“Hombres auténticamente libres”
Constituciones, 200
Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:
“La libertad en todas las épocas ha sido el gran sueño de la humanidad, desde los comienzos, pero particularmente en la época moderna”[1], decía Benedicto XVI a los seminaristas en Roma. Y, aunque en el siglo XX se ha atacado la libertad del ser humano muy probablemente como nunca se había hecho, no es menor el ataque en el siglo presente, aunque quizás se lo haga más solapadamente. Pensemos, por ejemplo, en la manipulación biológica, psíquica y moral que implica la ideología de género, en la esclavitud informática a la que nos someten los medios de comunicación, en la libertad al margen de la verdad –propia del liberalismo–, en la explosión incontrolada de todas las adicciones por el eclipse de la ética y de la moral, en el progresismo[2], etc.
Por eso, y habiendo nacido nuestra Familia Religiosa en estos tiempos, nuestro derecho propio hace suya la denuncia de San Juan Pablo II, quien ya en 1992 decía: “Hoy se han extendido en gran manera la gama de los abusos de la libertad, y esto conduce a nuevas formas de esclavitud muy peligrosas, porque están disfrazadas bajo la apariencia de la libertad. Esta es la paradoja, el drama profundo de nuestro tiempo: en nombre de la libertad se impone la esclavitud”[3]. Por la misma razón, nuestro Directorio de Evangelización de la Cultura abunda en el tema.
Consiguientemente, la problemática de la libertad es para nosotros una problemática fundamental –de una trascendencia enorme– que nos incumbe particularmente.
No sólo porque nos interesa insertarnos en la problemática de la cultura moderna, sino porque la libertad cristiana es parte intrínseca y componente imprescindible del espíritu de nuestro Instituto y del modo según el cual queremos siempre vivir, como claramente lo declaran nuestras Constituciones: “El Espíritu que anima al Instituto desde sus comienzos… Es vivir y hacer vivir bajo la acción del Espíritu Santo, sin coacciones de ninguna especie, respetando escrupulosamente las conciencias, promoviendo el sano pluralismo, llevando a vivir plenamente la libertad de los hijos de Dios[4] porque donde está el Espíritu Santo, allí está la libertad[5]”[6].
Libertad que se encuentra en el origen mismo de nuestra vocación como consagrados en el Instituto del Verbo Encarnado, porque quién puede negar que “toda vocación nace del encuentro de dos libertades: la divina y la humana”[7] y que nuestra vocación a amar al Verbo Encarnado sobre todas las cosas no es otra cosa que una llamada a la libertad y a la felicidad. Todavía más: es precisamente por el pleno ejercicio de nuestra libertad que deliberadamente hemos decidido vincularnos a Dios en amorosa servidumbre. Por eso dice nuestra formula de profesión: “Yo N.N., libremente, hago a Dios oblación de todo mi ser”[8].
Pienso entonces que puede ser de mucho provecho para nuestras almas volver sobre aquellas magníficas palabras de nuestras Constituciones que nos invitan a “vivir plenamente la libertad de los hijos de Dios”[9] y a ese tema he querido dedicar la presente carta circular.
1. Libertad según nuestro derecho propio
Conforme al espíritu que anima a nuestro Instituto son incontables las veces que el tema de la libertad es mencionado explícitamente, así como también son manifiestas las decisivas implicancias que ésta tiene en sus distintas aplicaciones a nuestro modo particular de vivir nuestra consagración. No obstante, considero de particular relevancia la mención que de ella hace el Directorio de Espiritualidad en su artículo 4, al hablar de la vida gloriosa de nuestro Señor y específicamente de su Resurrección. Nosotros, “llamados a vivir como resucitados”[10] “comprendemos que hemos sido llamados a la libertad[11], ya que para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres[12]”[13].
Libertad que no tiene nada que ver con aquella actitud que procede como “cobertura de la maldad[14], o como pretexto para servir a la carne[15]”[16]. Antes bien se trata de una “libertad auténtica [que] se identifica con la santidad, con la Ley Nueva, con la fe cristiana, con la caridad, es la libertad… de los hijos de Dios[17]. Es aquella que tiene como fundamento la verdad, como lo mostró Nuestro Señor al enseñarnos que la verdad os hará libres[18]. Es propia de los que se dejan guiar por el Espíritu Santo: El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor está la libertad [19]. Por eso enseña San Agustín: ‘Ama y haz lo que quieras’[20], y San Juan de la Cruz coloca en la cima del monte de la perfección: ‘Ya por aquí no hay camino que para el justo no hay ley’[21]”[22].
Esta libertad de los hijos de Dios –como diáfanamente lo explica el Directorio de Espiritualidad– hace que “viviendo como resucitados … [es decir] en la libertad de los hijos de Dios, no nos esclavicemos: ni bajo los elementos del mundo[23]; ni bajo la letra que mata[24]; ni bajo el espíritu del mundo[25]; porque no debemos sujetarnos al yugo de la servidumbre… (de lo contrario), Cristo no nos aprovecharía de nada”[26].
Por tanto, la libertad, así como cabalmente la entiende nuestro derecho propio, siguiendo al Magisterio de la Iglesia, “implica el ‘ir construyendo una comunión y una participación… sobre tres planos inseparables: la relación del hombre con el mundo, como señor; con las personas, como hermano; y con Dios, como hijo”[27]. A tal punto, que podemos decir que es auténticamente libre aquel que tiene espíritu de príncipe[28]y que el derecho propio con inspirados trazos describe diciendo: “…Son lo que no piden libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen… Son los que sienten el honor como la vida… Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe”[29], etc. Son “los libres en Cristo de todo tipo de esclavitud”[30] y van por la vida “evitando el pecado y haciendo obras meritorias, sin que nadie tenga potestad de impedirles alcanzar el último fin”[31].
Más aún, el derecho propio siguiendo la contundente enseñanza del Aquinate afirma: “Libre es quien es causa de su propio actuar; siervo quien tiene por causa de su actuar a su señor. Por tanto, quien obra por propia decisión, obra libremente; quien lo hace movido por otro, no obra libremente. Así, aquel que evita lo malo, no porque es malo, sino porque Dios lo manda, no es libre; pero quien evita lo malo porque es malo, ése es libre. Esto lo hace el Espíritu Santo, que perfecciona interiormente al alma por el hábito bueno, de modo tal que se abstiene del mal por amor, como si lo preceptuara la ley divina; y por tanto se dice libre, no porque no se someta a la ley divina, sino porque se inclina por los buenos hábitos a hacer lo que la ley divina manda”[32]. Todo lo cual trae consecuentemente una “inmensa alegría”[33] y una paz incólume en el alma[34], que serán tanto mayores cuanto mayor sea la plenitud de nuestra entrega.
