se haga”, de “que todo está igual”, etc., etc., y sobre todo la experiencia purificadora de la falta de apoyo fraternal, fueron abatiendo su espíritu, aflojando sus brazos, apagando su entusiasmo, cerrando y oscureciendo sus horizontes y así acabaron por hacer lo corriente y por caer en un triste desaliento.
Dentro de este panorama hay otro elemento del que no podemos prescindir, y esto quisiera enfatizarlo, y se trata de la fuerza sobreabundante del poder divino del sacerdocio de Cristo del cual participamos. Es una cuestión de fe. Y por eso, vuelvo a repetir aquí las palabras de Juan Pablo II: “Tened fe en vuestro sacerdocio. Es el sacerdocio de siempre, porque es una participación del sacerdocio eterno de Cristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre[48]”[49]. Eso no se nos puede perder de vista… Comparte mis trabajos por la causa del Evangelio mediante el poder de Dios, decía el apóstol.
No podemos dejarnos llevar por el desánimo ante un aparente fracaso en el apostolado. No podemos desistir tan fácilmente de la sublime obra de evangelización que se nos ha encomendado. Siempre tenemos que conservar en el alma el recuerdo de los beneficios del Señor y caminar en la esperanza. Dios no se arrepiente de sus dones. Ciertamente que, en el camino de la vida sacerdotal, como no podría ser de otro modo, hemos de encontrar la cruz y, evidentemente, como Cristo tendremos que sufrir los obstáculos que se encuentran en la predicación del Evangelio. Pero tenemos que levantar la mirada con confianza al que nos ha llamado y habita en nosotros y actúa en nosotros y por nosotros gracias al Espíritu Santo. Reaviva el carisma que está en ti… No te avergüences, pues, del testimonio que has de dar de nuestro Señor…
No porque haya dificultades, no por ‘la falta de talento’, no ‘porque los tiempos son malos’, no porque ‘nadie me escucha’, no porque ‘estoy solo’ (y tantas otras excusas reales o aparentes que solemos poner) hay que dejar de sembrar. “El ministerio sacerdotal está llamado a una actividad que no conoce cansancios”, decía Juan Pablo II, “… la gracia de Dios es el principal e incomparable apoyo”[50]. “Quien tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas… se mueve a impulsos del celo por las almas”[51]. Y sigue diciendo el Santo Padre: “En efecto, ¿cómo podemos descansar, si todos aquellos a quienes Cristo desea llamar suyos todavía no han oído hablar de su amor?”[52]. Por eso remata el derecho propio citando al Místico Doctor: “El alma que anda en amor no cansa ni se cansa”[53].
¡El Verbo Encarnado nos ha elegido! Cristo, el Mediador perfectísimo, Sumo y Eterno Sacerdote, que se identifica, en cierto sentido, con nuestras humildes personas, nos ha llamado y confía a nuestros pobres labios la potencia divina de su palabra. ¡Cuán saludable resulta al alma sacerdotal el fortificarse y arraigarse cada vez más a fondo en esa realidad sagrada!
Desde una perspectiva humana, las dificultades, las tribulaciones interiores, las circunstancias adversas, el encontrarse a cada paso con la propia flaqueza nos quieren hacer quitar la mano del arado y mirar hacia atrás[54]. Cuán fácil se vuelve en esos momentos y cuánto debemos cuidarnos de no caer en aquella tentación de convertirnos en aquel sacerdote “que siembra mezquinamente, haciendo lo menos posible con la excusa de no caer en el activismo, o porque la época es mala, o porque la familia no forma como antes, o por la acción malsana de los medios de comunicación social…, [y que] sólo sabe lamentarse: ‘aquí no se puede hacer nada’”[55].
La respuesta que se adecua a nuestro sacerdocio es otra: es la de la fe en el Verbo Encarnado y la confianza en su palabra que otra vez nos vuelve a decir: Echad las redes[56].
