Roma, Italia, 30 de septiembre de 2017
Memoria de San Jerónimo, Sacerdote y Doctor de la Iglesia
Carta Circular 15/2017
“La Palabra de Dios […] es en verdad la fuerza de nuestro Instituto”
Directorio de Espiritualidad, 238
Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:
Celebramos hoy la memoria del augusto Doctor de la Iglesia San Jerónimo, cuya doctrina nutre copiosamente el derecho propio e informa varios aspectos específicos de la vida consagrada en nuestro Instituto. Así, por ejemplo, y solo para ilustrar, de él tomamos la frase “seguir desnudo a Cristo desnudo” al referirnos a nuestro modo de vivir el voto de pobreza, que para nosotros “consiste en el abandono voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores de este mundo con el fin de buscar únicamente a Dios”. Es también su sabiduría la que nos previene contra el desorden de la propia voluntad a la hora de practicar el voto de obediencia diciéndonos: “mis palabras pretenden enseñarte a no confiar en tu propia voluntad”. Y es también su ejemplo el que nos guía en nuestro empeño apostólico: “Si quieres desempeñar el oficio de sacerdote, haz de modo que salves tu alma salvando la de los demás”.
Pero, por sobre todo, es de San Jerónimo “a quien la Iglesia católica reconoce y venera como el Doctor Máximo concedido por Dios en la interpretación de las Sagradas Escrituras”, de quien aprendemos a amar y a valorar “la riqueza del tesoro celestial que es la Palabra de Dios”, hasta el punto de anhelar que “la Sagrada Escritura sea el alma de nuestra alma, de nuestra espiritualidad, teología, predicación, catequesis y pastoral”, y entonces pueda “decirse de nosotros lo que decía San Jerónimo de una persona conocida suya: ‘A través de la diaria lectura y meditación de la Escritura, ha hecho de su corazón una biblioteca de Cristo’, porque para nosotros “la Palabra de Dios no representa menos que el Cuerpo de Cristo”. Pues, porque él nos ensenó que “ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”, nosotros fervorosamente confesamos “que estudiar las Escrituras es estudiar a Cristo”.
Por eso en la presente Carta Circular quisiera desarrollar la importancia que tiene para nosotros el estudio de la Sagrada Escritura, y la necesidad de la práctica de la lectio divina, ambos medios irrenunciables para llegar a la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús.
1. El estudio de la Sagrada Escritura
El Magisterio de la Iglesia, en el último Concilio Ecuménico, exhortaba “con vehemencia a todos los cristianos, en particular a los religiosos, a que aprendan el sublime conocimiento de Jesucristo, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras”.
Nosotros que queremos “formar para la Iglesia Católica sacerdotes según el Corazón de Cristo” y fieles a la enseñanza de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia que manda que: ‘Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes y diáconos […] dedicados por oficio al ministerio de la palabra, lean y estudien asiduamente la Escritura para no volverse ‘predicadores vacíos de la palabra’”, y reconociendo como aseveración certísima que “el conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios revisten un significado específico con el ministerio profético del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una condición imprescindible, principalmente en el contexto de la nueva evangelización”, queremos que todos nuestros miembros –ya desde el Seminario Menor y el Noviciado– “abreven su espíritu en la Palabra de Dios”, porque es a la luz de la Sagrada Escritura donde se revela el Corazón de Cristo y va aprendiendo el nuestro qué significa amar y entregarse.
Así pues, el “conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios” es uno de los medios por el que adquirimos “la santa familiaridad con el Verbo hecho carne” y nos convertimos en sacerdotes idóneos para el amo, es decir en imágenes vivas y transparentes del Buen Pastor.