Entonces, surge la clamorosa exhortación: “Debemos ser y debemos saber formar hombres y mujeres: “Libres… libres… libres… libres… libres… libres con tu libertad… que vayan por todas partes con… el santo Evangelio en la boca y el santo Rosario en la mano, a ladrar como perros, a quemar como brasas e iluminar las tinieblas del mundo como soles”[35].
Este es el espíritu de libertad que arde en nuestros corazones y que inconteniblemente queremos encender en los demás. Porque como decía el Ven. Arzobispo Fulton Sheen: “La libertad es nuestra para darla a otros”[36]. Así, nuestros misioneros dejando “total y muy libremente el destino de sí mismo al Superior”[37] y ejerciendo “un señorío sobre todas las cosas, junto con una voluntad libérrima, pronta para agradar sólo a Dios”[38], marchan a enarbolar la bandera del Verbo Encarnado en aquellas tierras donde nadie quiere ir y no temen “dar fuego a sus naves cuando desembarcan”[39]. Es esta misma libertad la que predican a las almas convencidos de que “no puede existir una verdadera evangelización sin que se proponga toda la verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre; porque no existe una auténtica salvación y libertad sin la lógica del evangelio, proclamado y vivido en toda su integridad”[40]. Porque, en definitiva, a esto nos envía el Señor: a dar la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberación[41]. Al mismo tiempo, “libremente –por propia convicción–”[42], con amor y valentía, “con piadosa sumisión y respeto”[43], se saben sujetos a los superiores legítimos, gozosamente se adhieren plenamente a la disciplina del Instituto y ejercen su apostolado con “auténtica espiritualidad eclesial”[44] es decir, “en unión con los legítimos Pastores, especialísimamente con una adhesión cordial al Obispo de Roma”[45], multiplicando proyectos entusiastas para que cada vez más almas lleguen al conocimiento de la verdad que nos hace libres[46]. A fin de que se diga de nosotros lo que San Ireneo decía de los primeros mensajeros del Evangelio: “Fueron predicadores de la verdad y apóstoles de la libertad”[47].
Por eso en el siguiente punto de esta carta he de desarrollar la primera parte de esta afirmación: “Debemos ser… libres”[48].
2. Ser libres en Cristo de todo tipo de esclavitud[49]
San Juan Pablo Magno en su primera carta encíclica escribió: “Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del Creador, en el momento en que Él ha llamado a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena realización en la donación sin reservas de toda la persona humana concreta, en espíritu de amor nupcial a Cristo y, a través de Cristo, a todos aquellos a los que Él envía, hombres o mujeres, que se han consagrado totalmente a Él según los consejos evangélicos”[50].
Por lo tanto, “los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, vividos por Cristo y abrazados por su amor, aparecen como un camino para la plena realización de la persona en oposición a la deshumanización; proclaman la libertad de los hijos de Dios y la alegría de vivir según las bienaventuranzas evangélicas”[51]. Entonces, lejos de ser una renuncia que empobrece, más bien nos enriquecen porque nos liberan “de los impedimentos que podrían apartarnos del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, consagrándonos más íntimamente al servicio de Dios”[52] para llegar a poseer a Dios íntima y plenamente[53].
Dicho de otro modo: los votos de pobreza, castidad y obediencia “no alienan nuestra libertad” –como algunos falsos hermanos[54] arguyen entrometiéndose para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús[55]–; ni tampoco “entorpecen ni limitan nuestra personalidad, sino más bien la liberan con la posibilidad de un don más constante y más generoso en el servicio cotidiano a Dios y a los hermanos”[56]. En consecuencia, lejos de menoscabar nuestra dignidad, la llevan a la madurez[57] y conducen a la plenitud todo nuestro potencial.
Sí, la pertenencia total al Verbo Encarnado nos hace gozosamente libres. Y nosotros, libremente, hemos querido pertenecerle, haciendo oblación de todo nuestro ser[58] mediante la práctica de los consejos evangélicos según el “camino evangélico trazado en las Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado”[59], porque estamos convencidos de que, como dice el Místico Doctor, “los bienes inmensos de Dios no caben ni caen sino en corazón vacío y solitario”[60].
- Castidad y libertad
De este modo, por el voto de castidad “libremente hemos elegido ser de los eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos[61]”[62], a fin de tener a “Cristo como Esposo exclusivo del alma”[63]. Nosotros sacrificamos gozosamente nuestros afectos carnales a fin de “estar totalmente libres para tender a Dios”[64] y a Él queremos ordenar todos nuestros amores[65].
Así, la práctica de este voto nos da una gran libertad afectiva[66] y nos “libera de muchos cuidados que harían imposible que consagráramos todas nuestras fuerzas al bien de los prójimos”[67]. Si no, ¿cómo podrían nuestros religiosos dedicarse a atender con tan amorosa dedicación a los niños, jóvenes, y ancianos de los nueve hogares que tiene el Instituto[68], o cómo podrían nuestros monjes ocultarse al mundo para ofrecer a Dios no sólo sus oraciones y súplicas, sino su propia inmolación[69], o cómo podrían nuestros misioneros sobrellevar las grandes dificultades y trabajos del peregrinar misionero por los inmensos horizontes del mundo no cristiano si tuviesen que atender a las necesidades corporales y espirituales de una familia?. Pero sobre todas las cosas, ¿cómo podríamos amar a Jesucristo con un corazón indiviso? El célibe se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor, pero el casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer[70].
Por eso el voto de castidad nos hace libres: “libres para ocuparnos generosamente de las obras de caridad”[71]; más aún, “para ejercer con los prójimos una caridad perfecta”[72]; pero por sobre todo, libres para amar a Cristo con un corazón indiviso[73].
- Pobreza y libertad
Por su parte, el voto de pobreza “libremente escogida”[74] y que para nosotros “implica una vida pobre de hecho y de espíritu, esforzadamente sobria y desprendida de las riquezas terrenas, y lleva consigo la dependencia y la limitación en el uso y disposición de los bienes”[75], nos libera de los condicionamientos terrenos “para mejor y más radicalmente imitar a Cristo pobre”[76].
