“La caridad es imprescindible para evangelizar la cultura”

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“La caridad es imprescindible para evangelizar la cultura”
Constituciones, 174

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

Conforme a nuestro carisma de “enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano”[1], nuestro apostolado ha de ser el de dedicarnos “a la predicación de la Palabra de Dios más tajante que espada de dos filos en todas sus formas”[2]. Y de entre los numerosos ejemplos con que el derecho propio ilustra los medios por los que hemos de llevar a cabo nuestra misión –la enseñanza y el estudio, las misiones populares, los ejercicios espirituales, la formación cristiana de niños y jóvenes– se destacan excelsas las “obras de caridad con los más necesitados (niños abandonados, minusválidos, enfermos, ancianos)”[3]. Por tanto, podemos decir también que la caridad especialmente con los más necesitados es nuestra prédica.

Así, en una sociedad en la que la ciencia y la tecnología –con todas sus aplicaciones– avanzan vertiginosamente, y no obstante el desarrollo social e industrial que abarca grandes sectores de la sociedad, aún perduran la pobreza, el dolor, la enfermedad, el sufrimiento físico y moral, la falta de sentido y la soledad, engendrando nuevos pobres, que sufren tanto o quizás más que las poblaciones rurales y urbanas de los siglos pasados[4], las obras de caridad se vuelven un medio aptísimo y eficaz de evangelización.

Por eso se nos manda “privilegiar la atención de pobres, enfermos y necesitados de todo tipo, porque la caridad de Cristo nos urge[5], practicando concretamente la caridad, como testimonio”[6]. De modo tal que las obras de misericordia, sobre todo con discapacitados, se convierten en uno de los elementos no negociables adjuntos al carisma de nuestro Instituto y eso no lo debemos perder de vista.

Estemos ciertos que –como decía San Luis Orione– “la Iglesia y la sociedad tienen hoy necesidad de almas grandes, que amen a Dios y al prójimo sin medida, y que se consagren como víctimas a la caridad, que todavía es aquella que puede hacer retornar a los hombres a la fe”[7]. Pues es “la caridad la que abre los ojos de la fe y enfervoriza los corazones de amor hacia Dios”[8]. De aquí que con incontenible ímpetu nuestras Constituciones nos exhortan a este magnífico apostolado diciéndonos: “la caridad, sólo la caridad salvará al mundo”[9].

Quisiera entonces, como expresión de sentido aprecio y complacencia sincera, dedicar esta líneas a nuestros religiosos que con gran generosidad se dedican a la difícil y exigente misión de cuidar todo el día y todos los días a “los predilectos de Jesús”[10] –los discapacitados, los huérfanos, los enfermos, los ancianos, los hambrientos, los inmigrantes, los atribulados de cualquier modo–, dando así un testimonio espléndido del amor de Dios por los hombres, “a imitación del Verbo Encarnado, el Misionero del Padre, enviado a los pobres”[11].

Mas también quisiera que esta carta circular sirva para inspirar a todos los religiosos del Instituto –novicios, seminaristas, hermanos, sacerdotes– a que movidos por el amor y ejemplo sublime de Cristo que nos amó hasta el extremo[12], quieran emplearse al regio oficio de testimoniar fielmente al divino Samaritano en el servicio concreto a los más pobres, abandonados, ancianos, discapacitados, huérfanos, etc., en las distintas misiones que tiene nuestro Instituto y en las muchas otras que todavía nos aguardan.

1. Piezas claves

Los Padres Capitulares del último Capítulo General haciéndose eco de la gran estima con que el derecho propio considera a los religiosos que se dedican a las obras de misericordia, al punto tal que los llama “piezas claves del empeño apostólico de nuestro Instituto”[13] “por su mayor participación e imitación en el radicalismo del anonadamiento del Verbo de Dios”[14], reconocían el “inmenso bien que es para el Instituto y para sus miembros el poder dedicarnos a las obras de misericordia”[15].

Pues si bien es cierto que son precisamente las obras de misericordia espirituales las que están más en sintonía con nuestro fin específico de evangelizar la cultura, y son las que difunden mayormente el bien[16]; no es menos cierto que también nos dedicamos a la práctica de las obras de misericordia corporales, porque nuestro Redentor así lo hizo, demostrando su doctrina compadeciéndose de la humanidad dolida. Es en este sentido, que tanto una como otra “deben ser una preocupación de todo miembro del Instituto del Verbo Encarnado”[17], y debemos estar persuadidos de que este “sigue siendo el camino real para la evangelización”[18].