No podemos dejarnos llevar por el desánimo. ¡Somos misioneros y, por tanto, hombres de fe! Entonces, en los momentos de pesadumbre y desamparo, debemos levantar nuestra mirada para decirle a Cristo: ¡Señor, confío en Ti! Y en tu Nombre he de seguir echando las redes; aun a costa de sacrificios e incomprensiones, he de seguir proclamando sin temor alguno la verdad completa y auténtica sobre tu Persona, sobre la Iglesia que Tú fundaste, sobre el hombre y sobre el mundo que Tú redimiste con tu Sangre, sin reduccionismos y sin ambigüedades[57]; he de seguir con sed insaciable buscando a la oveja perdida; no he de bajar los brazos. Porque no nos ha dado Dios espíritu de timidez, sino de fortaleza y de amor y de templanza…
San Manuel González con magistral pluma pone en boca de Cristo estas palabras dichas a nosotros, sus sacerdotes: “¡Hombre de poca fe!… Conoces la historia de esas dos palabras, ¿verdad? […] Aquella escena del apóstol mío sumergiéndose en las aguas por falta de fe en Mí ¡se reproduce tanto!, y he tenido y tengo a tantos que repetir, desde mi Sagrario, al par que les doy la mano, para que no se ahoguen: ¡Hombre de poca fe!… ¡Encuentro tan poca fe viva en torno mío que algunas veces, muchas veces, podrían de nuevo mis Evangelistas escribir aquella desoladora frase: Porque ni sus hermanos creían en Él[58].
¿Podría explicarse de otro modo tanto desaliento de los míos, tanto criterio humano o terreno en materias de suyo sobrenaturales, tanto afán de premio de tierra, de comodidad de tierra, de honor de tierra, de vida de tierra, tanto lamentarse y entristecerse y desesperarse como si Yo no fuera Yo y no estuviera donde estoy, tanto contar con el hombre y con su pobre y desmedrado poderío y tan poco contar conmigo, tanto amor de sí y tan poco amor de Mí? …”[59].
“Sacerdote, que en tus visitas te lamentas tantas veces de lo infructuoso de tus trabajos, de lo estéril de tu sacrificio por tu pueblo, del desaliento de tu alma ante tanta deserción…
Sacerdote, que te cruzas de brazos o que estás a punto de dejarlos caer porque no puedes hacer nada. Cura que no predicas los días de fiesta porque te oyen pocos, que no das catecismo porque acuden pocos niños, que no te sientas en el confesonario temprano porque no vienen penitentes, que dejas las obras de celo emprendidas y no emprendes ninguna nueva porque ¡se consigue tan poco o nada! ¿has meditado en mi parábola del grano de semilla? ¿has reparado en el milagro que tantas veces he hecho y que otras tantas estoy dispuesto a repetir, de hacer grande todo lo chico que se siembre en mi campo?
¿Qué quisieras hacer cosas grandes y no puedes? Y es verdad: lo grande solamente lo hago Yo. Tú haz lo tuyo. ¿Cosas chicas? Ésas son las que te pido. Sacerdote mío, ¡a sembrar tu granito!, ¡entre muchos o entre pocos, con éxito pronto, tardío o nulo…! Lo demás… YO”[60]. Tened fe en vuestro sacerdocio…
Quizás ahora comprendemos un poco mejor la profundidad o el alcance de aquella paternal exhortación de San Juan Pablo II. Debemos tener fe en el poder de Cristo que actúa en nosotros y a través de nosotros, a pesar de lo que somos y abriéndose paso entre nuestras muchas debilidades y miserias, “aun en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”[61]. “Sin la fe, el Misionero no se entiende, no existe y, si existe, no es el verdadero Misionero de Jesucristo. El Misionero que quiere vivir y mantenerse a la altura de su vocación, debe nutrirse constantemente del espíritu de fe”[62], decía el Beato Paolo Manna a los suyos. “Si la fe se ofusca, también el celo disminuye de intensidad; asoman entonces, aún en los más fuertes, el cansancio y la depresión y se puede llegar hasta la desesperación y la pérdida de la vocación. Si el Misionero vive de fe, entonces es grande, es sublime, es divino; la Iglesia y las almas pueden esperar todo de él; ningún trabajo, ninguna dificultad lo asusta, ningún heroísmo es superior a sus fuerzas; si el espíritu de fe en él es lánguido y débil, él se agitará, sin embargo, trabajará, pero poco o nada le aprovecharán sus fatigas y el poco éxito de sus obras hechas sin ganas, aumentará la desconfianza y la depresión”[63].