Gracias a la práctica consciente y efectiva del voto de pobreza, nuestra vida “se vuelve un culto incesante a la divina Providencia, ya que se tiene la certeza de que ‘el peligro corporal no amenaza a aquellos que, con la intención de seguir a Cristo, abandonan todas sus cosas, confiándose a la divina Providencia’[77]”[78].
Un religioso que sigue “desnudo a Cristo desnudo”[79] se convierte en testigo auténtico de la libertad interior e interpela a los demás hombres, haciéndoles reconocer en él el espíritu del Verbo Encarnado. “En una civilización y un mundo, cuyo distintivo es un prodigioso movimiento de crecimiento material casi indefinido, ¿qué testimonio ofrecerá un religioso que se dejase arrastrar por una búsqueda desenfrenada de las propias comodidades y encontrase normal concederse, sin discernimiento ni discreción, todo lo que le viene propuesto?”, son palabras del Beato Papa Pablo VI[80].
Por eso, San Juan de la Cruz recomendaba a una priora: “mire que conserven el espíritu de pobreza y desprecio de todo –si no, sepan que caerán en mil necesidades espirituales y temporales– queriéndose contentar con solo Dios. Y sepan que no tendrán ni sentirán más necesidades que a las que quisieran sujetar el corazón; porque el pobre de espíritu en las menguas está más constante y alegre, porque ha puesto su todo en nonada en nada, y así halla en todo anchura de corazón”[81].
Lo nuestro entonces es “conquistar el desprendimiento total, no sólo de los bienes materiales –objeto propio de la virtud de la pobreza– sino de todo cuanto no sea el mismo Dios”[82]. Es “amar todo lo que Dios quiere que amemos, sin ser esclavos de nuestros afectos a las creaturas, es decir, amar sin encadenarnos, poseer sin quedar presos, usar sin goces egoístas, conservar la completa independencia, buscar en todo y por todo la gloria de Dios”[83].
- Obediencia y libertad
Finamente, respecto al voto de obediencia debemos decir en toda verdad que nada nos hace más libres que el ejercicio constante y radical de este voto y por amor a Dios y al prójimo. Ya que, como Ustedes saben, este “voto ofrece a Dios el bien más excelente, que es la propia voluntad, contiene a los otros votos, que se realizan por obediencia, y se refiere propiamente a los actos más relacionados con el fin de la vida religiosa, puesto que nadie es religioso sin este voto, aunque haya hecho los demás”[84].
Santo Tomás ve en la obediencia religiosa la forma más perfecta de la imitación del Verbo Encarnado, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz[85]. Por eso la obediencia ocupa el primer lugar en el holocausto de la profesión religiosa[86]. De este modo, el voto de obediencia se convierte para nosotros en medio aptísimo para vencer “el apego a la propia voluntad”[87] y para unirnos constante y plenamente a la voluntad salvífica de Cristo[88]. Pues nos comprometemos concretamente a imitar al Verbo Encarnado que aprendió por sus padecimientos qué es la obediencia[89].
Siguiendo esta sólida y hermosa tradición cristiana, por el voto de obediencia nos comprometemos específicamente “a obedecer en todo lo referente a la vida religiosa y apostólica al Superior”[90] imitando a Cristo que obedeció a la autoridad humana, y viendo en esa autoridad un signo de la voluntad divina: “los Superiores legítimos hacen las veces de Dios cuando mandan algo según las Constituciones”[91], afirma el derecho canónico y nuestro derecho propio. Es así como nos hacemos dóciles al Espíritu Santo y prontos para todo lo que Dios disponga: Os rogamos, hermanos, que acatéis a los que laboran con vosotros presidiéndoos en el Señor y amonestándoos, y que tengáis con ellos la mayor caridad por su labor[92].
Es fascinante constatar la paternal condescendencia de nuestro derecho propio cuando nos recuerda, siguiendo al Doctor Angélico, “cuán difícil es el bien de la obediencia. Porque los que no son expertos en la obediencia, y no la han aprendido en las cosas más difíciles, creen que obedecer es muy fácil. Pero para que sepas qué sea la obediencia, es necesario que aprendas a obedecer en las cosas más difíciles, y el que no aprende obedeciendo a estar sometido, jamás sabrá mandar bien cuando deba mandar”[93]. Lo mismo enseñaba San Juan Bosco a los suyos: “si queremos aprender a mandar, aprendamos antes a obedecer”[94].
En efecto, de nosotros se pide no sólo una obediencia de ejecución y de voluntad, sino también el aspirar a la obediencia de juicio, por la cual debemos conformar el juicio interior con el del superior[95]. En este sentido, el voto de obediencia hace que “por motivos sobrenaturales y sin violentar la naturaleza de las cosas se acomode el propio juicio al del superior”[96].
Conviene siempre recordar que nuestra obediencia no es simplemente sumisión a una autoridad humana. Pues el que obedece se somete a Dios, a la voluntad divina expresada en la voluntad de los superiores. Es una cuestión de fe. Debemos creer que Dios nos comunica su voluntad mediante los superiores: “en el Superior el religioso debe ver a quien hace las veces de Jesucristo”[97]. Incluso en aquellos casos en que los defectos de los superiores son más patentes; porque su voluntad, si no es “contraria a las leyes de Dios, a las Constituciones del Instituto, y no implica un mal grave y cierto”[98], expresa aquí y ahora la voluntad divina.
Resulta muy consolador leer la magistral cautela de San Juan de la Cruz que las Constituciones recogen como propias para esparcir gran luz respecto del cumplimiento radical y convencido de este voto: “Jamás mires al prelado con menos ojos que a Dios, sea el prelado que fuere, pues le tienes en su lugar. Y advierte que el demonio mete mucho aquí la mano. Mirando así al prelado es grande la ganancia y el aprovechamiento, y sin esto grande la pérdida y el daño. Y así con grande vigilancia vela en que no mires en su condición, ni en su modo, ni en su traza, ni en otras maneras de proceder suyas; porque te harás tanto daño, que vendrás a trocar la obediencia de divina en humana, moviéndote o no te moviendo sólo por los modos que ves visibles en el prelado, y no por Dios invisible, a quien sirves en él… si esto no haces con fuerza, de manera que vengas a que no se te dé más que sea prelado uno que otro, por lo que a tu particular sentimiento toca, en ninguna manera podrás ser espiritual ni guardar bien tus votos”[99]. ¡Cuántos, incluso de los nuestros, se han perdido por hacer caso omiso de estos santos consejos!
