“No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría…
pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2, 10-11)
Queridos Padres, Hermanos y Seminaristas:
Con gran gozo y profundo afecto quiero saludarlos a todos en este mes de diciembre en el que nos disponemos a celebrar el consolador misterio de la Navidad: Dios que ha querido habitar entre nosotros para traernos la alegría y la paz. ¡El Verbo Encarnado! Misterio insondable, que al mismo tiempo nos trasciende y nos envuelve, nos supera y nos penetra.
“Navidad: he aquí el paraíso”[1], decía San Antonio de Padua. Y así, cuando hace más de dos mil años la Virgen Santísima dio a luz a su Hijo, la felicidad se hizo carne. Es decir, Dios cumplió su promesa, y fue como la “prueba de que había escuchado nuestro clamor”[2]. Esta Felicidad vino en la carne para dejarse contemplar, para ser abrazada, para ser atesorada en lo profundo del corazón e iluminar toda la realidad del hombre. Esa felicidad es Jesús, el Verbo hecho carne.
Por eso la ocasión del nacimiento del Verbo Encarnado representa una invitación a todos a redescubrir, a renovar y a plantar más firmemente en nuestras almas la alegría inconmensurable de la verdad de Dios y de la verdad del hombre, de saber que Dios, en su amor inefable, es el Emmanuel –Dios con nosotros– que ha querido compartir nuestra historia para transformarla y hacernos partícipes de la vida divina.
El Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Dios se hizo niño y en ese instante el amor unió lo eterno a la historia[3]. Por eso, celebrar la Navidad significa hacer presente el misterio de nuestra salvación, ya que “la Encarnación del Hijo de Dios es un acontecimiento que ha ocurrido en la historia, pero que al mismo tiempo la supera”[4] puesto que “todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó para reconciliar al mundo no lo conocemos sólo en el relato de acciones realizadas en el pasado, sino que estamos bajo el efecto del dinamismo de esas acciones presentes”[5]. Es decir, también a cada uno de nosotros y a nuestra familia religiosa –cualesquiera sean las circunstancias de nuestra vida– se nos dice como a los pastores aquella noche: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría…pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, el Señor (Lc 2, 10-11).
Pidamos la gracia de ver siempre esa Luz que también hoy se enciende en la noche del mundo y que sólo se deja ver por los ojos sencillos de la fe, y por los corazones mansos y humildes de los que esperan al Salvador, invitándolos a abrir el alma para “dejarse transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne”[6].
Quisiera, por medio de esta nueva circular, animarlos a todos a que vivan este tiempo, con especial dedicación, singular profundidad y decisión espiritual, sin desperdiciar ninguna ocasión que se nos presente (sea en la liturgia, sea en la oración personal o comunitaria o en las demás prácticas de piedad u obras de caridad) para que mediante la “vivencia” de estos santísimos misterios procuremos cumplir con nuestro fin de lograr que “cada hombre sea ‘como una nueva encarnación del Verbo’”[7].
Quisiera de manera particular también, pedirles a los superiores en sus distintos niveles a que hagan lo que esté de su parte para que los preciosos tiempos del Adviento y de la Navidad sean particularmente resaltados en nuestras comunidades, en nuestros apostolados, en nuestras almas y en las almas que nos han sido confiadas.
Como en todos los misterios de la vida del Salvador, pero de una manera aún más tangible en este de la Navidad, hay tres elementos que se concatenan pues podríamos decir que uno deriva del otro, o que uno contiene al otro. Quien asume el primero, obtiene necesariamente el segundo y logra el tercero. Es esta una ley evangélica, o mejor dicho “la ley evangélica”, pues deriva directamente del misterio pascual de Nuestro Señor. Quien vive las virtudes del anonadamiento, obtiene como gracia la perla preciosa (cf. Mt 13, 46), el tesoro de la Cruz[8]; y a quien se le concede la Cruz, obtiene la felicidad y la vida eterna. Es el espíritu del ¡Felices! de las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12) que queremos testimoniar, pues el mundo no puede ser ni transformado ni ofrecido a Dios sin este Espíritu[9].
1. Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12). Las Virtudes del Anonadamiento
Aquella primera nochebuena, Belén se asemejaba al cielo. Ya que, en el decir de San Juan Crisóstomo, en aquella noche: “Aquel que Es, nació. Y Aquel que Es, se convirtió en lo que no era. Siendo Dios, se hizo hombre y no abandonó su divinidad. Pues, no fue por la pérdida de Su divinidad por lo que se hizo hombre, ni por adición de cualidad el que el hombre se convirtió en Dios, mas era el Verbo y, siendo su naturaleza la misma a causa de su inmutabilidad, se hizo carne”[11].
