Sermón perteneciente a la serie de sermones sobre la Virgen de Guadalupe predicados por primera vez en la convivencia de sacerdotes de la Provincia “Madonna di Loreto”, en Val d’Aosta, del 20 al 30 de agosto de 2006
Podemos ahora describir la imagen de la Virgen de Guadalupe tal como está impresa en el ayate de San Juan Diego, resaltando sólo algunos de los aspectos más bellos o llamativos que encierra.
Está vestida de sol, como la mujer del Apocalipsis (12,1), tiene también como ella la luna bajo sus pies, un angelito también bajo ella que sostiene en sus manos la túnica y el manto de la Virgen.
Resaltamos algunos elementos importantes de esta imagen, que ha sido estudiada tantísimo a lo largo de los siglos.
1. Cristo
En la imagen de la Guadalupana está señalado Nuestro Señor. En el vientre de María Santísima se encuentra un jazmín de cuatro pétalos (Philadelphus mexicanus), estilización del centro de la piedra del sol, y que en la cultura náhuatl simboliza la plenitud (el nahui ollin). La Virgen está encinta, y contiene en su seno al Hijo de Dios. Nosotros no lo captamos porque no somos indígenas, pero para ellos el mensaje era clarísimo.
Por ello también la zona del Vientre de María es la más iluminada de toda la imagen, más que el rostro mismo de María.
2. La Virgen
El rostro refleja desde el primer momento la actitud de la Virgen, que es de profunda oración: la mirada baja, la seriedad, y la caída de los párpados, la dulzura misma y la paz que irradia.
La forma de la cara es ovalada, y la tez morena. Es un rostro mestizo. La Virgen, que es evangelizadora, quiere captar a los indígenas, que eran durísimos. Eran terriblemente sanguinarios. Si al caer el sol veían que el cielo estaba rojo, entendían que debían ofrecer sangre al dios sol, y hacían verdaderas hecatombes de niños de las tribus sometidas. Más o menos como hoy se hace con el aborto, con la diferencia de que ahora los ofrecen al dios sexo. Había una corrupción muy grande: homosexualidad, incesto, canibalismo, todo mezclado con una gran crueldad. Por eso la evangelización no avanzaba. Los mismos franciscanos no encontraban la veta, veta que se abrió sólo con la aparición de la Virgen. Y que suplió incluso la gran pobreza de medios que sufrían los misioneros. No tenían ni siquiera óleos para las crismaciones (luego llegaron los leguleyos de turno y dijeron que todos los bautismos que habían hecho habían sido inválidos; menos mal que la Santa Sede dio razón a los franciscanos). Eran tan pobres que luego se corrió a voz de que habían cambiado el color del hábito y que lo habían hecho azul, mientras que en realidad era porque no tenían otro hábito ni tintura marrón, y con las sucesivas lavadas se iba decolorando y degenerando en un azulado viejo.
Volviendo al rostro de la imagen. Como hemos también señalado, el tono de la piel varía en cada fotografía. En la descripción del Nican Mopohua se dice que es “de color tabaco, o maíz moreno”. Otros lo han descrito como “apenas más oscuro que el de perla” (Miguel Cabrera, s. XVIII) y, en nuestros días, “aceitunado”.
Sus cejas son finísimas y bien delineadas, más similares a los rasgos europeos; sus párpados abultados y los ojos rasgados. La nariz es de forma fina y recta, no de características indígenas.
Su boca se encuentra justo sobre un defecto (una rasgadura) del ayate, y sin embargo se ve delicada y anatómicamente perfecta, esbozando además una dulce sonrisa. Bajo el gracioso mentón se vislumbra un cuello largo y fuerte.
Sus cabellos, divididos por raya al medio, son de color caoba oscuro.
El rostro de la Virgen es fresco, joven, tierno, limpio y de rasgos definidos. Se observan cualidades femeninas de suavidad y firmeza.
Por algo en náhuatl la describían como “la que perfectamente a todas partes está mirando”.
Las manos en oración tienen una hermosa particularidad que ha querido la Virgen: la mano izquierda es una mano indígena, morena, abultada; mientras la derecha es española, alargada y blanca. Los estudiosos que hemos ya citado (Callahan y Smith) dicen que los pigmentos con que están coloreadas las manos, como los del rostro, son desconocidos e inexplicables.
Sus vestiduras están llenas de particulares cargados de simbolismos, de claro contenido para los indígenas.
