“El amor a las almas hasta el heroísmo de la entrega sin reservas”
Constituciones, 182
Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:
A escasos días de celebrar “con solemnidad”[1] la Transfiguración de Nuestro Señor, hoy quisiera enviarles esta carta circular con el ánimo de que sirva para ahondar en el alma la esperanza cierta del gozo que nos debe llevar “a tolerar las dificultades”[2] mientras marchamos fervorosos en la consecución de nuestro fin específico: “evangelizar la cultura, o sea transfigurarla en Cristo”[3]. Pues esta es nuestra razón de ser en la Iglesia y el ideal que siempre debe latir en nuestro pecho.
Bien enseña el derecho propio que “la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz”[4]. Por eso un día comprometimos “todas nuestras fuerzas para inculturar el Evangelio”[5], trabajando “en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aún en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”[6].
Consecuentemente, “la elección de los ‘puestos de avanzada’ en la misión”[7] ha venido a ser desde los inicios uno de los elementos no negociables adjuntos al carisma y una de las directrices prioritarias en la expansión de nuestro querido Instituto. Lo declara el mismo derecho propio: “debemos colaborar con todos los medios a nuestro alcance a la magna obra de propagación de la fe entre el mundo infiel. […] Por lo tanto nos parece indispensable que nuestro Instituto tenga fundaciones en tierras de misión. Pues el mejor medio de ayudar a las misiones consiste, sin duda alguna, en brindarles misioneros”[8].
Sirvan entonces estas líneas como homenaje y expresión de sentido aprecio a tantos de los nuestros que habiendo oído la llamada clamorosa del Verbo Encarnado Navega mar adentro[9] se dispusieron a morir, como el grano de trigo, para ver a Cristo en todas las almas y en todas las cosas[10] y hoy se hallan predicando el evangelio en los denominados “destinos emblemáticos”. Quiera también nuestro Buen Dios servirse de esta misiva para animar a otros a hacer –en contra de su propia sensualidad y su amor carnal y mundano– oblación de mayor estima y mayor momento[11] para poner por obra el llamado del Rey Eternal: el “de conquistar toda la tierra”[12] y llevar el nombre de Cristo a “aquellos [lugares] donde nadie quiere ir”[13]. Las visitas recientes a varias de nuestras misiones y la fidelidad de tantos de los nuestros que he podido constatar de persona me han motivado, también, a escribir estas líneas.
1. Destinos emblemáticos
Empecemos entonces por describir lo que entendemos por “destinos emblemáticos”.
Puestos de avanzada, misiones o destinos emblemáticos son todos sinónimos que se refieren a
“lugares que representan un tinte de honor para nuestra pequeña Familia Religiosa, pues se trata de puestos de misión en donde tal vez los misioneros no vean frutos abundantes de su trabajo, de donde probablemente no surjan vocaciones y a donde, quizás, si no hubiésemos aceptado ir nosotros nadie hubiese querido ir a causa de las dificultades”[14].
Esto no es simplemente ‘una manera de decir’, antes bien es una exigencia claramente expresada en el derecho propio: “No hay lugar donde haya un alma que le esté vedado al misionero. A las chozas más humildes, a las alturas más altas, a las quebradas más escabrosas, a donde hay menos gente, en donde se espera menos frutos, donde la gente es más díscola, adonde hay más dificultades… allí el misionero debe ir tomado de su bordón, en su automóvil, en avión, a pie o a caballo, en sulky o en barco… porque ésa es su vocación y a eso lo envía la obediencia”[15]. Por eso los Padres Capitulares, tanto en el año 2007 como en el 2016, vieron y discernieron que el Instituto debe priorizar este tipo de misiones, precisamente porque “la elección de los puestos de avanzada en la misión”, es decir, “lo que hemos dado en llamar ‘destinos emblemáticos’” es un elemento adjunto no negociable del carisma del Instituto[16].
Por eso, ¡cuánto es de agradecer a nuestro Señor que nos haya dado la inmensa gracia de poder cumplir con su mandato: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura[17] de una manera espléndida en nuestros pocos años de existencia, gracias a la generosidad magnánima de tantos de nuestros hermanos!
Ya que un día ellos, siendo coherentes con las promesas asumidas en nuestra fórmula de profesión, cuando prometimos “no ser esquivo a la aventura misionera” y hacer “oblación de todo mi ser”[18] –lo cual significa “hasta el heroísmo de la entrega sin reservas”[19]–, partieron precisamente a esos “lugares más humildes y difíciles”[20] para corresponder con la única medida adecuada a Aquel que nos amó primero[21]: la radicalidad.