Nos ayudará a entender el por qué los religiosos dedicados a las obras de misericordia son considerados piezas claves del empeño apostólico del Instituto y a comprender que éstas “están en el corazón del Instituto”[19] si contemplamos algunos de los innumerables beneficios que las obras de caridad reportan: 

a) respecto de la concreción del carisma: las obras de misericordia tienen un insustituible valor testimonial en toda cultura y circunstancia. En países donde la proclamación explícita del Evangelio está prohibida y la única forma de hacerlo es a través del testimonio silencioso de los religiosos, las ventajas son manifiestas. De hecho, cuán interpelante resulta para todos, por ejemplo, el testimonio de nuestros religiosos que atienden y asisten de mil maneras a los niños huérfanos y discapacitados en lugares de mayoría musulmana como son Egipto, Belén y Jordania. Pero también en aquellos países donde se puede predicar con la palabra, las obras de misericordia nos permiten corroborar con obras lo que se anuncia[20]. Ya que el hombre contemporáneo, aunque esté condicionado por múltiples atractivos de una sociedad a menudo opulenta e inclinada al egoísmo –y tal vez precisamente por esto–, es más sensible que nunca a los gestos de amor desinteresado, como lo testimonian incansablemente todas las personas que visitan y aún los mismos beneficiados en los 10 Hogarcitos que atienden nuestros religiosos.

b) para los religiosos mismos y, por ende, para todo el Instituto: porque en ellas [las obras de misericordia] se vive la predilección de Jesucristo por los pobres y pequeños, ellas son escuela de vida de fe para los religiosos, allí se aprende la presencia y acción de la Providencia Divina, en lo material y principalmente en lo espiritual. De ellas brota un caudal incalculable de bienes espirituales para toda la Familia Religiosa[21], ya que “el ministerio, desempeñado siempre con fe viva y caridad, contribuye a la propia santificación”[22], y, por tanto, los religiosos destinados allí son los guardianes de este depósito[23].

Por ello es un grave abuso y una ofensa a la Bondad divina considerar la labor allí como un “destino de menor categoría”, o incluso “de castigo”. Es todo lo contrario: la dedicación de los religiosos con las personas que sufren hace creíble y atractivo el sacerdocio y la vida religiosa. Y es siempre fuente de conversiones, porque el amor de Dios, cuando es visible en quien atiende al que sufre, llama la atención más que el sufrimiento de quien padece. Además, este apostolado es fuente pródiga de vocaciones. Porque Dios siempre ha de enviar quienes se ocupen de sus pobres y más necesitados, siempre que se les atienda como Él espera[24].

Sumada a estos beneficios debemos mencionar la hermosa oportunidad de colaboración y trabajo en común con las hermanas Servidoras en varios Hogarcitos, lo cual nos permite solidificar el lazo de unión como Familia Religiosa y dar testimonio silencioso pero elocuente del amor sobrenatural que nos anima.

Consiguientemente, todos los religiosos de nuestro querido Instituto debemos tener las obras de misericordia bien ancladas en nuestra mente y en nuestro corazón. Lo cual se expresará en la colaboración concreta que podamos brindar, en visitas a ayudar, y en el aprovecharse de la fuerte experiencia espiritual que proporciona el dedicarse más intensamente a ellas por tiempos determinados, por ejemplo, durante los períodos sabáticos[25].

Ciertamente que un lugar privilegiado para practicar estas obras son los Hogarcitos. Pero la práctica de la caridad concreta no puede reducirse sólo a estas casas de misericordia. La preocupación por practicar las obras de misericordia corporales y espirituales debe ser constante en todo religioso, buscando cómo realizarlas en la propia misión, qué nuevas obras emprender, a qué nuevos flagelos y pobrezas nos pide Dios responder[26]. Sin pretender ocuparse de una forma particular de pobreza con exclusión de las otras.

Tengamos siempre muy presente que “servir a los pobres es un acto de evangelización y, al mismo tiempo, signo de autenticidad evangélica y estímulo de conversión permanente para la vida consagrada, puesto que, como dice san Gregorio Magno, ‘cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos, entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya que, si con benignidad desciende a lo inferior, valerosamente retorna a lo superior’”[27].

“Por eso es recomendable que todas las jurisdicciones religiosas preparen a sus miembros en este tipo de obras para afirmar con el ejemplo concreto lo que se proclama con la palabra. Ya que, como enseña Benedicto XVI, la actividad caritativa es parte esencial de la misión de la Iglesia”[28].