Lejos de nosotros la “obediencia ‘crítica’, que obedece en medio de la murmuración y la queja, y del ‘espíritu de oposición’, que forma grupos o bandos de oposición a cuanto ordene el superior, como del servilismo y la obediencia farisaica, que con mezcla de cobardía e hipocresía, muestra una voluntad vencida pero no sumisa, e incluso pretendiendo llevar al superior a aquello que él busca”[100]. Lo nuestro es “aprender a vivir libremente el voto de obediencia y no caer nunca en la dialéctica destructiva de oponer libertad a obediencia o libertad a autoridad o viceversa”[101].
- Obediencia, libertad y conciencia
Es cierto que, a veces, la obediencia puede resultar particularmente difícil. Pero es también cierto que salvo en los casos en los que obedecer sería inmoral, jamás se deberá oponer la obediencia a los legítimos superiores a la propia conciencia. En esto me permito citar por entero algunos párrafos del documento El servicio de la autoridad y la obediencia, de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (nn. 26-27):
“En el desarrollo concreto de la misión, la obediencia puede resultar en ocasiones particularmente difícil, desde el momento que las perspectivas y modalidades de la acción apostólica o diaconal pueden ser percibidas y pensadas de maneras diferentes. En esas ocasiones, cuando la obediencia se hace difícil, e incluso «absurda» en apariencia, puede surgir la tentación de la desconfianza y hasta del abandono: ¿vale la pena continuar? ¿No puedo hacer realidad mejor mis ideas en otro contexto? ¿Para qué desgastarse en contrastes estériles?
Ya san Benito se planteaba la cuestión de una obediencia «muy gravosa o incluso imposible de cumplirse»; y san Francisco de Asís consideraba el caso en que «el súbdito ve cosas mejores y más útiles a su alma que las que le ordena el prelado [el superior]». El Padre del monacato responde pidiendo un diálogo libre, abierto, humilde y confiado entre monje y abad; aunque, al final, si se le pide, el monje «obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios»[102]. El Santo de Asís, por su parte, invita a llevar a cabo una «obediencia caritativa», en la que el fraile sacrifica voluntariamente sus puntos de vista y cumple la orden dada, porque de esta forma «cumple con Dios y con el prójimo»[103]. Y ve una «obediencia perfecta» cuando, no pudiendo obedecer porque se le manda «algo que está contra su alma», el religioso no rompe la unidad con el superior y la comunidad, dispuesto incluso a soportar persecuciones a causa de ello. De hecho -observa san Francisco- «quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos»[104]. Así nos recuerda que el amor y la comunión representan valores supremos, a los cuales incluso la autoridad y la obediencia están subordinados.
Hay que reconocer, por una parte, que es comprensible un cierto apego a ideas y convicciones personales que son fruto de la reflexión o de la experiencia y han ido madurando en el tiempo; y que es cosa buena tratar de defenderlas y sacarlas adelante, siempre en la perspectiva del Reino, en un diálogo abierto y constructivo. Pero no hay que olvidar, por otro lado, que el modelo es siempre Jesús de Nazaret, que en la Pasión pidió a Dios cumplir su voluntad de Padre, sin retroceder ante la muerte en cruz (cf. Hb 5, 7-9).
La persona consagrada, cuando se le pide que renuncie a las propias ideas y proyectos, puede experimentar desconcierto y sensación de rechazo de la autoridad, o advertir en su interior «fuertes gritos y lágrimas» (Hb 5, 7) y la súplica de que pase ese amargo cáliz. Pero ése es el momento justo para confiarse al Padre a fin de que se cumpla su voluntad y poder así participar activamente, con todo el ser, en la misión de Cristo «para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
Al pronunciar estos difíciles «sí», puede comprenderse a fondo el sentido de la obediencia como supremo acto de libertad, expresado en un total y confiado abandono de sí a Cristo, Hijo que libremente obedece al Padre. Igualmente se podrá entender el sentido de la misión como oferta obediente de sí mismo, que atrae la bendición del Altísimo: «Yo te bendeciré con todo tipo de bendiciones… (Y) serán benditas todas las naciones de la tierra, por haberme obedecido tú» (Gn 22, 17.18). En esta bendición, la persona consagrada obediente sabe que recuperará todo lo que ha dejado con el sacrificio de su desprendimiento; en esta bendición se esconde también la plena realización de su misma humanidad (cf. Jn 12, 25).
Aquí puede surgir un interrogante: ¿puede haber situaciones en que la conciencia personal parezca que no permite seguir las indicaciones dadas por la autoridad? O, de otra forma, ¿puede ocurrir que el consagrado se vea obligado a declarar, respecto de las normas o los propios superiores: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29)? Sería el caso de la llamada objeción de conciencia, de la que habló Pablo VI[105], y que debe entenderse en su significado auténtico.
Si es verdad que la conciencia es el ámbito en que resuena la voz de Dios que nos indica cómo comportarnos, no lo es menos que hace falta aprender a escuchar esa voz con gran atención, para saber reconocerla y distinguirla de otras voces. En efecto, no hay que confundir esa voz con otras que brotan de un subjetivismo que ignora o descuida las fuentes y criterios irrenunciables y vinculantes en la formación del juicio de conciencia: «el «corazón» convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios «verdaderos» de la conciencia»,[106] y «la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad»[107].
En consecuencia, la persona consagrada deberá reflexionar con calma antes de concluir que la voluntad de Dios la expresa, más que el mandato recibido, lo que ella siente en su interior. Y tendrá que recordar que la ley de la mediación rige en todos los casos, absteniéndose de tomar decisiones graves sin contraste ni comprobación alguna. No se discute, ciertamente, que lo importante es llegar a conocer y cumplir la voluntad de Dios; pero debería ser igual de indiscutible que la persona consagrada se ha comprometido con voto a captar esta santa voluntad a través de determinadas mediaciones. Afirmar que lo que cuenta es la voluntad de Dios y no las mediaciones, y rechazar éstas o aceptarlas sólo a conveniencia, puede quitar significado al voto y vaciar la propia vida de una de sus características esenciales.
Por consiguiente, «hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las Constituciones del Instituto, o que implicase un mal grave y cierto –en cuyo caso la obligación de obedecer no existe–, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente menos buena, que es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco real, la oscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia» (Hb 5, 8)»[108]”. Hasta aquí la citación del documento de la CIVCSVA[109].