De hecho, nuestro deber como sacerdotes es el de testimoniar la fe. Fe que se manifiesta, entre otras cosas, en el esfuerzo por santificarse a uno mismo y servir a Cristo en los otros a través de las obras de caridad; dándose generosamente al ministerio de la palabra, buscando los medios más aptos para que el evangelio llegue realmente a toda creatura[64]; siendo canales de gracia para comunicar la vida divina mediante la celebración asidua de los sacramentos; poniéndose totalmente a disposición de Dios para que “Él nos transforme en ofrenda permanente”[65]; siendo, finalmente, hombres de oración porque “nuestro pobre aliento únicamente es fecundo e irresistible si está en comunicación con el viento de Pentecostés”[66].
Con cuánta insistencia San Juan Pablo II urgía a los sacerdotes a reavivar “la ilusión, la esperanza, la gracia recibida en la ordenación sacerdotal. Recordad −nos decía− que actuáis tantas veces in persona Christi, in virtute Spiritu Sancti. Una fuerza interior que supera las capacidades humanas y que ha de llevaros −con humildad, pero con gran confianza− hacia vuestra propia plenitud interior, hecha madurez de vida en Cristo”[67]. Y otra vez: “os pido encarecidamente que continuéis ilusionados en vuestras tareas pastorales”[68].
Nunca el cansancio ni la desilusión deben empañar el frescor de donación que exige la vocación sacerdotal.
4. Confianza
Asimismo, las dificultades inevitables no deben mermar nuestra confianza. La vocación sacerdotal implica una participación en los sufrimientos de Cristo, por lo tanto, también nosotros hemos de ser purificados en el crisol de las tribulaciones apostólicas. Por eso, “ni el fracaso ni el éxito deben inducirnos a olvidar nuestra vocación de servidores. Debemos abandonarnos a Dios para que Él dé crecimiento a nuestra siembra cómo y cuándo Él lo quiera. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto[69].
“La confianza”, decía nuestro Padre Espiritual, “es el vértice de la esperanza fundada en la palabra de Cristo, que ha prometido su presencia y su ayuda”[70].
¿Qué significa esta confianza?
- Significa tener confianza ante todo en la obra de la gracia que actúa en lo íntimo de las conciencias. Lo importante es que nosotros seamos instrumentos dóciles y aptos para la gracia, aunque los efectos de nuestro esfuerzo ascético y de nuestro apostolado no sean siempre visibles.
- Significa, además, tener confianza en el poder de la oración. Por muy dolorosa que sea nuestra fragilidad, podemos al menos rezar y amar. “La historia de la Iglesia es en todos los tiempos tempestuosa, porque es una lucha del bien contra el mal, y también la vida del cristiano resulta angustiosa y difícil, porque camina en subida, llevando cada día su cruz. La fuerza interior viene de la oración cumplida en Cristo y con Cristo y, por tanto, con humildad y con espíritu de obediencia y dedicación”[71].
- Significa, finalmente, tener confianza en nuestra misma dignidad de sacerdotes, de religiosos. Manteniendo alejado todo sentimiento de orgullo vano, pero también sin atemorizarse por el ruido de las amenazas y pretensiones del mundo con sus errores y presiones.