Más aún, dado que lo nuestro “es imitar lo más perfectamente posible a Jesucristo”, reproduciéndolo, haciéndonos semejantes a Él y configurándonos con Él, y queremos, además, dar “testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas”, la Sagrada Escritura es el eje central de nuestra formación en todos sus aspectos. Porque “así como el Verbo se hizo carne en Jesucristo, el Verbo también –por así decirlo– se hizo letra en los Evangelios, porque quiso dejarnos documentos escritos, que nos transmiten los Apóstoles y la Iglesia, por la cual, de una manera verdadera, nos llega la verdad cierta acerca de Jesucristo”. Por tanto, la Palabra de Dios es la piedra basal sobre la que se asientan los cuatro pilares de nuestra formación y que aquí me permito señalar muy brevemente:
– En lo que se refiere a nuestra formación humana: ya que es contemplando en las Sagradas Escrituras al Verbo en su naturaleza humana que aprendemos “las virtudes del anonadarse: humildad, pobreza, dolor, obediencia, renuncia a sí mismo, misericordia y amor a todos los hombres”. Más aún, las Sagradas Escrituras nos permiten conocer al modelo perfecto de una personalidad equilibrada, sólida y libre, es decir, Jesucristo.
– Respecto a nuestra formación espiritual: porque si la vida espiritual se entiende “como relación y comunión con Dios”, para nosotros, la meditación de la Palabra de Dios acrecienta y profundiza nuestra amistad e intimidad con Cristo. Es en el contacto con Cristo en su Palabra Escrita que nuestros religiosos “captan el ‘estilo’ de Nuestro Señor Jesucristo”.
– Respecto de nuestra formación intelectual: porque si “en la formación intelectual, el principio y fin es Jesucristo”, Él es conocido de manera especial a través de la Sagrada Escritura. Es más, “Él es la luz de las Páginas Sagradas: les abrió la inteligencia para que comprendieran las Escrituras y Él es el centro de la Escritura Santa: …les fue declarado todo cuanto a Él se refería en todas las Escrituras”.
– Y en lo concerniente a nuestra formación pastoral la Sagrada Escritura es principalísima: porque el mismo Verbo Encarnado que “sin dejar de ser Dios” habitó entre nosotros y nos mandó: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura también nos enseñó “a estar en el mundo”, “sin ser del mundo”. Y es precisamente comprendiendo el corazón del Evangelio que aprendemos aquello que es diametralmente opuesto a lo que el mundo quiere. Pues para nosotros “la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del mensaje que proclama trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambientes concretos”. De aquí que “el estudio y la enseñanza de la Sagrada Escritura” sea uno de nuestros apostolados principales. Lo recuerda también el Papa Francisco: “Toda la evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización”. Por tanto, todos nuestros miembros y especialmente aquellos “dedicados al apostolado intelectual se dedican con gran esfuerzo al estudio de la Sagrada Escritura y ésta ocupa un lugar preeminente en sus enseñanzas y publicaciones; no sólo a título de fuente principal de sus afirmaciones, sino incluso escribiendo y enseñando sobre ella”. Porque estamos convencidos de que es “indispensable que la Palabra de Dios ‘sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial’”.
Ahora bien, la lectura y estudio de la Sagrada Escritura a la que tanto nos anima el derecho propio reviste también una característica que nos honra. A saber: “la lectura de la Sagrada Escritura tiene que ser hecha ‘en Iglesia’ porque como dice San Pablo: …debéis ante todo saber que ninguna profecía de la Escritura es (objeto) de interpretación privada. Por eso firmemente sostenemos que es absolutamente necesaria la más estricta fidelidad al Magisterio supremo de la Iglesia de todos los tiempos, norma próxima de la fe”.
San Jerónimo decía: “El que está unido a la cátedra de Pedro, está conmigo” y “siempre fiel a esta regla de fe en el estudio de las Escrituras, rechazó con este único argumento cualquier falsa interpretación del sagrado texto”.
También nosotros fieles a la Iglesia –pues “Cristo mismo está Encarnado en su Cuerpo, la Iglesia”– y a la exhortación del apóstol San Pablo arriba mencionada, acogemos la palabra divina no como palabra de hombres, sino como es verdaderamente: como palabra de Dios que obra en los que creen. “Esta palabra está escrita en el Evangelio”–decía San Juan Pablo II– “y ha sido fielmente traducida, explicitada y desarrollada en la palabra de la Iglesia”.
Por eso, lejos de nosotros el creer que fuera de la comunidad de los creyentes se pueden comprender mejor los textos bíblicos. ¡Todo lo contrario! Pues los textos bíblicos no han sido dados a investigadores individuales “para satisfacer su curiosidad o proporcionarles temas de estudio y de investigación”; antes bien, dichos textos han sido confiados a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar su fe y guiar su vida de caridad.