Y así hoy en día y gracias a ellos nuestro querido Instituto está en Siria, en Brooklyn (USA), en las Islas Salomón, en Egipto, en Papúa Nueva Guinea, en Iraq, en la Franja de Gaza, en Tayikistán, en Islandia, en Guyana, en Tanzania y en muchos otros “destinos emblemáticos”. Quiero aprovechar esta ocasión para destacar tres de nuestras misiones emblemáticas que este año están celebrando 25 años desde el inicio de su fundación: Rusia[22], Tierra Santa[23], y Taiwán[24]. Gracias a los que fueron pioneros en esos lugares y gracias a los que siendo herederos de ese talento[25] lo supieron hacer fructificar.
En la actualidad podemos con sano orgullo celebrar la magnífica obra de Dios en esos lugares realizada a través de estos misioneros porque ellos no se dejaron amedrentar por las dificultades, ni “atemorizar por dudas, incomprensiones, rechazos, persecuciones”[26]; ni se desanimaron por el escaso fruto o por la escasez de medios, ni desistieron ante las noches más terribles. ¿Por qué?
Porque un auténtico misionero del Verbo Encarnado se sabe elegido, tomado de entre los hombres[27] para la honrosísima misión de “ser instrumento de salvación”. Porque está convencido de que “no trabaja por cosas efímeras o pasajeras, sino ‘por la obra más divina entre las divinas’[28], que es la salvación eterna de las almas”[29] y con verdadero temple sacerdotal se entusiasma cada vez más en caminar el camino regio de la cruz agigantándose en su pecho el vivo deseo de que Él reine[30]. Porque en el fondo de su alma siente personalmente dirigida a él la divina queja de nuestro Señor: los obreros son pocos[31] y no puede sustraerse a la sublime “misión de llevar el Evangelio a cuantos –y son millones de hombres y mujeres– no conocen todavía a Cristo, Redentor del hombre”[32]. Porque sabe que su vocación exige de él una donación sin límites de fuerzas y de tiempo[33] y a imitación de Cristo quiere perder la vida para salvarla y conquistarla en plenitud[34].
En efecto, ¿“qué clase de misionero sería –escribe el Beato Paolo Manna– si la Cruz no le atrajera, si no estuviese completamente persuadido de la verdad de estas palabras: Pienso que a nosotros, los Apóstoles, Dios nos ha puesto en el último lugar, como condenados a muerte[35]”[36]? El misionero del Instituto del Verbo Encarnado, hombre de fe, sabe que, en esta vocación divina, morir es triunfar y abajarse es conquistar.
Por supuesto, siempre ha habido y habrá, aquellos ‘sabios según el mundo’ que quieran desalentar u obstaculizar las misiones ad gentes –el derecho propio habla incluso de “cierta tendencia negativa”[37] por medio de la cual se intenta desdibujar el fin de estas misiones– con excusas tales como que “no es válida la misión porque no hay derecho a imponer el propio modo de pensar anulando la libertad”[38]; que se necesitan misioneros ‘en casa’ –en el país de origen o donde han realizado su formación–; que para qué enviarlos a países donde se combate nuestra santa religión –donde incluso los encarcelan o los matan– cuando hacen falta sacerdotes celosos que reafirmen y reaviven la fe dentro de la Iglesia en países ya cristianos; y hasta habrá alguno que ‘preocupado’ por resguardar su propia comodidad[39] se oponga a enviar misioneros a lugares donde el clima extremo, la cultura adversa, y la pobreza se hacen sentir con más fuerza, o donde haya otros muchos peligros. A ellos les respondemos con las palabras de los santos: “Esa gente prudente que hace tal objeción no han entendido el caso. […] La preservación de la fe entre nosotros será recompensada en la misma medida en que nosotros gastemos todas nuestras energías en propagarlas en otros lados”[40], porque “¡la fe se fortalece dándola!”[41].
Cuando San Vicente de Paul vio morir a sus primeros siete misioneros enviados por él mismo a Madagascar apenas iniciado el apostolado, hubo también algunos ‘hombres prudentes’ que se esforzaron en persuadirlo para que desistiera de tal empresa. El santo, sin embargo, miraba el asunto de manera muy diferente. Él estaba convencido de que debía seguir enviando misioneros a continuar el trabajo porque la inmolación de esas víctimas era el mejor presagio de éxito posible para la misión[42].
“La actividad misionera representa aun hoy día el mayor desafío para la Iglesia. Es cada vez más evidente que las gentes que todavía no han recibido el primer anuncio de Cristo constituyen la mayoría de la humanidad”[43]. Por eso sostiene el Magisterio que las multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo[44]. Y nosotros, tenemos el honorabilísimo deber de ir por doquier a proclamar el mensaje salvífico del Verbo Encarnado. ¡La misión ad gentes está todavía en los comienzos![45] Y es a nosotros, como religiosos “esencialmente misioneros”[46] que nos compete el mantener vivo el empuje misionero e incluso intensificarlo de acuerdo con el momento histórico que vivimos.