Por tanto, nuestros seminaristas especialmente –como se nos enseñó en los inicios–, pero también vale el aviso para los hermanos y los novicios, “deben cultivar un amor preferencial por los pobres, en los que de modo especial Cristo se halla presente[29], y un amor misericordioso y lleno de compasión por los pecadores”[30]. Por otra parte, quienes son responsables de la formación, deben proveer de oportunidades concretas y de gran variedad para que los formandos se ejerciten “de manera personalizada”[31] en tan precioso ministerio[32]. Ya que dada la naturaleza apostólica de nuestro Instituto no es descabellado pensar que quizás en muchos lugares las obras de misericordia serán la principal, y a veces única, obra apostólica que se pueda emprender[33].

Por otra parte, persuadámonos todos que el ejercicio de las obras de misericordia tan inherente a nuestra misión, a la vez requiere y nos brinda un campo vastísimo para el ejercicio de muchas virtudes. De entre ellas, en esta ocasión, deseo destacar sólo tres: fe, caridad y abandono en la Divina Providencia y que son las que estimo deben sobresalir en nuestra labor caritativa.

a) Fe: El apostolado de las obras de misericordia, como cualquier otro apostolado, requiere de una gran dosis de fe. Una fe que siguiendo la lógica de la Encarnación nos haga descubrir “en todo hombre al mismo Verbo que se hizo carne por nosotros”[34].

 En efecto, quién ha de negar la fe que ostentan los religiosos, quienes dejándolo todo y sin retroceder jamás curan heridas purulentas; quienes se pasan las noches enteras velando al pie de la cama de un niño no cristiano; quienes reciben como a hijos a aquellos a quienes la vida ha herido para mostrarles el amor de Dios; quienes con gran espíritu sobrenatural emprenden obras en favor de los olvidados de la sociedad sin distinción de edad o de condición (“No preguntamos de dónde vienen, sino si tienen algún dolor”[35]); quienes no escatiman los medios para darles la mejor instrucción y atención posible y cuidan que nada les falte, ya sea medicina, ya sea abrigo, un dulce o una caricia. Y todo por la fe inquebrantable en Aquel que dijo: cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis[36], porque para ellos (como para nosotros), servir a los necesitados es atender a Cristo en su carne. “Ese es el motivo místico y evangélico que transfigura el semblante de una persona pobre y hambrienta, de un niño enfermo, de un leproso o de un enfermo en su lecho de muerte, en el misterioso semblante de Cristo”[37]. Eso no lo podemos perder nunca de vista.

 Por tanto, lo nuestro es saber ver en todo cuerpo dolorido de un enfermo, en los ojos tristes de un niño abandonado, en las manos extendidas del pobre o del hambriento, en las lágrimas de la viuda o en las penas que aquejan a los inmigrantes, en el miedo a la soledad de los ancianos, en los hombres que transitan desconcertados y apesadumbrados por las calles de las grandes ciudades al Ecce Homo presentado ante Pilatos y con la luz de la fe saber decir: Ecce Christus!

San José Benito Cottolengo llamaba a sus hogares “casas de la fe”[38], lo mismo debería decirse de todas nuestras casas de misericordia.

Hago mías las palabras que San Luis Orione dirigía a los suyos: [hacen falta] sacerdotes misioneros de “fe que hagan de la vida un apostolado fervoroso en favor de los miserables y de los oprimidos, como es toda la vida y el Evangelio de Jesucristo… aquella fe divina, práctica y social del Evangelio, que dan al pueblo la vida de Dios y también el pan. Si hoy queremos trabajar útilmente para que el siglo vuelva hacia la luz y la civilización, a la renovación de la vida pública y privada, es necesario que la fe resucite en nosotros y nos despierte de este sueño ‘que casi, es más que muerte’. ¡Es necesario un gran renacimiento de fe, y que salgan del corazón de la Iglesia nuevos y humildes discípulos de Cristo, almas vibrantes de fe, los changadores de Dios, los sembradores de la fe! Y debe ser una fe aplicada a la vida. ¡Se necesita espíritu de fe, ardor de fe, ímpetu de fe; fe de amor, caridad de fe, sí, fe; sacrificio de fe!”[39]. ¿Quién hay de nosotros que lea estas palabras y no las sienta especialmente dirigidas a él?

 b) Caridad: como “el Evangelio se hace operante mediante la caridad, que es gloria de la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor”[40] el derecho propio nos enseña que “los pobres son Cristo: ‘representan el papel del Hijo de Dios’[41]; los peregrinos son Cristo: ‘recíbaselos como al mismo Cristo’[42]; los niños son Cristo, el que los recibe a mí me recibe[43]; en todo hombre está ‘Jesús oculto en el fondo de su alma’[44][45].