Por todo esto nada tiene que ver con el voto de obediencia de un miembro del Instituto del Verbo Encarnado, la conducta de aquellos falsos hermanos[110] que actuando “bajo capa de ‘razonable’, se ponen en contra de sus superiores, con quejas, murmuraciones y oposiciones, para continuar viviendo según su propia voluntad desordenada”[111]. Porque eso es una falta de obediencia que lleva a la aflicción, a la intranquilidad, a sentir pesada la vida religiosa y no pocas veces a la infidelidad y al abandono de la misma vida religiosa; pues se ataca a la misma esencia de la vida religiosa en uno de sus votos, que además es el más importante de todos; pero más aún, porque ataca a su misma finalidad que da sentido a todo lo demás: la caridad[112].
Por el contrario, “si vosotros cumplís la obediencia del modo indicado –dice el derecho propio citando a San Juan Bosco– os puedo asegurar, en nombre del Señor, que pasaréis en la congregación una vida tranquila y feliz”[113].
Por eso podemos decir que el voto de obediencia nos libera “también en algún sentido de la preocupación e inseguridad en la conducción de la propia vida en relación a Dios”[114], como dice el Apóstol: Obedeced a vuestros jefes y estadles sujetos, que ellos velan sobre vuestras almas[115]. Y que además este voto nos “lleva a la madurez humana. [Ya que,] ‘lejos de menoscabar nuestra dignidad la lleva a la madurez, haciéndonos crecer en la libertad de los hijos de Dios’[116]. Siendo ‘una particular expresión de la libertad interior’[117]. Como Cristo, quien afirmó: Yo doy mi vida…nadie me la quita, soy Yo quien la doy por mí mismo[118]”[119].
No ha faltado, en la historia de la vida consagrada y de nuestro mismo Instituto en años pasados, quien haya considerado que la obediencia es un “mal necesario” dentro de la vida religiosa. Algo así como que, si somos muchos, alguno tiene que “organizar”. En esta concepción se considera que de hecho la obediencia es un mal en cuanto coarta la libertad de las personas y en muchos casos impide su realización personal. Con lo dicho ya hemos mostrado que tal tesis es insostenible, y le falta totalmente la consideración teológica del voto de obediencia y la consideración de la misma vida consagrada como un “espacio teologal”, en feliz expresión de San Juan Pablo II[120]. El mismo Santo Pontífice enseñaba que este tipo de actitudes puede provenir “de aquellas concepciones de libertad que, en esta fundamental prerrogativa humana, prescinden de su relación constitutiva con la verdad y con la norma moral[121]”. Y seguía enseñando que “la obediencia que caracteriza la vida consagrada… hace presente de modo particularmente vivo la obediencia de Cristo al Padre y, precisamente basándose en este misterio, testimonia que no hay contradicción entre obediencia y libertad. En efecto, la actitud del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a la voluntad del Padre, y el misterio de la obediencia como camino para lograr progresivamente la verdadera libertad. Esto es lo que quiere expresar la persona consagrada de manera específica con este voto, con el cual pretende atestiguar la conciencia de una relación de filiación, que desea asumir la voluntad paterna como alimento cotidiano (cf. Jn 4, 34), como su roca, su alegría, su escudo y baluarte (cf. Sal 18/17, 3). Demuestra así que crece en la plena verdad de sí misma permaneciendo unida a la fuente de su existencia y ofreciendo el mensaje consolador: Mucha es la paz de los que aman tu ley, no hay tropiezo para ellos (Sal 119/118, 165)”[122].
Es entonces el ejemplo de Cristo, cuyo modo de vida estamos llamados a imitar, el que nos empuja a abrazar la obediencia. Oponer obediencia a libertad es considerar que el mismo Cristo no habría sido libre. Porque de Él se exalta en la Escritura precisamente su obediencia al Padre, cuya voluntad era su alimento[123], cuya oración fue, desde el momento de su ingreso en este mundo (en la Encarnación)[124] hasta su pasión: Padre, que se cumpla tu voluntad y no la mía[125]… no como quiero yo, sino como quieres tú[126]. Fue Él quien se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz[127], y quien siendo Hijo tuvo que aprender por sus padecimientos qué cosa significa obedecer[128], y quien fue escuchado precisamente por su actitud reverente[129], es decir, por su humilde sumisión. Pues bien, este mismo Señor, de quien tanto se alaba su obediencia, fue sumamente libre, augustamente libre, inconmensurablemente libre: Yo doy mi vida… nadie me la quita, soy Yo quien la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de volver a tomarla[130]. Y en su obediencia al designio salvador del Padre, no desdeñó, sino que quiso someterse también a mediaciones humanas, como a su padre terrenal y a su Madre: les estaba sujeto[131]. Se hizo como oveja llevada al matadero[132], y se entregó voluntariamente en manos de hombres pecadores, como Él mismo había anunciado[133]: de Herodes, de Pilatos, del tribunal del Sanedrín, de los soldados romanos. ¿No había venido acaso a reparar nuestra desobediencia? ¿No nos salvó acaso de este modo? ¿No es esta actitud lo que queremos imitar cuando al profesar los votos religiosos libremente queremos imitar el modo de vida que Él eligió para sí mismo y al cual asoció a los Apóstoles?[134].
Por lo dicho hasta aquí, podemos decir que “las renuncias, reales y notables, que exigen los votos no producen en nosotros un efecto despersonalizador, sino que están destinados a perfeccionar nuestra vida, como fruto de una gracia sobrenatural que responde a las aspiraciones más nobles y profundas de nuestro corazón. Es en este sentido que Santo Tomás habla de spiritualis libertas y de augmentum spirituale: libertad y crecimiento del espíritu”[135]. Ni mucho menos los votos coartan o frustran nuestra libertad, antes bien, estamos convencidos de que nuestra libertad es elevada, se hace más genuina, más profunda, más plena y nos lleva a una comunión mucho mayor con Dios y con los demás. Nutrido nuestro espíritu en esta libertad de hijos de Dios nos lanzamos a la maravillosa aventura de la entrega total a los ideales del evangelio, a la Persona de Cristo, en la Iglesia y a la misión. “Y para mejor hacerlo hacemos un cuarto voto de consagración a María en materna esclavitud de amor”[136].
En fin, la libertad con mayúscula la da precisamente la práctica auténtica de los votos religiosos[137]. Así es que alcanzamos nuestra plenitud y máximo señorío: cuando más acabadamente cumplimos la voluntad de Dios. Oponerse a esto es una obra distintiva del demonio, envidioso de la perfección del hombre, que suscita “charlatanes y maestros de seducción”, como afirma enérgicamente Santo Tomás[138].