Todos nosotros, en mayor o menor medida, conocemos la tribulación que deriva de ser pocos en un lugar de misión y estar sobrecargados de trabajo; conocemos −y no de oídas− lo que es la falta de medios; conocemos el peligro de la infidelidad en un mundo que nos rechaza; hemos experimentado la laceración de las críticas injustas y la lima de la incomprensión…
Sin embargo: “Sembrador, sembrador, cada vez que oigas rechinar las puertas del Sagrario girando sobre sus goznes, hazte cuenta que desde allá dentro te dicen:
Sembrador, siembra hoy también…
Siembra a pesar de los malos que ayer te persiguieron a cara descubierta; a pesar de los buenos que no te entienden, te interpretan mal y tratan de cansarte a fuerza de murmuraciones, reticencias y explosiones de celo amargo; a pesar de los achaques de tus años y de tu salud y de los cansancios e inconstancias de tus coadjutores y auxiliares…, a pesar de todo eso y, sobre todo, de tu amor propio herido y humillado, sigue sembrando hoy con la misma paz que el día de tus más copiosas cosechas”[72].
“Confiad, sí, porque Él lo quiere. Confiad, porque su victoria es prenda de nuestra victoria. Confiad, porque si es mucho lo que no podéis, es mucho, muchísimo más, lo que podéis”[73].
Ese es el secreto de nuestra confianza: cuando somos débiles, entonces somos fuertes; y cuanto más débiles seamos, más fuertes, porque más dejamos resplandecer la presencia y el poder de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Es la lógica envolvente surgida de la cruz.
* * * * *
A todos los amigos de Jesús hoy desalentados, llenos de miedos, quejas y desencantos:
¡Animo! No dejemos de agradecer a Dios el don del sacerdocio que nos ha dado y no nos desalentemos frente a los obstáculos. Ciertamente que la mies es mucha y los trabajadores son pocos, que hay mucho que hacer por la causa de Cristo todavía y mucho más de lo que nosotros podríamos llegar a hacer, pero una vez que hayamos rendido nuestra flaqueza en la fortaleza de Dios y nos hayamos encomendado a la protección de nuestra Madre Santísima ¡avancemos con confianza!
Debemos ser conscientes de que no lo podemos todo, por tanto, no tenemos que desalentarnos si no conseguimos todo lo que deseamos. Pero por otro lado debemos convencernos de que podemos más de lo que ordinariamente creemos que podemos, para así conservar o recobrar el valor y con él la alegría que siempre produce el trabajo que se sabe que sirve para algo.
Ensanchemos el pecho con una sólida y alentadora esperanza fundada en las palabras del mismo Cristo: mirad que yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo[74] sin preocuparnos por el camino acerca de lo que el mundo considera como éxito o fracaso, y así seremos fieles a la herencia sacerdotal de tantos otros que antes que nosotros siendo muy pocos, con escasos recursos y en medio de grandes dificultades, “se jugaron la vida para que otros tuvieran vida y esperanza”[75].
Concluyo con esta conocida oración del santo Obispo Manuel González que con tanto afán se dedicaba a la “obra de la resurrección” −como le decía él− de los curas desalentados y de corazón muerto por el pesimismo:
¡Madre Inmaculada! ¡Que no nos cansemos!
¡Madre nuestra! ¡Una petición! ¡Que no nos cansemos!
Si, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte,
aunque la flaqueza nos ablande,
aunque el furor del enemigo nos persiga y nos calumnie,
aunque nos falten el dinero y los auxilios humanos,
aunque vinieran al suelo nuestras obras y tuviéramos que empezar de nuevo…
¡Madre querida!… ¡Que no nos cansemos!
Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre,
con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades, para socorrerlos,
y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario,
ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado Dios.
¡Nada de volver la cara atrás!
¡Nada de cruzarse de brazos!
¡Nada de estériles lamentos!
Mientras nos quede una gota de sangre que derramar,
unas monedas que repartir,
un poco de energía que gastar,
una palabra que decir,
un aliento de nuestro corazón,
un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies,
que puedan servir para dar gloria a Él y a Ti y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos…
¡Madre mía, por última vez! ¡Morir antes que cansarnos!
[1] Cf. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]
[2] Ibidem.
[3] A los sacerdotes y religiosos en Kinshasa, Zaire (04/05/1980).