Así, la Navidad se convierte en un “misterio de amor”[12] que se transluce en el anonadamiento abismal del Hijo de Dios. Cómo no estremecerse al ponderar que Dios va “de trascendente a inmanente, de poderoso a débil, de majestuoso a humilde, de inmortal a mortal, de infinito a finito, de Espíritu purísimo a carne material, de eterno a temporal, de impasible a pasible, de inmenso a chico, de ilimitado a limitado, de omnímodo a siervo, de rico a pobre, de Señor a esclavo, de Rey a súbdito, ‘de vida eterna a muerte temporal’[13]”[14].
En cierta manera, podemos decir entonces, que la Navidad esconde la humildad de Dios, y que por tanto nos interpela a todos nosotros religiosos del Verbo Encarnado que queremos “vivir, con toda radicalidad las exigencias de la Encarnación y de la Cruz”[15], a vivir como los pastores: con gran espíritu de fe, y con profunda humildad y sencillez. Dado que, “sólo los que con humildad se abren al amor son envueltos en la luz de la Navidad. Así fue en la noche de Belén, y así lo sigue siendo también ahora”[16]. Las virtudes del anonadamiento que tanto deseamos vivir[17], brillan en el misterio de la Navidad.
El Evangelista continúa diciendo que los pastores se decían unos a otros: ‘Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado’. [Y ellos] fueron rápidamente (Lc 2, 15-16). ¿Qué vieron? Vieron a un Niño necesitado de cuidado, dependiente para todo, e incluso débil. Pero contemplando a ese Niño adoraron a Aquel a quien ni los cielos ni la tierra pueden contener.
Jamás se imaginaron que verían la “omnipotencia envuelta en pañales o que la salvación se recostaría en un pesebre. Muy probablemente ninguno sospechaba que al venir Dios a esta tierra se hallaría hasta tal punto desvalido”[18]. Sin embargo, esos hombres llenos de fe reconocieron en Él a la “Sabiduría misma, porque se hicieron necios según el mundo; al Omnipotente, porque se hicieron débiles y al Infinito, Inmenso y Eterno Dios, porque se hicieron pequeños. […]Pues sólo los hombres humildes entienden el significado de la Encarnación y la razón de su venida”[19].
Es mi oración y fervoroso deseo que nos conceda Dios por medio de su Madre Santísima la gracia de ser genuina y profundamente humildes para así contemplar en el pecho tiernísimo del Niño Jesús el Corazón de este Dios que “quiere ser nuestra ‘alegría’, nuestra ‘salvación’, nuestra ‘esperanza’, nuestra ‘felicidad’, y nuestro ‘único Soberano’”[20].
De tal manera, que viendo tamaña humildad nos movamos a “la práctica de las virtudes del anonadarse: humildad, pobreza, dolor, obediencia, renuncia a sí mismo, misericordia y amor a todos los hombres”[21], y “en una palabra a tomar la cruz”[22] como lo hizo nuestro Salvador. Aprendiendo a “a amar como Él […], a servir como Él, hasta la muerte. A ser justos, a ser pacientes, a ser mansos, a ser humildes, a sacrificarnos, a llevar la cruz, la cruz de nuestra vida diaria, la cruz, que es el cumplimiento de la ley de Dios, la cruz que es el cumplimiento de los deberes de estado, la cruz que es soportar mis defectos y los defectos de los demás”[23]. En una palabra, testimoniar con nuestras vidas lo que profesamos: “ni Jesús sin la Cruz, ni la Cruz sin Jesús”[24].
2. No había lugar para ellos en la posada (Lc 2, 7). La Cruz
El ejemplo de San José y la Virgen Santísima frente al hecho de que no había lugar para ellos en el albergue (Lc 2, 7) nos debe interpelar a tener una mirada providencial sobre la vida[26] ya que Dios en su sabia Providencia hace concurrir determinados medios para determinados fines. Y así para obtener gloria y fruto hace concurrir la cruz. Por eso, “si la cruz es la condición para la salvación y la tribulación es el camino, entonces padecer alguna tribulación es prueba de que uno no ha perdido el camino, sino que precisamente se halla en el buen camino”[27].