Para nosotros, como no puede ser de otra manera, “amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. De modo tal que si –por un imposible– en nuestra vida omitiéramos del todo la atención del otro, queriendo ser sólo ‘piadosos’ y cumplir con los ‘deberes religiosos’, se marchitaría también la relación con Dios. Sería únicamente una relación ‘correcta’, pero sin amor. Sólo la disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, nos hace sensibles también ante Dios”[46].

Por tanto, lo nuestro es “amar a Dios manifestándolo en el amor concreto a los hermanos, ya que es el único medio posible de amar a Dios, según nos enseñó Jesucristo, como además afirma el apóstol: quien dice que ama a Dios y no ama a sus hermanos, es un mentiroso[47].

“Para hacer esto –recuerda don Orione– es preciso estar ‘llenos de la caridad dulcísima de nuestro Señor’ mediante una vida espiritual auténtica y santa”[48]. Por tanto, nuestras obras de caridad no serán jamás un mero gesto filantrópico, ni tampoco “deberían limitarse a un servicio meramente técnico de distribución”[49], ni mucho menos se trata “de una especie de actividad de asistencia social”[50] sino que hoy y siempre deben ser expresión tangible del amor providente de Dios. Y esto es así porque ‘las obras sin la caridad de Dios que les infunda valor ante Él, no valen nada’”[51]. Recordemos aquí el sabio aviso del Magisterio de la Iglesia que el derecho propio hace suyo: “No basta con dar a los pobres, hay que darse a sí mismo”[52] a fin de ser signo legible de ese Dios que es amor y se entregó por nosotros.

Quisiera enfatizar además algo que resulta de capital importancia para quienes se desempeñan como misioneros dedicándose a las obras de misericordia, y es la exhortación paternal del derecho propio a cultivar un amor materno hacia el prójimo[53], para “poder servirlo con caridad tanto en el alma como en el cuerpo. En efecto, con la gracia de Dios –decía San Camilo de Lelis– deseamos servir a los enfermos con el afecto que una madre amorosa suele tener hacia su hijo único enfermo”[54]. La misma aspiración deberíamos tener nosotros respecto de cualquier alma en necesidad. Ya que todas las “obras de caridad deben hacerse con caridad[55], es decir con cordial ternura, sensibilidad y sin demoras.

Ahora bien, debe quedar bien entendido que “la atención de las necesidades de los hombres no implica dejar o descuidar el servicio de Dios mediante la oración. Es justamente la oración la que permitirá volcarnos mejor al servicio de los hombres; porque la oración permite descubrir a Dios en el prójimo”[56].

Por último, respecto de la caridad en la práctica de las obras de misericordia recomiendo vivamente la lectura o relectura –orante y concienzuda– de la segunda parte de la Encíclica Deus caritas est de Su Santidad Benedicto XVI que es la carta magna para aquellos que trabajan en obras de misericordia corporales y cuya doctrina el derecho propio hace suya desarrollándola extensamente en los puntos 39-67 del Directorio de Obras de Misericordia.

c) Confianza en la Divina Providencia: La visión apostólica con que el Instituto asume el maravilloso apostolado de las obras de misericordia en cualquier parte del mundo nos debe animar a emprenderlo con gran confianza en la Divina Providencia que al enviar a sus apóstoles les dijo no tengáis ni oro ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias ni bastón; porque el obrero es acreedor de su sustento[57]. Consiguientemente, Dios será siempre quien cuidará de sus pobres[58].

Recordemos que lo nuestro “es el confiar sin límites en la Providencia”[59], el rendir “un culto incesante a la Divina Providencia”[60] con nuestra propia vida de consagrados y misioneros porque aquel Padre lleno de bondad que se ocupa de los pájaros y de las flores del campo[61], no abandonará a los que con tanta confianza se entreguen a Él[62]. Por eso, en todos nuestros hogarcitos “la Reina es [y debe ser siempre] la Divina Providencia que nos provee de todo lo necesario y más, como para que podamos hacer limosna, además”[63].