Nuestra solicitud por las misiones, especialmente en aquellos “lugares más difíciles (aquellos donde nadie quiere ir)”[47], se debe convertir en ese “ímpetu interior”[48] del que hablaba el Beato Pablo VI, es decir, “en hambre y sed de dar a conocer al Señor, cuando se contemplan los inmensos horizontes del mundo no cristiano”[49]. Persuadámonos que como religiosos del Instituto del Verbo Encarnado hemos recibido los confines de este mundo como los cinco talentos que debemos hacer fructificar.
El “príncipe de los misioneros”, San Francisco Javier, decía: “Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen”[50].
¿Quién hay de nosotros entonces que se tenga por generoso y no esté ansioso de hacer algo por Cristo, sin que le importen las penas que por ello tenga que pasar? Pues éstas, ¿no fueron acaso la primera cosa que nuestro Señor le propuso al gran Apóstol de los Gentiles cuando dijo: Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre[51]? La gracia de nuestra vocación nos da la fuerza para soportarlo todo, incluso aquello que resulta insoportable a otros.
Tengamos siempre presente que nuestra vocación misionera “es una invitación a realizar grandes obras, empresas extraordinarias y a hacerlo con el ímpetu de los santos y de los mártires, que lo dieron todo por Dios, con la disposición de morir, para ver a Cristo en todas las cosas” [52] y “dando fuego a nuestras naves”[53] cuando desembarcamos en las costas de nuestra nueva misión.
2. Una espiritualidad propia
Ahora bien, la nobilísima tarea de evangelizar “exige una espiritualidad específica, que concierne particularmente a quienes Dios ha llamado a ser misioneros”[54] como acabadamente señala el derecho propio.
“La espiritualidad misionera no es un género o tipo de espiritualidad específicamente diversa de otras espiritualidades cristianas, pues todas han de realizar el ‘mihi vivere Christus est’[55], o sea, la vida de Cristo en nosotros. Pero sí es una orientación, o forma y estilo y fisonomía de vida espiritual, de unión con Cristo orientada al ideal misionero”[56]. De esto se deduce que “la espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad”[57].
Tal espiritualidad se apoya en dos amores: el amor al Verbo Encarnado y el amor a las almas[58].
En efecto, nuestra tarea y fin principal como religiosos misioneros es entregarnos a Dios, amándolo sobre todas las cosas[59]; y necesariamente amar al prójimo, ya que justamente “es una obra del amor de Dios ayudar al prójimo por Dios. Por eso dice el apóstol Santiago: la religión pura y sin mancha ante Dios, nuestro Padre, es visitar a los huérfanos y las viudas en sus tribulaciones[60]”[61].
“Todos los santos misioneros han juntado en un acorde indivisible estos dos amores inseparables. Esos son los dos brazos de que va armado el misionero; los dos pies que han de guiar todos sus pasos; esos los dos ojos con que ha de mirar sus empresas y dar blanco a su vida, para que toda ella sea siempre, en unidad de intención, en unidad de anhelo, en unidad de acción, una misma y única resultante de amor de Dios para las almas y de amor de las almas para Dios”[62].
Entonces, lo primero es, como claramente lo explicita el derecho propio, “el vivir con plena docilidad al Espíritu; lo cual implica el dejarse plasmar interiormente por Él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo”[63].
– Por tanto, “nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo: no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia a Cristo, enviado por el Padre a evangelizar[64]. Pablo describe sus actitudes: Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como un hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz[65]”[66].
“Esto exige del misionero”, decía el gran misionero planetario que fue nuestro querido San Juan Pablo Magno, “que acepte vivir en un estado de permanente conversión. El verdadero misionero es aquel que acepta comprometerse decididamente en los caminos de la santidad. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: Lo que contemplamos…acerca de la Palabra de vida…, os lo anunciamos[67]”[68]. Y con esa sabiduría experimental que le dieron sus incontables viajes alrededor del mundo, el Santo Padre agregaba: “después del entusiasmo del primer encuentro con Cristo en los caminos de la misión, es necesario sostener valientemente los esfuerzos de cada día con una intensa vida de oración, penitencia y entrega de sí”[69].
“Hoy hace falta fuego; no una chispa, sino un horno de fuego. Ante todo, el fuego de la santidad. ‘La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia’[70]”[71]. Por eso el derecho propio, citando al Magisterio de la Iglesia, nos recuerda: “no basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo ‘anhelo de santidad’ entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana”[72].