3. Formar hombres auténticamente libres[139]
Por lo antes dicho, surge naturalmente el ímpetu incontenible de querer “formar hombres auténticamente libres, dueños de sí mismos, que por poseerse puedan darse totalmente”[140].
En este sentido el derecho propio dedica muchos párrafos a delinear lo que se entiende por formar un “hombre auténticamente libre” según el espíritu que anima a nuestro Instituto, y los medios que contamos para ello.
Nuestras Constituciones explícitamente definen el ser hombres auténticamente libres diciendo: “Libres, [es decir] que todo lo hagan por amor. Que hagan el bien aunque nadie los mire, ni el Superior los vigile, ni por alabanzas o premios. Que no sean obsecuentes con los Superiores, tratando de obtener ventajas. Que sepan hacer la corrección fraterna, sin importarles lo que piensen de ellos. Que entiendan con Santa Teresa de Jesús, que ‘era todo nada y cómo acaba en breve’[141]”[142].
Y el Directorio de Seminarios Mayores detalla: “queremos formar seminaristas que vivan el ‘señorío’, sobre sí mismos, sobre los hombres, sobre el mundo y sobre el demonio; que gocen de la ‘libertad’ de los hijos de Dios en la docilidad plena al Espíritu Santo, estando convencidos de que todo es vuestro; ya Pablo, ya Apolo, ya Cefas; ya el mundo, ya la vida, ya la muerte; ya lo presente, ya lo venidero, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios[143]; que tengan ‘espíritu de príncipes’ y sean nobles[144]; que sean valerosos y estén totalmente resueltos a alcanzar la santidad[145]; que superen las tentaciones propias del estado sacerdotal[146] […] Seminaristas que admiren y amen la verdad, gracias a una formación intelectual amplia; que den tiempo a la teoría y al ocio intelectual[147], y que sea verdadera búsqueda de la verdad, es decir que lleguen a conocerla con certeza y apropiarla en la contemplación; que tengan una inteligencia que se aplique a las cosas temporales en subordinación a la consideración de las realidades eternas, de modo que unas sirvan de medio para conocer las otras […] Acostumbrados a la disciplina, es decir, ‘la sumisión a las reglas de vida en orden a que la verdad se encarne en la vida de los discípulos’[148], que sean hombres virtuosos según la doctrina de ‘los grandes maestros de la vida espiritual’[149] […] Seminaristas que sepan dar su valor a cada cosa y de modo jerárquico; que amen el Instituto viviendo el carisma propio[150] […] Seminaristas con alma de artista […] Queremos formar, por encima de todo, seminaristas que estén dispuestos a ‘la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral’[151], incluso hasta el martirio[152], […] Queremos formar a nuestros futuros sacerdotes para ‘que sean poetas, metafísicos y soldados, que canten, contemplen y peleen[153]’[154].
Para esto contamos con numerosos medios para la formación humana, intelectual, espiritual y pastoral de todos los candidatos. Ya que “junto con la educación de la inteligencia, es necesario formar adecuadamente la voluntad, mediante la práctica constante de todas las virtudes y el dominio de las pasiones, de manera tal que siempre y en todo se busque y elija sólo el bien mejor”[155], ya que así se es verdaderamente libre.
Pero no sólo se trata de formar hombres libres sino de formar en la libertad. Así lo establece el derecho propio, siguiendo las indicaciones del Magisterio eclesiástico: “Es necesaria la formación en orden a una libertad responsable unida a la educación de la conciencia moral[156]; para dar ‘una respuesta consciente y libre –y, por tanto, por amor– a las exigencias de Dios y de su amor’[157]”[158]. Ya que, en definitiva, “el hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad”[159].
Y en esta tarea es clave la importantísima y delicada misión de quienes se desempeñan como formadores de nuestros miembros ya que de ellos “depende principalmente la formación de los alumnos”[160]. Porque “no se gana absolutamente nada teniendo ‘clones’. Formar ‘en serie’ es una desgracia, una falta de respeto a la dignidad del ser humano y es una falta de respeto a la dignidad que debe tener todo religioso y toda religiosa. Es preferible que haya incluso cierto desorden, antes que atentar contra la libertad”[161]. Y por lo tanto se debe promover al máximo –como siempre hemos intentado hacer– el respeto a la libertad y a la conciencia tanto de unos y otros en todo lo que es legítimo: “respetar lo específico de cada uno y de su aporte a la comunidad: unos como superiores y otros como alumnos”[162].
Esta formación en la libertad implica ciertamente la educación según los votos religiosos, según lo antes dicho, en la cual “el seminarista es el protagonista necesario e insustituible de su formación”[163] “precisamente por medio de la docilidad […] que incluye necesariamente ‘acoger las mediaciones humanas de las que el Espíritu Santo se sirve’[164]. Esta docilidad no se contrapone a la debida libertad, sino que propiamente en la dócil acogida de la acción educativa de los formadores se muestra y perfecciona de un modo radical[165]”[166].
Tengamos siempre presente que “lo que cada uno no hace, no lo puede hacer nadie, ni el mismo Dios, porque a nadie Dios hace santo contra su voluntad. En este sentido puede llegar a afirmarse la necesidad de una correcta ‘autoformación’, es decir, del uso responsable de una libertad que presta una ‘colaboración personal, convencida y cordial’[167] a la acción del Espíritu Santo y de los distintos formadores”[168]. Nuestros seminaristas “deben aprender imprescindiblemente a gobernarse por sí mismos, como lo exige la naturaleza de la virtud… Este es el fin y el culmen de toda verdadera educación”[169].
Por esta razón debe “fomentarse, como el mejor medio para educar en este obrar libre, la participación de todos”[170], participación que debe ser responsable y con claras actitudes de disponibilidad a un generoso y diligente compromiso[171]. Así es que se obtendrá un mayor y más profundo compromiso de todos, siendo activos en el proceso de formación y no objetos meramente pasivos[172], lo cual equivaldría a no formarse de ningún modo.
Es nuestro deber, y siempre lo ha sido, el esforzarnos para alcanzar realmente esa libertad, esa libertad verdadera que es una libertad que cuesta, es una libertad que implica sacrificio, una libertad que implica renuncia, pero en la cual se encuentra el verdadero amor. De lo contrario, el alma no podrá alcanzar la medida de la estatura de la plenitud de Cristo[173], que es la santidad[174], como diáfanamente ilustra el Santo de Fontiveros: “porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión”[175].