Los textos evangélicos lo marcan claramente, el Príncipe de la paz (Is 9, 5) nació en la mísera y fría gruta de Belén para dar su vida en el Gólgota a fin de que en la tierra reine el amor. “Todas las personas vienen a este mundo para vivir. Jesucristo fue el único que nació para morir”[28]. Por eso es verdad que “el Verbo se hace carne para poder ir a la cruz, y la cruz es posible porque Cristo se encarnó”[29]. “Si no hubiese habido cruz, no habría existido pesebre; si no hubiera habido clavos, no habría habido paja”[30]. Por eso la cruz estaba allí desde el principio y proyectaba su sombra hacia su nacimiento, enseñándonos clamorosa y silenciosamente que todas las gracias que Dios nos quiere dar pasan necesariamente por la cruz. Es como si no nos hubiese podido enseñar la lección de la cruz como rescate por el pecado, si Él mismo no la tomaba incluso ya desde su nacimiento.
El Verbo Encarnado recién nacido y recostado en un pesebre “llevó su cruz, quizás la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación”[31], y así, desafió con su pobreza nuestra ambición; con su humillación, nuestro orgullo; con su necesidad, nuestro afán de seguridad. Enseñándonos a todos con su amorosa pedagogía divina que el poder de Dios no admite trabas, aunque esté envuelto en pañales y que, aunque frágil y sentado en el regazo de su Madre, Él sostiene el universo con su mano.
Es esta una realidad del misterio de la Navidad que no puede sernos ajena a nosotros, religiosos del Verbo Encarnado, que queremos ser como “otra humanidad”[32] de Cristo, viviendo “con toda radicalidad las exigencias de la Encarnación y de la Cruz, del Sermón de la Montaña y de la Última Cena”[33]. Se encarnó para morir, se encarnó para sufrir, la Cruz, fue el medio precioso para mostrarnos su amor y concedernos su salvación.
También nosotros, “en la cruz”, por más ignominiosa que esta sea, es donde “debemos hallar el máximo motivo de gloria”[34], puesto que la cruz no es otra cosa sino “la gloria del amor dispuesto a todo”[35] como tan diáfanamente nos lo demuestra el misterio de la Navidad.
Todos los santos confirman esta doctrina. El Beato Paolo Manna, por ejemplo, les decía a sus misioneros: “Ninguno de nosotros debe sorprenderse si hay sufrimientos en las misiones, incluso si hoy en día, en algunas misiones, hay sufrimientos extraordinarios. Pues significa que todo marcha perfectamente. Si hay sufrimiento, hay redención”.
Y luego les insistía con unas palabras que son muy iluminantes para la situación en que vive (como ha vivido y siempre vivirá si desea fiel a Dios) nuestra familia religiosa. Él decía, y les ruego que presten atención a estas palabras: “¡Ánimo!, si el Instituto sufre, significa que es fuerte y agradable al Señor, significa que es útil para la gloria de Dios y el bien de la Iglesia […] es más, tenemos el derecho de esperar con toda confianza de que un día la victoria final será nuestra”[36]. El misterio de la Navidad nos enseña así a tener una mirada sapiencial sobre las vicisitudes de nuestra historia.
Por eso no debemos jamás temer ante los sufrimientos, sino más bien saber alegrarnos en ellos. Sean sufrimientos personales o de la Familia Religiosa. Ante las calumnias, las humillaciones, los menosprecios, los descréditos, incluso si estas cosas vienen de quienes menos se esperan, tenemos que pensar que antes pasó por ellas Jesucristo, el Verbo Encarnado, el Niño de Belén. El Instituto no se afea por ellas, sino que se hermosea en ellas. Por eso hoy quiero repetirles de nuevo la frase del Beato, que fue Superior General del PIME: “¡Ánimo!, si el Instituto sufre, significa que es fuerte y agradable al Señor, significa que es útil para la gloria de Dios y el bien de la Iglesia […] es más, tenemos el derecho de esperar con toda confianza de que un día la victoria final será nuestra”. Esta verdad no es sólo una convicción, es también una ley, contenida en el centro mismo del misterio mismo de la Navidad.