Sobre esto baste repetir aquí lo que enseñaba el P. Luis Smiriglio, FDP, quien fundó los Hogarcitos en Argentina y que de alguna manera relata nuestra experiencia en cualquiera de nuestros Hogarcitos: “De esto somos testigos nosotros: no nos empobrecemos dándole a Cristo; al contrario, sea dicho a mayor honra y gloria de Dios que, cuanto más damos, más tenemos para dar. Y esto puede verificarse en cualquiera de los Hogarcitos, porque no es que suceda en uno u otro lugar, sino en todas partes; y no es que Dios haya sido pródigo con nosotros en tiempo de abundancia, sino siempre, constantemente: Dios es siempre bondadoso. Dios nunca se deja vencer en generosidad. […] ¿Está mal si les repito por enésima vez que en los Hogarcitos nos hemos de cuidar de las riquezas como de la peste? ¿Estará mal repetirles que, si un día los Hogarcitos se tuvieran que fundir, no será por pobreza, sino por riqueza? Sí, así como suena: por riqueza, no por pobreza. Dios nos libre de acumular riquezas en los Hogarcitos, sería nuestra muerte: no acumuléis tesoros en la tierra[64]. A nosotros el Señor nos asignó la misión de dar, es decir, reservó para nosotros lo mejor, porque es mejor dar que recibir[65]. Demos, pues, con toda liberalidad. […] Nosotros tengamos el coraje de vivir al día como Jesucristo manda: no os preocupéis por el mañana[66]. Sé que para practicar esto se ha de tener una gran confianza en la Divina Providencia. Y bien, si esa confianza no la tenemos nosotros, díganme ustedes, ¿quién la ha de tener?”[67].

Como corolario de estas tres virtudes debe resplandecer en todas nuestras obras de caridad una gran alegría sobrenatural. Ante todo, en los religiosos empleados en ellas, porque hay más alegría en dar que en recibir[68] y quien practica la misericordia, hágalo con alegría[69] como “alegre sacrificio para obtener la íntima unión con Dios”[70]. Y también en los favorecidos, al experimentar que son amados por Dios a través del religioso que los socorre, que los atiende, que los escucha y acompaña; pues el sentirse amado siempre produce consuelo y alegría. ¡Que nuestros hogares sean siempre un faro que irradie alegría!

2. Nuestros bienhechores 

Como acabamos de decir, todas nuestras obras están fundadas en la confianza ilimitada en la Divina Providencia, lo cual conlleva, entre otras cosas, el pedir limosna. Ese es el espíritu que nos ha sido legado y así lo queremos seguir haciendo por el importante valor apostólico que el testimonio de pobreza comporta. Y porque nos ayuda a los religiosos a vivir pendientes, esto es dependiendo totalmente, de la Divina Providencia, y a rezar específicamente por quienes nos ayudan[71].

Esto nos ha permitido entrar en contacto con innumerables almas que generosamente han contribuido y contribuyen de mil modos con nuestras obras de caridad. En verdad, ellos son para nosotros “el banco y las manos generosas de la Divina Providencia”[72].

Por tanto, no podemos hablar de las obras de misericordia que realiza el Instituto sin mencionar a los bienhechores o benefactores de éstas. Pues la Divina Providencia nos ha bendecido en todo el mundo con gran cantidad de almas que testimoniando la alegría que hay en el dar, han sido y son muy pródigas con los preferidos del Corazón de Jesús: los pobres y los religiosos[73]. Con todos ellos debemos estar muy agradecidos en el tiempo y en la eternidad por tan larga caridad.

Hoy quisiera, no obstante, mencionar brevemente un aspecto quizás poco contemplado en las obras de misericordia y que es acerca del gran provecho que trae consigo la limosna que por amor a Dios se da al pobre para la misma persona que da.

Nuestro querido San Juan Pablo Magno escribió: “El amor misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de los padres que mantienen y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo, en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado[74]. Ya que aquel que da limosna (que practica una obra de misericordia) al mismo tiempo experimenta la misericordia de quienes la aceptan.

“Dios ama a los pobres –dice San Vicente de Paúl– y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres ya que, cuando alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende ese afecto a los que dan a aquella persona muestras de amistad o de servicio”[75]. Y por eso quien tiene misericordia con los pobres ha de tener la firme esperanza de que Dios tenga misericordia con él, en atención a los pobres. De esto se sigue que las obras de misericordia sean la segunda tabla de salvación para quienes han pecado después del bautismo; ya que las obras de misericordia, hechas por amor de Dios, borran los pecados y limpian el alma[76].

Por eso decía San Juan Bautista de la Concepción que un “pedazo de pan [dado a los pobres] no vale menos que cielo, y con cielo se paga en esta vida y en la otra”[77]. Y procediendo así nuestro Buen Dios hace “agentes de su cielo y de su hacienda a los pobres”[78]. Luego de lo cual arguye el santo: “Eso quiere Dios y por eso los puso [sus bienes y el mismo reino de los cielos] en manos menesterosas, porque lo den barato y lo arrojen en la calle y en casa del rico y poderoso”[79].