Fíjense que San Luis Orione antes de enviar a sus primeros misioneros al Chaco argentino les decía: ¡Tengo necesidad de santos! ¡Tengo necesidad de santos![73]Lo mismo puede decir hoy nuestro querido Instituto. Porque la vitalidad de éste y de su apostolado brota de la aspiración amorosa y perseverante hacia la santidad de todos nosotros.
– La segunda nota distintiva de esta espiritualidad misionera es consecuente con el amor a Cristo por sobre todas las cosas, y consiste en la perfecta abnegación de sí mismo. Dice nuestro Directorio de Misiones Ad Gentes: “Al misionero se le pide ‘renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos’: en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador”[74].
El mismo Verbo Encarnado nos lo enseñó: el que de vosotros no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo[75]. Consiguientemente podemos afirmar sin temor a equivocarnos que “nada caracteriza tanto a la vida misionera como el sacrificio”[76].
Es en este sentido que el Beato Paolo Manna, dirigiéndose a los formadores de aspirantes de su Instituto, les decía: “Es necesario tener bien presente este principio y estar bien convencidos de que, si nuestra vocación significa algo, ella es el empeño solemne y real, que cada uno de nosotros hace, de darnos todos sin reserva al Señor, hasta el sacrificio de la vida por la salvación de las almas”[77]. “A estos principios, pues, de renuncias y desprendimientos, debe ser orientada la educación que debemos impartir en nuestras casas apostólicas y en nuestros Seminarios. Y donde no encontraremos eco, hagamos lo de Judas Macabeo, quien a los que estaban construyendo casas, a los que acababan de casarse o de plantar viñas y a los cobardes les mandó que se volvieran a sus casas, y luego se puso en marcha con su ejército[78]”[79].
Algo muy semejante está expresado en nuestras Constituciones: “Para mejor cumplir su misión, han de estar convencidos que la mejor forma de desarrollar un apostolado eficaz es la unión más estrecha con el Verbo Encarnado y el amor a las almas hasta el heroísmo de la entrega sin reservas”[80]. Y a los formadores se les pide que tengan una “clara intención de hacer rigurosísima selección, pues es capital para mantener el buen espíritu. Sabiendo que en el seleccionar más vale equivocarse por exceso que por defecto”[81].
Por este motivo el derecho propio paternalmente exhorta a quienes en nuestro Instituto se desempeñan como formadores a que “con singular cuidado eduquen a nuestros candidatos en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado”[82]; destacando que “el futuro de nuestros hermanos en la vida religiosa y, por tanto, del Instituto, depende, fundamentalmente, de la formación que se les dé en los tiempos de preparación”[83].
En otras palabras: la vida misionera en nuestro Instituto nos invita suavísimamente a la conquista del “desprendimiento total, no sólo de los bienes materiales –objeto propio de la virtud de la pobreza– sino de todo cuanto no sea el mismo Dios”[84]. Y esto de tal modo que con toda verdad a nuestros misioneros se le puedan aplicar aquellas palabras del Místico Doctor de Fontiveros que dicen: “aborreciendo toda manera de poseer y olvidando todo cuidado acerca de la comida, del vestido, y de cualquier otra cosa criada, emplea todo su cuidado en buscar el reino de Dios porque sabe que el que tiene cuidado de las bestias no puede olvidarse de él”[85] y con esta disposición martirial marcha a las misiones convencido que “Dios provee en todas las cosas… de manera que no se advierta si duele o no duele y aunque más le costara lo que deja, sabe que no es nada, que eso presto se había de dejar”[86].
San Jean de Brébeuf, misionero jesuita en la entonces llamada Nueva Francia, hoy Canadá, y martirizado por aquellos mismos a quienes fue a evangelizar, escribió un documento conteniendo una serie de “Importantes avisos para aquellos a quienes Dios se complazca en llamar a la Nueva Francia” destinado a las almas nobles que aspiraban a ser misioneros en su Instituto y que muy bien nosotros podríamos aplicar al nuestro.