A propósito de esto, nuestro Fundador escribió: “Dios está muchas veces donde parece que no puede estar, como estuvo en un establo, que humanamente parecería que fuese el lugar menos adecuado para que allí nazca todo un Dios”. Por eso hay que pedirle a la Madre de Dios, que “nos enseñe también a nosotros a descubrir a Dios en las circunstancias difíciles”. Sabiendo alegrarnos sobrenaturalmente y dar fruto allí donde la Providencia Divina en su designio misericordioso nos ha llevado. Ya que, “allí mismo, en esa prueba, en esa dificultad, en ese sufrimiento, allí está Dios y si uno supiese tener ojos de fe, como tuvieron los pastores, como tuvieron los Magos, se daría cuenta que muchas veces Dios está donde pareciera que es imposible”.
“¡Cuántas veces en nuestra vida Dios nos propone caminos que son increíbles! Son caminos que son muy superiores a los caminos que nosotros nos imaginábamos que deberíamos recorrer; porque los pensamientos del Señor son mucho más grandes, mucho más altos, mucho más trascendentes que los pensamientos de nosotros, los hombres” [37]. ¡Cómo no estar agradecidos entonces por las innumerables bendiciones y gracias que hemos recibido como Familia Religiosa a través de las pruebas y dificultades que nos han tocado atravesar y que quizás de otro modo no se hubieran jamás obtenido!
San Pablo, en su inigualable himno a los Filipenses (1, 12-2, 4), en que trata magníficamente de la encarnación del Verbo, nos invita a saber vivir bien estas verdades. Los versículos 27-30 son particularmente iluminantes para lo que venimos diciendo, pues allí se nos enseña y anima a seguir siempre adelante: sin dejarnos intimidar para nada por los adversarios (v. 28) pues el regalo es muy grande, ya que Dios nos ha concedido la gracia, no solamente de creer en Cristo, sino también de sufrir por él (v. 29). Actuando siempre según el temple de verdaderos religiosos del Verbo Encarnado, que ante las cruces saben comportarse como dignos seguidores del Evangelio de Cristo… perseverando en un mismo espíritu, luchando de común acuerdo y con un solo corazón por la fe del Evangelio (v. 27).
3. No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría (Lc 2, 14). La gloria
El pesebre, como siempre sucede con el sufrimiento, es también la antesala de la felicidad y de la gloria. Nuestro San Juan Pablo II decía: “la Navidad es misterio de alegría”[39]. ¡Sí! Porque el encuentro con la humildad de Dios y con su Cruz, nos infunde la alegría y de allí surge la fiesta. Alegría que nace de “saber que Dios no está lejos, sino cercano; que no es indiferente, sino compasivo; que no es ajeno, sino un Padre misericordioso que nos sigue con cariño en el respeto de nuestra libertad”[40]. Ésta alegría que es “espiritual y sobrenatural”[41] debe ser “un elemento esencial en nuestra Familia Religiosa”[42] y debe ser vivida “aun en medio de las dificultades del camino humano y espiritual y de las tristezas cotidianas”[43]. Ya que, como tan acertadamente decía el Papa Benedicto XVI: “Dios es bueno y Él es el poder supremo por encima de todos los poderes. […] Él es la realidad más importante, el Único que, en definitiva, importa realmente”[44].
La invitación a la alegría que trajo el ángel a los pastores es también para nosotros: les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo, acompañada por una exhortación a vencer todo miedo: No teman (Lc 2, 10). Por eso también como ellos que movidos por una santa alegría se pusieron en marcha –aun en medio de la noche– para ir adorar al Niño Dios, sacrifiquémonos por llevar a todos la “salvación que viene de la plenitud de la felicidad de Dios”[45], yendo incluso a trabajar “en los lugares más difíciles (aquellos donde nadie quiere ir)”[46], con la paz inquebrantable en el alma de sabernos infinitamente amados por Dios.
Contemplando el ejemplo de los pastores después del encuentro decisivo con el Verbo Encarnado y su Madre Santísima, vienen a mi mente las palabras del Beato Pablo VI: “Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. […] Con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. [Y que] sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas”[47]. Pienso ahora en nuestros religiosos que están enfermos, en los que viven en situaciones de guerra, en los que luchan en medio de grandes adversidades y los que en todas partes se empeñan por dar testimonio de que un Salvador nos ha nacido (Lc 2, 11). Que también nuestras vidas irradien “el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y están dispuestos a consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”[48].
* * * * *
Queridos todos: es mi deseo más sincero que el nacimiento de Cristo sea para todos una caricia al alma que avive nuestra confianza e infunda alegría, y que éstas se conviertan en fuerza para la acción apostólica. Entonces, así como los pastores, que volvieron alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído (Lc 2, 20) nosotros vayamos por el mundo siendo agradecidos a Dios –especialmente por el haberse hecho Don para nosotros– y también por las tantísimas gracias y bendiciones que a manos llenas derrama sobre nuestra querida Familia Religiosa, en nuestras almas y en las almas a nosotros encomendadas y, haciendo así, “sobrellevemos con ánimo magnánimo todo lo que nos acontece”[49].