Nuestra vida de pobreza y el hecho de que nuestras obras de misericordia sean pobres y dependan enteramente de la Providencia Divina es un gran beneficio para los ricos; pues en nosotros y en nuestras obras de caridad pueden encontrar el medio que los conduzca a la posesión del máximo Bien que es Dios nuestro Señor. Por eso dice la Sagrada Escritura: El misericordioso se hace bien a sí mismo; el de corazón duro, a sí mismo se perjudica[80].

Esa es la visión sobrenatural que debemos saber inculcar a nuestros bienhechores y voluntarios, y acerca de la cual nosotros mismos debemos estar convencidos, para que no dejen pasar ni mucho menos desechen la preciosa oportunidad de socorrer al pobre, cualquiera sea la necesidad.

Esto requiere que nosotros, movidos con gran caridad apostólica, aprendamos a asociar a los designios de la Providencia a muchas más almas dándoles la oportunidad de practicar la limosna. “La caridad cuenta con reservas que los cálculos humanos no conocen”[81], decía Don Orione. Entonces, es también nuestro objetivo el abrir cada vez más las puertas a las personas que lo necesiten; y por consiguiente ocupar muchas manos y recurrir a muchas más almas generosas a que den de su tiempo, de sus talentos y de su haber para colaborar en la obra caritativa del Instituto. Dicho en otras palabras, se trata de ampliar el círculo del bien, porque la caridad es difusiva.

Muchos de Ustedes habrán constatado el inmenso bien que se les hace a los jóvenes, a los profesionales, a los más pudientes, cuando de alguna manera se los hace partícipes de tan magnífica obra de misericordia como son nuestros hogares. Pues, eso mismo, ya es un gran apostolado que gracias a la relación que se establece con los benefactores continúa dándonos numerosas ocasiones de acercarlos a Dios, de instruirlos, de procurarles el bien espiritual. Son muchísimos los casos de personas que a través de la colaboración directa o indirecta (a través de donaciones) con nuestras obras de caridad, han podido recuperarse de profundas tristezas, se han convertido a la fe, han descubierto su vocación y, en no pocos casos, han ido haciendo reparación por alguna culpa y retornado al buen camino.

El Verbo Encarnado nos dijo: pobres habrá siempre entre vosotros[82]. Por tanto, las obras de caridad siempre serán necesarias. Empeñémonos entonces en dar a muchas más almas la oportunidad de ser esas personas a través de las cuales el Señor recobra de la miseria al pobre[83] y con largueza da a los pobres[84].

De nuestra parte será siempre nuestra obligación el “atender con consideración a los benefactores, rezar por ellos, y darles a conocer la obra que se realiza con su cooperación”[85]. Y cualquiera sea la contribución que nos brinden debemos hacerlos a todos objeto del mismo título de fervoroso agradecimiento, sin ser jamás tributarios[86].

 

* * * * *

Queridos hermanos, deseo animarlos a que continúen con gran celo y magnanimidad la obra preciosa de caridad que realizan.

En verdad, la situación de tantos hombres, mujeres, jóvenes y niños que padecen dolor, hambre, soledad, pobreza material y espiritual, etc., no nos puede dejar indiferentes ni puede ser algo que se puede descuidar, ni mucho menos considerarse algo incómodo o superior a nuestras posibilidades de asistencia solícita. Lo nuestro es ser como el Buen Samaritano que se detiene junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea y ser compasivos; no sólo cuando es emocionalmente reconfortante o conveniente, sino también cuando es exigente e inconveniente[87]

No disminuyamos ni interrumpamos nunca nuestros esfuerzos por trabajar por el bien integral del hombre, descubriéndole su naturaleza, su dignidad, su vocación, sus derechos inalienables, su libertad, su destino eterno logrando la meta de la fe, y así lograr la salvación de sus almas[88].

¡Mucho ánimo! “A trabajar con humildad, con simplicidad y fe, y luego adelante en el Señor, sin turbarnos jamás. ¡Solo Dios es quien conoce las horas y los momentos de sus obras y tiene todo y a todos en sus manos! Adelante con fe vivísima, con confianza total y filial en el Señor y en la Iglesia”[89].