Entonces, muy queridos todos y ya para concluir: no nos conformemos con una libertad falsa o recortada, sino heroica y plena. No somos libres sólo porque podemos hacer lo que nos gusta, o lo que nos permiten los pocos o muchos medios de que podamos disponer. No somos libres en absoluto cuando ‘nos realizamos’ con perjuicio y daño de los demás. No somos más libres porque tengamos más opciones. Ni somos más libres cuando actuamos como si no conociéramos otro magisterio que el juicio propio, ni otra ley que la voluntad propia. No somos totalmente libres cuando no estamos plenamente disponibles para la misión o para lo que nos solicitan nuestros superiores. No somos libres cuando no somos dóciles a la disciplina de Cristo y no nos dejamos enseñorear por Él[176]. Porque todo eso demuestra que nuestro corazón no está vacío para que Dios le llene de su inefable deleite. Por tanto: “¡Dios nos libre de tan malos embarazos, que tan dulces y sabrosas libertades estorban!”[177].
Que el “sí” de la Santísima Virgen por medio del cual Ella se hizo esclava[178] sea el modelo según el cual configuremos nuestra vida a la del Verbo, quien se hizo carne en su seno purísimo.
Un gran abrazo para todos.
En el Verbo Encarnado,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General
1 de junio de 2018
Carta Circular 23/ 2018
[1] Benedicto XVI, Lectio Divina a los Seminaristas del Seminario Mayor Romano, (23/02/2009).
[2] Cf. P. C. Buela, El Arte del Padre, Parte III, cap. 6, V.
[3] San Juan Pablo II, Homilía en la Iglesia de San Estanislao de los Polacos en Roma, (28/06/1992); citado en Directorio de Espiritualidad, 193.
[4] Cf. Rom 8, 21.
[5] 2 Cor 3, 17.
[6] Constituciones, 34.
[7] San Juan Pablo II, Mensaje para la XXXIV Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, (20/04/1997).
[8] Constituciones, 254; 257.
[9] Constituciones, 34; op. cit. Cf. Rom 8, 21.
[10] Constituciones, 43.
[11] Cf. Gal 5, 13.
[12] Gal 5, 1.
[13] Directorio de Espiritualidad, 191.
[14] 1 Pe 2, 16.
[15] Cf. Gal 5, 13.
[16] Cf. Directorio de Espiritualidad, 194.
[17] Rom 8, 21.
[18] Jn 8, 32.
[19] 2 Cor 3, 17.
[20] San Agustín, In Epistola Ioannis ad Parthos, VII, 8.
[21] San Juan de la Cruz, Monte de perfección, Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1982, 71.
[22] Directorio de Espiritualidad, 195.
[23] Gal 4, 3.
[24] Cf. 2 Cor 3, 6.
[25] Cf. 1 Cor 2, 12.
[26] Cf. Directorio de Espiritualidad, 39; op. cit. Cf. Gal 5, 1-2.
[27] Directorio de Espiritualidad, 192; op. cit. Documento de Puebla, 322.
[28] Cf. Sal 50, 14, en la versión de la Vulgata; citado en Directorio de Espiritualidad, 41.
[29] Directorio de Espiritualidad, 41.
[30] Directorio de Seminarios Mayores, 159.
[31] Cf. Directorio de Espiritualidad, 196.
[32] Directorio de Espiritualidad, 198; op. cit. Ad II Cor III, lectio III, nº 112.
[33] Constituciones, 43.
[34] Cf. Rom 14, 17 citado en Constituciones, 34.
[35] Directorio de Espiritualidad, 197; op. cit. San Luis María Grignion de Montfort, Oración abrasada.
[36] Ven. Arzobispo Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 14. [Traducido del inglés]
[37] Constituciones, 185.
[38] Constituciones, 56.
[39] Cf. Directorio de Espiritualidad, 73.
[40] San Juan Pablo II, Carta a los Participantes en la XV Asamblea General de la Conferencia de los Religiosos de Brasil, (11/07/1989).
[41] Lc 4, 18.
[42] Directorio de Seminarios Mayores, 157.
[43] Constituciones, 80.
[44] Directorio de Espiritualidad, 244.
[45] Directorio de Espiritualidad, 59.
[46] Cf. Jn 8, 32.
[47] San Ireneo, Adv. Haer., III. 15, 3; P.G. 7.919.
[48] Cf. Constituciones, 198.
[49] Directorio de Seminarios Mayores, 159.
[50] Redemptor Hominis, 21.
[51] CIVCSVA, Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio (19/05/2002) 13; cf. Directorio de Vida Consagrada, 55.
[52] Constituciones, 49.
[53] Directorio de Vida Consagrada, 14.
[54] Cf. 2 Cor 11, 26.
[55] Gal 2, 4. Cf. Constituciones, 96.
[56] San Juan Pablo II, A los religiosos y religiosas en el Santuario de Paola, Italia, (05/10/1984).
[57] Directorio de Vida Consagrada, 195; op. cit. Perfectae Caritatis, 14. Cf. Orientaciones sobre la Formación en los Institutos Religiosos, 15.
[58] Cf. Constituciones, 254; 257 (nuestra fórmula de profesión de los votos).
[59] Ibidem.
[60] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 15 A la M. Leonor de San Gabriel, OCD, (18/07/1589).
[61] Mt 19, 12.
[62] Constituciones, 55.
[63] Directorio de Vida Consagrada, 134; op. cit. Redemptionis Donum, 11.
[64] Constituciones, 56.
[65] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 136.
[66] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 45.
[67] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 138.
[68] Hogar San Martín de Tours y Hogar San Juan Bosco (ambos en Argentina); Hogar Sagrado Corazón (Chile); Hogar San Aníbal de Francia (Perú); dos albergues De los Sagrados Corazones (ambos en Cotahuasi, Perú); Hogar San Juan Bosco (Guyana); Hogar de Discapacitados Ntra. Sra. de Guadalupe (Egipto), Hogar Niño Dios (Tierra Santa – Belén).
[69] Directorio de Vida Consagrada, 144.
[70] 1 Cor 7, 32-33.
[71] Directorio de Vida Consagrada, 140.
[72] Directorio de Vida Consagrada, 141.
[73] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 142.
[74] Directorio de Vida Consagrada, 100; op. cit. Mensaje del Sínodo, IX° Asamblea General Ordinaria, sobre “La Vida Consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo”, OR (04/12/1994), 5.
[75] Constituciones, 63.
[76] Constituciones, 70.
[77] Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 186, 3, ad 2.