En ese escrito el santo hace una larga lista de las dificultades para llegar al lugar de misión, y las incomodidades y adversidades que tendrá que enfrentar el misionero en la misión misma: la ‘miseria’ del lugar donde viven, los insectos, las pestes, las humillaciones que se pasan en aprender la lengua, los malos hábitos de los indios Hurones, los peligros y amenazas de muerte continuos, la ausencia total de consuelos exteriores en la vida de piedad y de oración, etc. A continuación, el santo pone en boca del lector las siguientes palabras: “‘¿Pero eso es todo? –alguno de Ustedes puede decir– ¿Acaso crees que estos argumentos pueden apagar el fuego que me consume y disminuir en algo el celo que tengo por la conversión de esos paganos? Declaro que estas dificultades sólo han servido para confirmarme aún más en mi vocación; que me siento más entusiasmado que nunca en mi afecto por la Nueva Francia, y que tengo una santa envidia por aquellos que ya soportan todos estos sufrimientos. Todos esos trabajos no me parecen nada, en comparación con lo que estoy dispuesto a soportar por Dios. Es más, si supiese de un lugar debajo de este cielo donde hubiese más que sufrir, allí iría’. ¡Ah!” –continua San Jean de Brébeuf– “quienquiera que seas a quien Dios da estos sentimientos y esta luz, ven, ven, mi querido hermano, son obreros como tú los que pedimos aquí; es a las almas como las tuyas que Dios ha designado para la conquista de tantas otras almas a las que el diablo todavía tiene en su poder. No anticipes dificultades, no habrá ninguna para ti, ya que todo tu consuelo es verte crucificado con el Hijo de Dios. El silencio será dulce para ti, ya que has aprendido a estar en comunión con Dios y a conversar en los cielos con los santos y los ángeles. La comida sería para ti bastante insípida si la hiel que soportó nuestro Señor no la hiciera más dulce y sabrosa que las viandas más deliciosas del mundo. Qué satisfacción pasar por estos rápidos y escalar estas rocas para quien tiene ante sus ojos al amoroso Salvador acosado por sus torturadores y ascendiendo al Calvario cargado con su Cruz. La incomodidad de la canoa se hace muy fácil de soportar para el que considera al Crucificado constantemente. ¡Qué consuelo! ¡Qué consuelo, entonces, será verte abandonado en el camino por los salvajes, languideciendo en la enfermedad, o incluso morir de hambre en el bosque, y así poder decirle a Dios: ‘Dios mío, es para hacer tu santa voluntad que me reduzco al estado en el que me ves’!”[87]. Porque en verdad “Jesucristo es nuestra verdadera grandeza; es a Él solo y sus cruces las que deben buscarse para apacentar a este rebaño. Si buscamos algo más, no encontraremos más que aflicciones físicas y espirituales. Pero si hemos encontrado a Jesucristo en su cruz, hemos encontrado las rosas entre las espinas, la dulzura en la amargura, el todo en la nada”[88].
– Esto me da pie para mencionar aquí, la tercera característica de la espiritualidad misionera que es, según el derecho propio: “la caridad apostólica, la de Cristo que vino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos[89]”[90]. En efecto, es urgidos por la caridad de Cristo[91] que nos movemos a asumir la responsabilidad de la evangelización especialmente en “los lugares más humildes y difíciles”[92].
Tengámoslo bien arraigado en el alma: desde que lo nuestro es “amar y servir, y hacer amar y hacer servir a Jesucristo”[93] no podemos ser indiferentes a la salvación de los hombres. “Amar a Cristo es amar a los que Él ama y como Él los ama”[94]. Por esto, el derecho propio nos detalla que esta caridad, a semejanza de la del Verbo Encarnado, “está hecha de atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente”[95] ya que –entendámoslo bien– nuestro “destino no es el mando ni los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral”[96] en la práctica concreta de la caridad que no descuida las distintas formas de ayuda. Y en este punto hago mías las palabras de San Francisco Javier a un misionero: “Por amor de nuestro Señor os ruego que os hagáis amar… porque no estaré satisfecho en saber que vos los amáis, sino en saber que de ellos sois amado”[97].
Habiendo podido visitar, por gracia de Dios, la inmensa mayoría de nuestras Provincias y Delegaciones, todas las cuales abarcan realidades tan distintas y siendo algunas de ellas realmente un “puesto de avanzada” en áreas de evangelización casi vírgenes, se admira uno de cómo nuestros misioneros llegaron casi con las manos vacías, sin otra cosa que compartir que el Evangelio, el fervor de su amor, y la asistencia del Espíritu Santo. Muchos de ellos aun hoy en día llevan a cabo su misión con medios precarios y que, a decir verdad, representan todo un desafío para la tarea que realizan. No obstante, con cuánta alegría y valentía se juegan “la vida para que los otros tengan vida y esperanza”[98]. Pues es por el amor a las almas que nuestros misioneros no sólo han emprendido sino que han proseguido muchas iniciativas apostólicas al precio de grandes fatigas, quedando extenuados a veces, bajo un clima al que no estaban acostumbrados, en cualquier país por lejano que sea, adaptándose a todas las costumbres y aprendiendo la lengua que haya que aprender; en fin, transformándose de la manera que sea para salvar a toda costa a algunos[99] y prestando a todos un servicio puramente evangélico, mediante el anuncio que llama a la conversión, administrando los sacramentos de salvación, la exhortación a la oración, la formación de las conciencias, etc., de modo tal que las almas que les han sido encomendadas lleguen a la madurez de la fe y de la caridad.