[4] Constituciones, 7.
[5] Sal 110, 4.
[6] Hb 4, 14.
[7] Hb 6, 20.
[8] Cf. Directorio de Espiritualidad, 123.
[9] Is 53, 5.
[10] Directorio de Espiritualidad, 125.
[11] 1 Tm 2, 5.
[12] Hb 8, 6.
[13] Directorio de Espiritualidad, 126.
[14] C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 2, 16.
[15] Cf. Presbyterorum Ordinis, 10.
[16] 2 Tm 1, 6-8.
[17] Exsultate Deo; DzS 1321, Dz 698.
[18] Cf. Directorio de Espiritualidad,133.
[19] Cf. 2 Tm 1, 6.
[20] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y seminaristas en Puerto Rico (12/10/1984).
[21] Jn 15, 124-15.
[22] San Juan Pablo II, Discurso a los obispos del Perú en visita ad limina, (04/10/1984).
[23] San Juan Pablo II, Al clero, religiosos, religiosas y laicos en Lima, Perú (01/02/1985).
[24] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y novicios en Antananarivo, Madagascar (30/04/1989).
[25] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Kinshasa, Zaire (04/05/1980).
[26] San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos comprometidos en Maputo, Mozambique (18/09/1988).
[27] Según el Catecismo de la Iglesia Católica, 1551, el modelo de esa santificación es “Cristo, que por amor se hizo el último y servidor de todos”.
[28] Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 1, 8.
[29] In Persona Christi, cap. 3, V.2.
[30] Constituciones, 254; 257.
[31] Cf. Directorio de Predicación de la Palabra, 17.
[32] 2 Tm 4, 2.
[33] Cf. Directorio de Espiritualidad, 33.
[34] Directorio de Espiritualidad, 253.
[35] Directorio de Espiritualidad, 133.
[36] Cf. Constituciones, 137.
[37] Cf. Presbyterorum Ordinis, 6.
[38] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Kinshasa, Zaire (04/05/1980).
[39] Jn 10, 11.
[40] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Todi, Italia (22/11/1981).
[41] Cf. Pastores Dabo Vobis, 43.
[42] Cf. Presbyterorum Ordinis, 17; CIC, can. 282; Pastores Dabo Vobis, 30.
[43] C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte II, cap. 3, 5.
[44] Cf. Directorio de Espiritualidad, 146.
[45] Jn 12, 24.
[46] Cf. Constituciones, 123.
[47] Cf. Evangelii Nuntiandi, 80; citado en Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.
[48] Hb 13, 8; Ap 1, 17ss.
[49] A los sacerdotes y religiosos en Kinshasa, Zaire, (04/05/1980).
[50] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Palermo, Italia (20/11/1982).
[51] Redemptoris Missio, 89.
[52] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos en Banjul, Gambia (23/02/1992).
[53] Directorio de Espiritualidad, 108; op. cit. San Juan de la Cruz, Puntos de amor reunidos en Beas, 18.
[54] Lc 9, 62.
[55] Directorio de Espiritualidad, 108.
[56] Lc 5, 4.
[57] Cf. Directorio de Espiritualidad, 63.
[58] Jn 7, 5.
[59] Cf. San Manuel González, Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario, cap. V.
[60] Ibidem.
[61] Constituciones, 30.
[62] Virtudes Apostólicas, cap. IV, Carta circular n. 6, 15 de septiembre de 1926.
[63] Ibidem.
[64] Cf. Mc 16, 15.
[65] Misal Romano, Plegaria Eucarística III.
[66] Constituciones, 18.
[67] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y seminaristas en Puerto Rico (12/10/1984).
[68] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y seminaristas en Madrid, España (16/06/1993).
[69] Jn 12, 24.
[70] A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Cágliari, Italia (20/10/1985).
[71] Ibidem.
[72] San Manuel González, Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario.
[73] San Manuel González, Lo que puede un cura hoy, cap. II.
[74] Mt 28, 20.
[75] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 270; op. cit. Vita Consecrata, 105.