“Este estudio de la Sagrada Escritura ‘en Iglesia’ nos ha de llevar ‘a poseer una visión completa y unitaria de las verdades reveladas por Dios en Jesucristo y de la experiencia de fe de la Iglesia; de ahí la doble exigencia de conocer todas las verdades cristianas y conocerlas de manera orgánica’”.
Cabe mencionar que, en esta ocupación tan ilustre, el derecho propio nos presenta como modelo al Doctor Angélico diciendo: “Se ha de tener como modelo y fuente del estudio de la Sagrada Escritura a Santo Tomás exégeta, que fue aquel que más penetró el sentido de las Escrituras”. Entonces, el conocimiento de Santo Tomas –señala con marcado énfasis el Directorio de Formación Intelectual– “es de insoslayable y fundamental importancia para la recta interpretación de la Sagrada Escritura”.
Así imbuidos del espíritu del Verbo Encarnado podemos hacer nuestra la afirmación del Papa Benedicto XVI que el Papa Francisco se complace en recoger en su primera exhortación apostólica: “Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente ‘Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado’”. Y si bien somos destinatarios de la revelación divina también nos reconocemos sus anunciadores ya que, así como el Verbo fue enviado por el Padre para cumplir su voluntad, asimismo Él nos atrajo hacia sí y nos hizo partícipes de su vida y misión llamándonos a vivir, a creer y a comunicar la fe cristiana. Es precisamente de la Palabra de Dios de donde surge la misión, por eso decimos: ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!. Es más, con sano orgullo confesamos que Ella misma es nuestra fuerza.
Convencidos de que nuestra fe “no es una ‘religión del Libro’ sino que es la ‘religión de la Palabra de Dios’, no de ‘una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo’”, con gran ímpetu nos dedicamos a la predicación de la Palabra de Dios “en todas sus formas”:
– Con un catecismo que presenta fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura con “una iniciación ordenada y sistemática de la Revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en Jesucristo, revelación conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras y comunicada constantemente, mediante una traditio viva y activa, de generación en generación”.
- Porque “todos los fieles tienen derecho a que la celebración de la Eucaristía sea preparada diligentemente en todas sus partes, para que en ella sea proclamada y explicada con dignidad y eficacia la Palabra de Dios”, nuestros sacerdotes procuren con denodado afán los medios más conducentes recomendados por el Magisterio a fin de que la Palabra de Dios “llegue a los fieles como una verdadera luz y una fuerza para el momento presente”. En efecto, el derecho propio nos recomienda vivamente el esmerarnos mucho en la lectura e interiorización de la Palabra de Dios que hemos de proclamar; que el ambón sea un lugar digno donde colocar la Palabra de Dios; que “los libros que se utilizan para proclamar los textos litúrgicos, [entre ellos el Leccionario y Evangeliario] tengan una dignidad tal que su aspecto exterior mueva a los fieles a una mayor reverencia a la Palabra de Dios y a las cosas sagradas”; e incluso que las sagradas imágenes que embellecen nuestros templos y el canto de los himnos litúrgicos actualicen adecuadamente el misterio de Dios que se nos revela con su Palabra y sirvan “para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles”.
- Por medio de la predicación íntegra de la Palabra de Dios adoctrinando a los fieles laicos “en las verdades de la fe, sobre todo mediante la homilía” siempre siguiendo la sabia advertencia de León XIII de que la Biblia es la principal y más asequible fuente de elocuencia sagrada y el derecho propio detalla tres razones para ello: “a) por el poder del que enseña: que es infinito; b) por su inmutabilidad: Jesucristo es el mismo hoy, ayer y lo será por los siglos; y, por enseñar sola y siempre la verdad: Pero a mí, como os digo la verdad, no me creéis”. Cuidando bien de no ser como aquellos “predicadores… que con tal de ver el templo lleno a rebosar, no les importa que las almas queden vacías. Por eso es por lo que ni mencionan el pecado, los novísimos, ni ninguna otra cosa importante, sino que se quedan sólo en palabras complacientes, con una elocuencia más propia de una arenga profana que de un sermón apostólico y sagrado… contra estos oradores escribía San Jerónimo: ‘Cuando enseñes en la Iglesia, debes provocar no el clamor del pueblo, sino su compunción: las lágrimas de quienes te oigan deben ser tu alabanza’”. Así pues, nuestros sacerdotes procuren que “jamás falte aquello de lo que procede la fuerza y la eficacia de la predicación evangélica, es decir, el celo por la gloria de Dios y por la salvación de las almas”, ni tampoco el contenido religioso: “ese soplo de piedad cristiana, esa fuerza divina y esa virtud del Espíritu Santo que mueve las almas y las impulsa hacia el bien”.