Y, parafraseando lo que el Santo de la Providencia le decía a un amigo, quisiera decirles: “Manténganse de buen ánimo, de buen ánimo siempre. Porque al hombre alegre el cielo lo ayuda”[90]. Muchos bienes nos pueden faltar en esta vida, pero dentro de nosotros tenemos un bien que sobrepasa todos los bienes posibles: Dios, y es Él quien puede darnos una alegría incalculable. Todo depende de la fe, de actos de fe viva, de esperanza sólida, de ardiente caridad[91].

La Virgen Santísima, Madre de la Divina Providencia, los cuide mucho y los haga experimentar –incluso sensiblemente– su amor maternal que todo lo dispone y provee con previsor afecto para el bien de sus hijos predilectos.

¡Ave María y adelante!

 ¡Feliz día de todos los santos!

Un fuerte abrazo para todos, en el Verbo Encarnado,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de noviembre de 2018 – Solemnidad de todos los Santos
Carta Circular 28/2018

 

[1] Constituciones, 31.

[2] Constituciones, 16; op. cit. Heb 4, 12.

[3] Ibidem.

[4] Las Notas del VII Capítulo General, 107 señalan que “hay hoy muchas nuevas formas de pobreza, como la falta de sentido, la soledad, la pobreza extrema en las grandes ciudades, las personas que necesitan recomponer sus vidas y no tienen cómo ni dónde, etc”.

[5] 2 Cor 5, 14.

[6] Constituciones, 174.

[7] El espíritu de Don Orione, vol. I, 18.

[8] San Luis Orione, Scritti 4, Carta del 19/03/1923; p. 280. 

[9] Constituciones, 174; op. cit. San Luis Orione, Saludo natalicio de 1934, citado en En Camino con Don Orione, Ed. Provincia Nuestra Señora de la Guardia 1974, T. I, 96.

[10] El espíritu de Don Orione, Vol. I, 46.

[11] San Juan Pablo II, Al capítulo general de la Congregación de la Misión (Lazaristas o Paúles), (30/06/1986).

[12] Jn 13, 1.

[13] Constituciones, 194.

[14] Directorio de Evangelización de la Cultura, 164.

[15] Notas del VII Capítulo General, 105.

[16] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 17.

[17] Directorio de Obras de Misericordia, 72.

[18] Directorio de Evangelización de la Cultura, 157; op. cit. Benedicto XVI, Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la IVª asamblea eclesial nacional italiana, Feria de Verona, (19/10/2006).

[19] Notas del VII Capítulo General, 106.

[20] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 70.

[21] Cf. Notas del VII Capítulo General, 105.

[22] Directorio de Seminarios Mayores, 198; op. cit. CIC, c. 245, § 1.

[23] Cf. Notas del VII Capítulo General, 105.

[24] Cf. Ibidem.

[25] Cf. Notas del VII Capítulo General, 106.

[26] Cf. Ibidem.

[27] Vita Consecrata, 82; op. cit. Regula pastoralis 2, 5: PL 77, 33.

[28] Directorio de Obras de Misericordia, 69. A su vez, el Directorio de Seminarios Mayores, 13 enseña: “Formarse para el sacerdocio es aprender primordialmente de la caridad pastoral de Cristo, es prepararse por amor de Cristo a apacentar su rebaño” la cual debe conducir al religioso al don total de sí mismo.

[29] Cf. Mt 25, 40.

[30] Directorio de Seminarios Mayores, 238.

[31] Directorio de Obras de Misericordia, 72.

[32] Cf. Notas del VII Capítulo General, 80.

[33] Cf. Ibidem.

[34] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 73.

[35] San Luis Orione, citado por P. C. Buela, IVE, Mi Parroquia – Cristo Vecino, II Parte, VIII, B.2.

[36] Mt 25, 40.

[37] Cf. San Pablo VI, Al conferir el premio por la paz Juan XXIII a la Madre Teresa de Calcuta, (06/01/1971).

[38] Benedicto XVI, Audiencia General, (28/04/2010).

[39] Cf. San Luis Orione, La scelta dei poveri più poveri. Scritti spirituali, a cargo de A. Gemma, Città Nuova, Roma, 1979, pp. 220-221.

[40] Vita Consecrata, 82.

[41] San Vicente de Paúl, Cartas, XI, 32; ES, XI, 725.

[42] San Benito, Santa Regla, LIII, 1.

[43] Mt 18, 5.

[44] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. IX, Ed. Apostolado Mariano, Sevilla, 1983.

[45] Directorio de Obras de Misericordia, 74.

[46] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 37.