Por eso, el derecho propio define con toda verdad al misionero como “el hombre de la caridad” ya que gastando su vida por el prójimo anuncia a los hombres que son amados por Dios y que ellos mismos pueden amar[100]. Y ama a las almas a él encomendadas con un amor de padre, y aún de madre, hasta llegar a decir con el Apóstol: llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de Dios, sino aún nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos[101]. Por esta razón decía el Beato Paolo Manna: “el sacrificio de la vida de uno por los demás es una prueba tan sincera de caridad que ni Dios ni los hombres pueden resistirla. Dios debe ser misericordioso y los hombres no pueden resistir la conversión. Pues, el fin por el que los mártires derramaron su sangre es el mismo por el que los misioneros sacrifican su juventud en una manera quizás más humilde, pero tal vez más difícil”[102].
Y aquí quiero recordar especialmente a todos aquellos que, en ciertos puestos difíciles de misión, conocen por experiencia lo que es perseverar en ella aún en medio de grandes dificultades e incluso a pesar del escondimiento y la soledad. Sepan que Ustedes silenciosamente –y justamente por eso, más elocuentemente– nos enseñan que “el misionero para ser verdaderamente tal, debe darse todo, y debe darse para siempre. Que al Señor no se le da nada por la mitad; al Señor no se le mide nada. Y que además no darse para siempre es no darse del todo”[103]. Tales entregas son posibles, asistiéndonos Dios con su gracia por supuesto, por una sólida vida de oración: “Cuando no hay oración, falta la caridad; cuando falta la caridad, no hay oración, y por razón de estas carencias no hay muchos auténticos misioneros…”[104].
Queridos todos: tengamos siempre presente que lo nuestro es “entregar todo”[105] “en el servicio humilde y la entrega generosa, en la donación gratuita de sí mismos mediante un amor hasta el extremo”[106] que nos lleve incluso hasta “las regiones más lejanas”[107]. “Nuestra pequeña Familia Religiosa no debe estar nunca replegada sobre sí misma, sino que debe estar abierta como los brazos de Cristo en la Cruz, que tenía de tanto abrirlos de amores, los brazos descoyuntados”[108]. Pero se necesitan misioneros que, sin condicionar la propia disponibilidad, sin miedos a respuestas definitivas, estén dispuestos a pronunciar su fiat gozoso y que como divinos impacientes no se sosieguen ni descansen hasta haber rendido ante el altar de Dios todos los corazones[109].
Por gracia de Dios nuestro Instituto tiene al presente 123 pedidos de fundación, de entre los cuales muchos son llamados clamorosos a misionar en estos “puestos de avanzada” de los que venimos hablando, y constantemente nos están llegando más y más pedidos. La pregunta es esta: ¿cómo podemos descansar, si todos aquellos a quienes Cristo desea llamar suyos todavía no han oído hablar de su amor? ¿Cómo ser religioso misionero del Instituto del Verbo Encarnado y no sentir el ardor de Cristo por las almas? Pues bien, a quien experimente ese santo ímpetu misionero de darlo todo por Dios en tierras de misión aun cuando tenga “que sembrar entre lágrimas”[110] a tal punto que con San Francisco Javier ante la vista de los trabajos y penas llegue a decir: “Más, más”, a ese tal le decimos que sepa que tiene en nuestro Instituto un campo amplísimo y ocasiones sin cuenta para enardecer aún más el “impulso de celo por las almas”[111].
No olvidemos que estamos llamados a “ser cálices llenos de Cristo que derraman sobre los demás su superabundancia”[112]. Y “dada la índole misionera de nuestro Instituto”[113] con Don Orione podemos afirmar que “quien no quiera ser apóstol que salga de la Congregación”[114].
A nuestros queridos novicios y seminaristas que se preparan para la misión quiero animarlos a que aprovechen lo más que puedan estos años de formación. Nuestra misión requiere una profunda vida espiritual, una sólida formación doctrinal y una viril disciplina[115] que ya desde ahora se tienen que esforzar por adquirir. Ya desde ahora, sean sacerdotes en la entrega de ustedes mismos y en el sacrificio. Con generosidad sean sensibles y prontos ante las necesidades de los demás y prepárense para estar entre ellos, como lo hizo el Verbo Encarnado, siendo pobres ante los ojos del mundo pero ricos en los dones que Dios les dará para que los transmitan a otros.