- A través de publicaciones de libros y artículos, porque estamos convencidos de que es un medio de “singular énfasis en la difusión del Evangelio”.
- Fomentando en nuestras parroquias y diversas instituciones los grupos de Biblia como medio propicio para el conocimiento, estudio y difusión de la Sagrada Escritura. Hay, en realidad, infinidad de iniciativas para poder ir alcanzando este objetivo: reuniones de lectura y estudio de la Escritura, conferencias, Semanas Bíblicas, exposición de Biblias, proyección de documentales relacionados con el tema, etc.
– Y también recurrimos a la lectura de la Sagrada Escritura primero como preparación para la práctica de la dirección espiritual –para adquirir discernimiento– y luego, para formar e ilustrar las conciencias de los dirigidos.
- También tenemos en gran estima el hacer uso de la Sagrada Escritura para la celebración del Sacramento de la Penitencia de modo tal que “la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, ayude a los fieles a celebrar con fruto el sacramento”.
- Inculcando en los miembros de nuestra Tercera Orden “la meditación fiel de la Palabra de Dios” como pilar fundamental de su formación, exhortándoles a darle “un lugar privilegiado en sus vidas” a fin de que lleguen a tener gran “familiaridad y amor para con los textos sagrados, y que sepan leerlos frecuentemente, meditarlos, exponerlos y defenderlos”. Más aun, les invitamos siempre “a cooperar con empeño en comunicar la palabra de Dios, especialmente mediante la enseñanza del catecismo”.
- También en nuestro apostolado vocacional los innumerables testimonios vocacionales tomados de las Sagradas Escrituras nos vienen en ayuda a la hora de argumentar “que Dios llama a los hombres a una vocación determinada” y para ‘desarmar’ las falsas excusas que desaniman o disuaden a un alma a seguir su vocación.
Y todo esto lo hacemos porque estamos persuadidos de que el centro, el fin, la meta, la luz y el protagonista de toda la Sagrada Escritura –Antiguo y Nuevo Testamento– es el Verbo, la Palabra hecha carne que engendra y da crecimiento a la fe en las almas; que es viva y eficaz y más tajante que espada de doble filo, que da vida porque es palabra de salvación y son palabras del Único que tiene palabras de vida eterna y por tanto deben ser predicadas oportuna e inoportunamente. En fin: a eso nos dedicamos.
Quisiera destacar que la disponibilidad para el ministerio de la Palabra sin fronteras, guiados por razones de urgencia, oportunidad y eficacia al servicio del reino de Dios es sin duda una característica preponderante de nuestro Instituto. Por eso no sólo queremos “…predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación”. Porque para esto nos pensó Dios.
Y así como el Verbo Encarnado es el Verbum Dei cuyas palabras son como los rayos que salen del sol para alumbrar las tinieblas interiores, así nosotros queremos ser para los demás verbum Christi, la palabra de Jesucristo. Eso fueron los apóstoles y también los primeros cristianos por cuya boca hablaba el Espíritu Santo a los paganos y eso nos recomienda el mismo San Pablo: Que la Palabra de Cristo resida en ustedes con toda su riqueza. Instrúyanse en la verdadera sabiduría. Consiguientemente es imperativo escuchar a Cristo que nos habla en la Sagrada Escritura. Y esto me lleva a desarrollar el siguiente punto.