[78] Constituciones, 63.
[79] Constituciones, 61; op. cit. Ad Rusticum Monachum, Ep. 125: ML 22,1085.
[80] Beato Pablo VI, Evangelica testificatio, 19.
[81] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 16, A la M. María de Jesús, OCD, (18/07/1589).
[82] Constituciones, 68.
[83] Ibidem.
[84] Constituciones, 75; Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 186, 8.
[85] Flp 2, 8.
[86] San Juan Pablo II, Audiencia General, (07/12/1994); op. cit. Cf. S. Th., II-II, q. 186, aa. 5, 7 y 8.
[87] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 169.
[88] Perfectae Caritatis, 14.
[89] Constituciones, 73; op. cit. Heb 5, 8.
[90] Constituciones, 74; op. cit. Flp 2, 8.
[91] Constituciones, 74; op. cit. Cf. CIC, c. 60.
[92] Ibidem; op. cit. 1 Tes 5, 12-13.
[93] Constituciones, 73; op. cit. Santo Tomás de Aquino, Super Ep. ad Hebraeos Lectura, V, 8, lectio II, nº 259, Ed. Marietti.
[94] San Juan Bosco, Carta Circular sobre los Castigos, (29/01/1883), 1.
[95] Cf. Constituciones, 78. En consonancia con el Doctor Angélico que sostiene que el religioso debe atenerse al juicio del superior. Cf. S. Th., I-II, q. 13, a. 5, ad 3.
[96] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 188.
[97] Constituciones, 75.
[98] Cf. Beato Pablo VI, Evangelica testificatio, 28.
[99] San Juan de la Cruz, Cautelas 12, Segunda cautela contra el demonio. Citada en Constituciones, 76.
[100] Cf. Constituciones, 79.
[101] Directorio de Espiritualidad, 155.
[102] San Benito, Regla 68, 1-5, 182-183.
[103] Admoniciones III, 5-6, 78.
[104] Admoniciones III, 9, 78
[105] Beato Pablo VI, Evangelica Testificatio, 28-29.
[106] S. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor (06/08/1993) 64.
[107] Ibidem, 64.
[108] Beato Pablo VI, Evangelica testificatio, 28.
[109] CIVCSVA, El servicio de la autoridad y la obediencia (11/05/2008), 26-27.
[110] Cf. 2 Cor 11, 26.
[111] Directorio de Vida Consagrada, 192.
[112] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 193.
[113] Reglas o constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales, VIII. Citadas en Constituciones, 77.
[114] Directorio de Vida Consagrada, 171.
[115] Hb 13, 17.
[116] Cf. Perfectae Caritatis, 14. Cf. Orientaciones sobre la Formación en los Institutos Religiosos, 15.
[117] Redemptionis Donum, 13.
[118] Jn 10, 17-18.
[119] Directorio de Vida Consagrada, 195.
[120] Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata (25/03/1996), 42.
[121] Cf. Carta Encíclica Veritatis splendor (06/08/1993), 31-35.
[122] Vita consecrata, 91.
[123] Jn 4, 34.
[124] Cf. Heb 10, 7-9.
[125] Lc 22, 42.
[126] Mt 26, 39.
[127] Flp 2, 8.
[128] Heb 5, 8.
[129] Heb 5, 7.
[130] Jn 10, 17-18.
[131] Lc 2, 51.
[132] Hech 8, 32; Is 53, 7.
[133] Lc 24, 7.
[134] Cf. San Juan Pablo II, Vita consecrata, 1, 16, 41, 93; cf. Lumen Gentium, 44.
[135] San Juan Pablo II, Audiencia General, (09/11/1994); op. cit. S. Th., II-II, q. 184, a. 4.
[136] Constituciones, 254; 255.
[137] Cf. P. C. Buela, El Arte del Padre, Parte III, cap. 6, V.
[138] Cf. Santo Tomás de Aquino, De perfectione spiritualis vitae, c. 13.
[139] Constituciones, 200.
[140] Ibidem.
[141] Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, III, 5.
[142] Constituciones, 198.
[143] 1 Co 3, 21-23.
[144] Cf. Directorio de Espiritualidad, 41.
[145] Cf. Directorio de Espiritualidad, 42.
[146] Cf. Directorio de Espiritualidad, 108.
[147] Cf. Constituciones, 199.
[148] Constituciones, 216.
[149] Constituciones, 212.
[150] Cf. Constituciones, 208.
[151] Optatam Totius, 9.
[152] Cf. Directorio de Espiritualidad, 37.
[153] Directorio de Espiritualidad, 108.
[154] Directorio de Seminarios Mayores, 456- 462.
[155] Constituciones, 200.
[156] Cf. Pastores Dabo Vobis, 44.
[157] Ibidem.
[158] Directorio de Seminarios Mayores, 185.
[159] Directorio de Seminarios Menores, 66; op. cit. Gaudium et Spes, 11. Cf. Gaudium et Spes, 17; San Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 34.
[160] Directorio de Seminarios Mayores, 27.
[161] P. C. Buela, El Arte del Padre, Parte III, cap. 6, V.
[162] Directorio de Seminarios Mayores, 151.
[163] Directorio de Seminarios Mayores, 28.
[164] S. Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis, 69; CIVCSVA, El servicio de la autoridad y la obediencia, (11/05/2008), 26-27.
[165] “El aspirante fortalecerá de una manera más radical su libertad acogiendo la acción formativa del Espíritu” (Pastores Dabo Vobis, 69).
[166] Directorio de Seminarios Mayores, 154.
[167] Pastores Dabo Vobis, 69.
[168] Directorio de Seminarios Mayores, 28.
[169] Directorio de Seminarios Mayores, 159.
[170] Directorio de Seminarios Mayores, 162.
[171] Directorio de Seminarios Mayores, 160; op. cit. Directrices sobre la preparación de los formadores en los seminarios, 40.
[172] Cf. Congregación para la Educación Católica, Directrices sobre la preparación de los formadores en los seminarios (04/11/1993), 40. Citado en Directorio de Seminarios Mayores, 161.
[173] Constituciones, 195; op. cit. Ef 4, 13.
[174] Directorio de Seminarios Menores, 66: “El santo es el más libre, el más señor de sí mismo y de las cosas”.
[175] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, Libro I, cap. 11, 4.
[176] Cf. Constituciones, 216.
[177] Cf. San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 7, A las Carmelitas Descalzas de Beas, (18/11/1586).
[178] Cf. Lc 1, 38.