A nuestros queridos hermanos y a nuestros queridos monjes quiero decirles que sepan que su participación en el “esfuerzo de la misión apostólica de la congregación”[116], si siempre ha sido muy importante, se vuelve hoy en día urgente e ineludible.
A María Santísima, Modelo de todo misionero del Verbo Encarnado, encomiendo a todos y a sus misiones, con todas sus circunstancias y necesidades particulares. Que Ella nos alcance de su Divino Hijo la gracia de que aún siendo la nuestra una pequeña Familia Religiosa, seamos gigantes en el heroísmo de la entrega sin reservas.
Un gran abrazo para todos.
En el Verbo Encarnado y su Madre Santísima,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General
1 de agosto de 2018.
Carta Circular 25/2018
[1] Directorio de Espiritualidad, 122.
[2] Ibidem.
[3] Ibidem.
[4] Directorio de Vida Consagrada, 225; op. cit. Vita Consecrata, 14.
[5] Constituciones, 5.
[6] Constituciones, 30.
[7] Notas del V Capítulo General, 5.
[8] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 130.
[9] Lc 5, 4.
[10] Directorio de Misiones Ad Gentes, 1; op. cit. Directorio de Espiritualidad, 216.
[11] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [97].
[12] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [93].
[13] Directorio de Espiritualidad, 86.
[14] P. C. Buela, Juan Pablo Magno, cap. 30: “El Papa y nuestro derecho propio”, IVE Press, New York 2011, p. 535. El texto está comentando lo que los Padres Capitulares discernieron como elementos del carisma del Instituto en el Capítulo General del año 2007.
[15] Directorio de Misiones Populares, 19.
[16] Cf. Notas del V Capítulo General del Instituto (Segni, Italia, 2007) n. 57-58 y Notas del VII Capítulo General del Instituto (Montefiascone, Italia, 2016) n. 59, 77-78, 81.
[17] Mc 16, 15.
[18] Constituciones, 254; 257.
[19] Constituciones, 182.
[20] Directorio de Misiones Ad Gentes, 147; op. cit. Redemptoris Missio, 66.
[21] 1 Jn 4, 19.
[22] 10 de junio de 1993.
[23] 25 de agosto de 1993.
[24] 13 de diciembre de 1993.
[25] Cf. Mt 25, 26.
[26] Directorio de Misiones Ad Gentes, 147; op. cit. Redemptoris Missio, 66.
[27] Heb 5, 1.
[28] Pseudo-Dionisio, citado por San Alfonso, Selva de materias predicables, IX, 1.
[29] Directorio de Espiritualidad, 321.
[30] Cf. Directorio de Espiritualidad, 225; op. cit.1 Cor 15,25
[31] Mt 9, 37.
[32] Directorio de Misiones Ad Gentes, 53; op. cit. Christifideles Laici, 35.
[33] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 146.
[34] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos en Mantua, (22/06/1991).
[35] 1 Cor 4, 9.
[36] Beato Paolo Manna, The Workers Are Few, cap. 9. [Traducción nuestra]
[37] Directorio de Misiones Ad Gentes, 38.
[38] Directorio de Misiones Ad Gentes, 43.
[39] Lamentablemente esta tentación afecta muchas veces a los mismos religiosos, y debilita el impulso misionero de la Iglesia. En el caso de nuestro Instituto, por ejemplo, hay un síntoma común a muchos de los que abandonaron la vida religiosa: salvo alguna que otra excepción, la mayoría se quedó en los países del llamado “primer mundo” (o para ir a ejercer el ministerio en ese tipo de países). No obstante, siempre será verdad que jamás ha sido ni será un buen negocio “buscarse a sí mismo”.
[40] Beato Paolo Manna, The Workers Are Few, cap. 14. [Traducción nuestra]
[41] Directorio de Misiones Ad Gentes, 13; Redemptoris Missio, 2.
[42] Cf. Beato Paolo Manna, The Workers Are Few, cap. 11. [Traducción nuestra]
[43] Directorio de Misiones Ad Gentes, 80; cf. Directorio de Vida Consagrada, 269.
[44] Cf. Evangelii Nuntiandi, 53.
[45] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 80.
[46] Constituciones, 31.
[47] Directorio de Espiritualidad, 86.
[48] Evangelii Nuntiandi, 80; citado en Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.
[49] Directorio de Misiones Ad Gentes, 80.
[50] Monumenta Missionum, Epist. I, Roma 1944, pág. 166; citado por San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones, 1980.
[51] Hch 9, 16.
[52] Directorio de Espiritualidad, 216.
[53] Directorio de Espiritualidad, 73.
[54] Directorio de Misiones Ad Gentes, 160.
[55] Flp 1, 21.