2. Lectio Divina
Como hemos venido diciendo, el derecho propio, fiel y firmemente inspirado y establecido en el Magisterio, nos asevera que la meditación fiel a la Palabra de Dios es uno de los medios indispensables –juntamente con “la participación en los Sagrados Misterios y la caridad fraterna”– por medio del cual se hace cada vez más íntima nuestra relación con Dios favoreciendo el pleno desarrollo de la vida interior. Dios habla con cada uno de nosotros –y quisiera enfatizar: con sus sacerdotes– cara a cara y da como un beso a nuestras almas en la lectura concienzuda y meditativa de su Palabra. A tal punto que, si nosotros sacerdotes no hemos llegado a experimentar así la revelación de Dios, nunca pasaremos de ser meros funcionarios. “La meditación fiel de la Palabra de Dios, por la cual conocemos los misterios divinos, y hacemos propia su valoración de las cosas” es para cada uno de nosotros “especialmente importante en orden al ministerio profético”.
Entonces, debemos ser conscientes de que nuestra vida interior, en virtud de nuestra profesión religiosa, no es un ejercicio privado de espiritualidad, por sí mismo altamente encomiable, sino que es misión y servicio eclesial que cada uno realiza en provecho de toda la Iglesia.
Ya lo decía el Padre Espiritual de nuestra querida Familia Religiosa: “Estad siempre profundamente convencidos de que el futuro de la Iglesia depende, en gran parte, de sacerdotes y religiosos santos, enamorados de Cristo y animados de gran celo en favor de sus hermanos; […] sacerdotes y religiosos que se esfuercen por profundizar en la palabra de Dios mediante el estudio y la oración, para encontrar orientación y ayuda en su vida consagrada y en su actividad pastoral de todos los días”.
De este modo, la lectio divina se convierte para nosotros en el instrumento admirable e irrenunciable para conseguir ese “supremo conocimiento de Cristo Jesús” del que hablábamos al principio.
Consecuentemente se nos exhorta vivamente a la práctica de la lectio divina que es “capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente”. Yo quisiera que esta Circular constituya, de alguna manera, un incentivo a que se realice esta sagrada práctica (la lectio divina) en todas nuestras comunidades, de acuerdo a las distintas posibilidades y modos de implementarla.
Aprovecho entonces la oportunidad de recordar aquí brevemente cuáles son los pasos constitutivos y fundamentales que deben verificarse aún en las distintas circunstancias en que quiera practicarse, sea que se practique individual o comunitariamente:
- Se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos.
- Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí cada uno personalmente, o también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar las palabras pronunciadas en el pasado, sino de lo que ellas nos dicen en el presente.
- Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia.
- Por último, la lectio divina incluye y tiene como su culmen en la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo nos dice: No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto. En efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros la mente de Cristo. La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón.
- Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), impulsándonos a convertirnos en don para los demás por la caridad. La escucha interior de la Palabra de Dios “ilumina y confirma nuestro corazón guiándonos hacia un seguimiento de Cristo cada vez más radical”.
No olvidemos, además, que esta práctica de antigua tradición en la Iglesia, contempla la posibilidad, según las disposiciones habituales de la Iglesia, de obtener indulgencias, tanto para sí como para los difuntos.
En esta perspectiva, la lectura de la Palabra de Dios nos ayuda en el camino de penitencia y conversión, nos permite profundizar en el sentido de la pertenencia eclesial y nos sustenta en una familiaridad más grande con Dios al darnos un conocimiento cada vez más vivo y profundo de su Palabra. Como dice San Ambrosio, cuando tomamos con fe las Sagradas Escrituras en nuestras manos, y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a pasear con Dios en el paraíso.
Quisiera insistir todavía en la práctica de la lectio divina en nuestras comunidades, haciendo notar que muchas comunidades que se destacan por su práctica mandadas por las propias Constituciones o Reglas, se caracterizan por la perseverancia de sus miembros y por su fecundidad en vocaciones.