El color de la túnica es de un ocre no definido, que va del rosa pálido, casi blanco, a sombras oscuras del mismo color.
Las estrellas doradas del manto (46 en total) representan las constelaciones que se ven en México en diciembre, mes de las apariciones.
Las flores que aparecen en el vestido y en el manto, y que a la usanza de la pintura indígena no siguen los pliegues del vestido (como si estuviesen en una superficie plana), son todas de la zona de la aparición.
El cinturón está en una posición alta, indicando que está esperando el nacimiento del Salvador.
Además hay algunos detalles que realzan la delicadeza de la Imagen representada y el rango de “Señora” de la Virgen, como son el broche dorado en su cuello (con una cruz negra en su interior), lo que parecieran ser dos pulseras doradas, y en su cabello, lo que podría ser una peineta o un accesorio para sostener el manto.
3. El ángel
Además de la luna tiene la Virgen por trono de sus sagradas plantas un ángel. Así como están Jesucristo, Hijo de Dios, y la creatura más perfecta que es María, está representado en la imagen el orden angélico.
Llaman la atención a primera vista las coloridas alas, que siguen la forma anatómica de las alas del águila, pero cuyos colores siguen a los de otro pájaro de México, llamado tzindzcan.
Tiene el ángel una túnica rojiza semejante a la camisa que utilizaron los indios en los primeros tiempos de la evangelización, que sustituía el taparrabo.
Tiene un broche en el que se aprecian, según los peritos, algunas letras: JU, en ese tiempo abreviación de “Juan”; y una D con un dibujo que parece una ollita, que según estudios bien podría ser la abreviatura de Diego, “Do”.
El ángel, además, tiene el cabello cortado según el estilo de los “macehuales” u hombres de pueblo entre los indígenas, clase a la que pertenecía Juan Diego.
4. Los indios, sus hijos
La imagen está llena de referencias a la cultura y a las usanzas de los indios, sanadas y elevadas por el Evangelio. Se ve esto en la misma presencia del ángel con la probable referencia a Juan Diego (o casi identificándose el ángel con él), y también en el hecho de que esté agarrando y como cubriéndose con el manto de la Virgen.
La imagen es un ícono de una gran transparencia y de un valor catequético insuperable en orden a la evangelización de los indígenas mexicanos. Ellos se veían allí presentes en cada símbolo, en cada detalle, en los rasgos mismos de la Virgen. Se sentían identificados. Pero no debemos olvidar, y lo entendían así los indios, que también están los detalles que hacen referencia a la gran civilización española (greco-romana) por medio de la cual les llegó el Evangelio. Así los indios aprendieron a captar a la Virgen como Señora, tanto de ellos mismos como de los españoles, y la sabían su Madre. Y aún hoy es así para todos los pueblos de Hispanoamérica.
Es un prototipo de evangelización de la cultura. Nosotros que tenemos como finalidad de nuestra Familia Religiosa la evangelización de la cultura tenemos que aprender de ella, y aprender de estos grandes hombres que fueron los franciscanos de todos los tiempos que hicieron esas obras que son estupendas, entre las cuales la evangelización de América. De los 250.000 misioneros que fueron a América en cinco siglos, y que mayoritariamente envió España, el 70 por ciento fueron franciscanos, es decir 180.000 misioneros. Aún en la actualidad España tiene en América más de 23.000 misioneros.
Y ellos, los franciscanos, tienen grandes glorias. Una de ellas es la evangelización de América. La otra de ellas, tal vez más grande aún, es que ellos siempre defendieron y propagaron la devoción a la Inmaculada Concepción, hasta que fue declarado finalmente el dogma de fe. Y la otra gran cosa de los franciscanos, y que hay que recordarlo, es la Custodia de Tierra Santa, encomendada a ellos por los reyes de España, siendo España la que pagaba todos los costes y gastos que suponía. La Custodia de Tierra Santa abarcaba entonces desde Chipre, Turquía, Egipto, Tierra Santa, Jordania, Irak, Irán, y llegaba hasta China, adonde llegó entre los primeros y se estableció allí más de 30 años Fray Juan de Montecorvino, franciscano, en lo que en aquel momento se llamaba Katai, hoy Pekín.
Por eso viendo a la Virgen debemos encender en nuestros corazones el entusiasmo por la evangelización, que es sí la nueva evangelización, pero que es la evangelización de siempre, y que necesita hombres bien dispuestos, con luz en la cabeza, con entusiasmo en el corazón y con gran coraje para no desmayar.