[56] P. Juan Carrascal, SJ, Si vas a ser misionero, I Parte, cap. 1.
[57] Directorio de Misiones Ad Gentes, 167.
[58] Cf. Constituciones, 182. Dice además el Directorio de Vida Consagrada, 249: “el fundamento último de tal título especial en orden al apostolado de los religiosos lo encontramos en que la vida religiosa está ordenada a alcanzar la perfección de la caridad, principalmente en el amor a Dios y secundariamente en el amor al prójimo”.
[59] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 250.
[60] St 1, 27.
[61] Directorio de Vida Consagrada, 250; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, 187, 2.
[62] P. Juan Carrascal, SJ, Si vas a ser misionero, I Parte, cap. 1.
[63] Directorio de Misiones Ad Gentes, 161.
[64] Cf. Lc 4, 18.21.
[65] Flp 2, 5-8.
[66] Redemptoris Missio, 88, citado en Directorio de Misiones Ad Gentes, 162.
[67] 1 Jn 1, 1-3.
[68] San Juan Pablo II, Discurso a los capitulares de los misioneros de Nuestra Señora de la Salette, (04/05/2000).
[69] Ibidem.
[70] San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici (30/12/1988), 17.
[71] San Juan Pablo II, A los Hijos de la Divina Providencia, (18/05/1998).
[72] Redemptoris Missio, 90, citado en Directorio de Misiones Ad Gentes, 168.
[73] Cartas II, 236.
[74] Directorio de Misiones Ad Gentes, 163; op. cit. Redemptoris Missio, 88.
[75] Lc 14, 33.
[76] P. Juan Carrascal, SJ, Si vas a ser misionero, I Parte, cap. 2.
[77] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 16, Milán, septiembre de 1931.
[78] 1 Mac 3, 56-57.
[79] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 16, Milán, septiembre de 1931.
[80] Constituciones, 182.
[81] Directorio de Misiones Ad Gentes, 108; op. cit. Directorio de Espiritualidad, 90.
[82] Cf. Constituciones, 207; Directorio de Seminarios Mayores, 247; op. cit. Optatam Totius, 9. Ver también: Directorio de Seminarios Mayores, 461.
[83] Directorio de Espiritualidad, 90; Directorio de Evangelización de la Cultura, 161.
[84] Constituciones, 68.
[85] Cf. San Juan de la Cruz, Cautelas contra el mundo, segunda cautela, 7.
[86] Cf. San Juan de la Cruz, Carta 17 a la M. Magdalena del Espíritu Santo, (28/07/1589).
[87] San Jean de Brébeuf, Important Advice for Those Whom It Shall Please God to Call to New France, Especially to the Country of the Hurons, citado por Roustang Francois, SJ, Jesuit Missionaries to North America. Spiritual Writings & Biographical Sketches. [Traducción nuestra]
[88] Ibidem.
[89] Jn 11, 52.
[90] Directorio de Misiones Ad Gentes, 164; op. cit. Redemptoris Missio, 89.
[91] Cf. 2 Cor 5, 14.
[92] Directorio de Misiones Ad Gentes, 147; op. cit. Redemptoris Missio, 66.
[93] Constituciones, 7.
[94] San Juan Pablo II, A futuros misioneros en Javier, (06/11/1982).
[95] Directorio de Misiones Ad Gentes, 165.
[96] Constituciones, 207.
[97] Citado por el P. Juan Carrascal, SJ, Si vas a ser misionero, IV Parte, cap. 9.
[98] Directorio de Vida Consagrada, 270; op. cit. Vita Consecrata, 105.
[99] 1 Cor 9, 22.
[100] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 166.
[101] Directorio de Misiones Ad Gentes, 140-141; op. cit. 1 Tes 2, 8; cf. Fil 1, 8.
[102] Cf. Beato Paolo Manna, The Workers Are Few, cap. 11. [Traducción nuestra]
[103] Cf. Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 15, Milán, (15/04/1931).
[104] Directorio de Misiones Populares, 42.
[105] Directorio de Vida Consagrada, 58.
[106] Directorio de Vida Consagrada, 228.
[107] Directorio de Vida Consagrada, 268.
[108] Directorio de Espiritualidad, 263.
[109] Cf. P. Juan Carrascal, SJ, Si vas a ser misionero, I Parte, cap. 1.
[110] Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.
[111] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 165; op. cit. Redemptoris Missio, 89.
[112] Constituciones, 7.
[113] Directorio de Misiones Ad Gentes, 148.
[114] Ibidem; op. cit. San Luis Orione, Cartas de Don Orione, Carta del 02/08/1935, Edit. Pío XII, Mar del Plata 1952, 89.
[115] Constituciones, 228.
[116] Constituciones, 193.