Pensamos especialmente en nuestras comunidades contemplativas, aunque ya podrían -¿por qué no?- continuar o comenzar a hacer su experiencia también las de vida apostólica y activa. Quizás en el tercer punto del Capítulo semanal se podría hablar del tema, y determinar las particularidades de su realización, tales como el tiempo conveniente: media hora, o una hora (luego de un período prudencial de práctica habría que evaluar esto); el lugar: normalmente, lo mejor es hacerla delante del Santísimo Sacramento porque está la presencia sustancial del Señor. Pero, también puede hacerse en otro lado; la materia: antiguamente se estilaba que toda la comunidad hiciera oración sobre el mismo tema, lo que creaba mayor unidad entre los miembros, como también ocurría con la lectura en el refectorio. Probablemente esto haya sido así por no poder tener la cantidad de textos necesarios para todos, lo cual ahora no es ninguna dificultad. Pero se podría evaluar, haciendo pro y contra, la posibilidad de hacer la lectio divina sobre un mismo tema, por ejemplo, comenzando por los libros del Nuevo Testamento o por la literatura sapiencial del Antiguo Testamento (en este caso podría darse el primer lugar al Cantar de los Cantares). Si se decide hacer la práctica comunitaria de la Lectio se debería informar oportunamente de ello al Superior provincial para que esté en conocimiento de esta praxis, y sus frutos puedan eventualmente ser conocidos y compartidos por otras comunidades de la jurisdicción.
Cualquiera sea el caso, hay que tener bibliografía adecuada a disposición de los miembros de la comunidad, con copias suficientes para todos, para tener un conocimiento fundado del texto bíblico a rezar.
Es de desear que cada uno, en la medida de lo posible, tenga, lea, estudie y rece siempre con la misma versión bíblica, porque esto lleva, con más facilidad, a poder saber de memoria textos muy importantes que son útiles para uno mismo en la oración, en la predicación, en la enseñanza, en el apostolado, en el consejo. Pienso que en español un texto muy autorizado y moderno es la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, editada por la Biblioteca de Autores Cristianos. De todos modos, en cada lengua habría que elegir la mejor versión.
Por otra parte –y a modo de sugerencia– pensamos que, con las debidas adaptaciones, tan estimadas por San Ignacio, podría ser de gran ayuda, si fuese necesario, el servirse de otras formas de oración, por ejemplo, las que propone San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, y que podrían integrarse en algunos puntos de la Lectio, es decir, tomando materia de la Lectio para estos distintos modos y formas de orar.
La fidelidad inquebrantable a la Palabra de Dios, meditada y acogida en la lectio divina exige de nosotros el conservar siempre ese silencio interior y esa actitud de adoración humilde ante la presencia de Dios que nos permite el estar atentos y abiertos a la acción del espíritu en nuestras almas, y en este sentido, nuevamente nuestro corazón se vuelve a la Madre de Dios, de quien impetramos esta gracia. Ya que Ella es sin duda nuestro modelo de acogida dócil de la divina Palabra, pues Ella conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. De su ejemplo aprendamos a encontrar el lazo profundo que une en el gran designio de Dios acontecimientos, acciones y detalles aparentemente desunidos.
* * * *
Queridos todos: esta experiencia de relación vital con la Palabra de Dios es para nosotros un auténtico patrimonio, inspiración unificadora y compromiso ineludible en las diversas situaciones de vida que el envío misionero nos hace afrontar en cada una de nuestras misiones.
Pues, es esta misma familiaridad con la Palabra de Dios –que nuestro derecho propio tanto recomienda– la que sin duda infundirá en nuestras almas una serena confianza, excluyendo falsas seguridades y arraigando en el alma el sentido vivo del total señorío de Dios. Ella nos protegerá de interpretaciones de conveniencia o instrumentalizadas de la Escritura, y nos apartará de “los peligros, es decir, de los errores en los que caen con frecuencia en la contemplación de las cosas divinas los que ignoran las Escrituras”; a su vez, adquiriremos una conciencia cada vez más profunda de la debilidad humana, en la que resplandece la fuerza de Dios.
“El sacerdote es el hombre de la Palabra de Dios”. Hoy pedimos por intercesión de San Jerónimo, sacerdote y Doctor de la Iglesia, el ser testigos humildes y fieles de la Palabra en la vida ordinaria. Porque como decía el Beato Paolo Manna: “Sólo el Misionero que copia fielmente a Jesucristo en sí mismo, y puede decir a los pueblos: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo, sólo Él puede reproducir su imagen en el alma de los demás. El que no hace así, se fatiga inútilmente y en vano se lamenta si sus fatigas no son correspondidas”.
Que la Palabra del Verbo Encarnado sea luz y guía para sus almas.
Los saludo, en Cristo, el Verbo Encarnado y su Madre la Virgen Santísima,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General