[47] Directorio de Obras de Misericordia, 15; op. cit. cf. 1 Jn 4, 20.

[48] San Luis Orione, Scritti, 70, 231; citado por Benedicto XVI, Visita al centro Don Orione en Monte Mario, (24/06/2010).

[49] Directorio de Obras de Misericordia, 41; op. cit. Deus caritas est, 21.

[50] Directorio de Obras de Misericordia, 42; op. cit. Deus caritas est, 25.

[51] San Luis Orione, A las pequeñas Hermanas Misioneras de la caridad, (19/06/1920), p. 141, citado por Benedicto XVI, Visita al centro Don Orione en Monte Mario, (24/06/2010).

[52] Directorio de Obras de Misericordia, 212; op. cit. Deus caritas est, 34.

[53] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 141.

[54] San Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del 450° aniversario del nacimiento de San Camilo de Lelis, (15/05/2000).

[55] Giorgio Papasogli, Vida de Don Orione, p. 132.

[56] Directorio de Obras de Misericordia, 35. “Por supuesto que en caso de extrema necesidad hay que aplicar lo que enseña San Vicente de Paúl: ‘El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora… Y no tengáis ningún escrúpulo ni remordimiento de conciencia si, por prestar algún servicio a los pobres, habéis dejado la oración; salir de la presencia de Dios por alguna de las causas enumeradas no es ningún desprecio a Dios, ya que es por Él por quien lo hacemos”.

[57] Mt 10, 9-10.

[58] Directorio de Obras de Misericordia, Apéndice 1, 223.

[59] Directorio de Espiritualidad, 67.

[60] Constituciones, 63.

[61] Cf. Mt 6, 25-34.

[62] Constituciones, 63.

[63] P. C. Buela, IVE, Mi Parroquia – Cristo Vecino, II Parte, VIII, B.2.

[64] Mt 6, 19.

[65] Cf. Act 20, 35.

[66] Mt 6, 34.

[67] P. Luis Smiriglio, FDP, Limosnas, s.e. 1978 citado en Mi Parroquia – Cristo Vecino, II Parte, VIII, B.2.

[68] Cf. Act 20, 35.

[69] Directorio de Espiritualidad, 206; op. cit. Rom 12, 8.

[70] Constituciones, 59.

[71] Cf. Notas del VII Capítulo General, 55.

[72] Cartas de Don Orione, Vol II, 58, Buenos Aires, diciembre de 1934.

[73] Don Orione decía: “si hay alguien del cual se puede decir que es amado por el Señor, y amado con especial predilección, somos nosotros los religiosos, que, preferidos entre otros y sin ningún mérito nuestro en particular, hemos sido quitados de la Babilonia de este horrible mundo y llamados a la vida religiosa… para unirnos más íntimamente con Dios y llegar, en breve tiempo, a una gran santidad y perfección”. Cf. Carta 54, (28/03/1932).

[74] Dives in Misericordia, 14.

[75] San Vicente de Paúl, Carta 2, 546. Correspondance, entretiens, documents, Paris 1922-1925, 7. Tomado del oficio de lectura correspondiente al 27 de septiembre.

[76] Cf. P. Luis Smiriglio, FDP, Limosnas, s.e. 1978 citado en Mi Parroquia – Cristo Vecino, II Parte, VIII, B.2.

[77] San Juan Bautista de la Concepción, Obras completas, BAC Madrid 1997, t. II, Respuesta a seis dificultades sobre la Reforma, pp. 1199-1206.

[78] Ibidem.

[79] Cf. Ibidem.

[80] Pr 11, 17.

[81] San Luis Orione, Scritti 61, 89.

[82] Mt 26, 11

[83] Sal 106 (107), 41.

[84] Sal 111/112, 9.

[85] Directorio de Obras de Misericordia, 241.

[86] “Tributario significa: ‘ofrecer o manifestar veneración como prueba de agradecimiento o veneración (…) es el que se subordina –indebidamente–, a los poderes temporales, a las modas culturales, al espíritu del mundo, como si fuesen el fin último en lugar de Dios’”, Directorio de Obras de Misericordia, Apéndice 2, 245.

[87] Cf. San Juan Pablo II, Homilía para los fieles de la Provincia Eclesiástica de Los Ángeles, USA, (15/09/1987). [Traducido del inglés]

[88] Constituciones, 15.

[89] San Luis Orione, Lettere I, p. 81 y 458-459.

[90] San Luis Orione, Scritti 41, 64.

[91] Cf. P. C. Buela, IVE, Ars participandi, cap. 10, 2.3.

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