Que en esta Navidad, la Virgen lo disponga todo con su sabiduría y ternura maternal a fin de que el Verbo Encarnado halle en la pureza de nuestras almas y en la fraternidad de nuestras comunidades una cuna donde nacer e irradiar la paz y la alegría que vino a traer al mundo.
Sepan que los tendré a todos muy presentes durante la Misa de Nochebuena y la Octava de Navidad.
En fin, deseándoles una santa y muy feliz Navidad, así como también abundantes bendiciones para el Año Nuevo que pronto comenzará, los saludo en el Verbo Encarnado y su Santísima Madre,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General
1 de diciembre de 2016
Carta Circular 5/2016
[1] Cf. Don Giacomo Tantardini, La humanidad de Cristo es nuestra felicidad, libro suplemento de la Revista 30 Días, n. 10 (2011) 9.
[2] Cf. Benedicto XVI, Mensaje urbi et orbi, 25 de diciembre de 2011.
[3] San Juan Pablo II, Homilía, 24 de diciembre de 1999.
[4] Cf. Benedicto XVI, Mensaje urbi et orbi, 25 de diciembre de 2010.
[5] San León Magno, Sermón 52, 1.
[6] Benedicto XVI, Audiencia General, 5 de enero de 2011.
[7] Santa Isabel de la Trinidad, Elevación 33. Constituciones, 33.
[8] San Luis Maria, Carta Circular a los amigos de la Cruz, 45.
[9] Cf. Constituciones, 1. Cf. Lumen gentium 31.
[10] Lc 2, 12.
[11] Cf. San Juan Crisóstomo, Homilía de Navidad.
[12] San Juan Pablo II, Mensaje urbi et orbi, 25 de diciembre de 2002.
[13] San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, [58].
[14] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Ars Patris, II Parte.
[15] Constituciones, 20.
[16] Cf. Benedicto XVI, Mensaje urbi et orbi, 25 de diciembre de 2010.
[17] Cf. Constituciones, 11.
[18] Cf. Ven. Fulton Sheen, Vida de Cristo, Cap. 2.
[19] Cf. Ven. Fulton Sheen, The Eternal Galilean, Cap. 1.
[20] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Ars Patris, III Parte, Cap. 21.
[21] Directorio de Espiritualidad, 45.
[22] Cf. Constituciones, 11.
[23] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Ars Patris, III Parte, Cap. 15.
[24] Directorio de Espiritualidad, 144.
[25] Lc 2, 7.
[26] Notas del V Capítulo General, 5 (sobre los elementos del carisma del Instituto).
[27] Cf. Ven. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests.
[28] Cf. Ven. Fulton Sheen, Vida de Cristo, Cap. 1.
[29] P. Carlos Buela, IVE, Servidoras I, I Parte, Cap. 1, 2.
[30] Cf. Ven. Fulton Sheen, Vida de Cristo, Cap. 2.
[31] Cf. Ven. Fulton Sheen, Vida de Cristo, Cap. 2.
[32] Constituciones, 257. Fórmula de la profesión perpetua.
[33] Constituciones, 20.
[34] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Servidoras I.
[35] Cf. Directorio de Espiritualidad, 142.
[36] Cf. Beato Paolo Manna, Le virtù apostoliche, Cap. 8.
[37] P. Carlos Buela, IVE, Servidoras III, III Parte, Cap. 1, 5.
[38] Lc 2, 14
[39] San Juan Pablo II, Mensaje urbi et orbi, 25 de diciembre de 2002.
[40] San Juan Pablo II, Ángelus, 14 de diciembre de 2003.
[41] Directorio de Vida Consagrada, 393.
[42] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 392.
[43] Directorio de Vida Fraterna, 40.
[44] Cf. Homilía, 24 de diciembre de 2012.
[45] Cf. Don Giacomo Tantardini, op. cit., 30.
[46] Directorio de Espiritualidad, 86.
[47] Cf. Evangelii nuntiandi, 80.
[48] Ibidem.
[49] Cf. San Juan Crisóstomo, Sobre la Carta a los Hebreos, 33,4: PG 63, 230; BPa 75, 541.