Las bienaventuranzas de la vida contemplativa

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[Exordio] Acabamos de escuchar uno de los pasajes del Evangelio que más ha conmovido al mundo a lo largo de los siglos: las ocho bienaventuranzas del sermón de la montaña.

El Papa San Pablo VI hace ya muchos años se refirió a este pasaje, presentándolo como “uno de los textos más sorprendentes y más positivamente revolucionarios: ¿Quién se habría atrevido en el curso de la historia a proclamar ‘felices’ a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los mansos, a los hambrientos, a los sedientos de justicia, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de la paz, a los perseguidos, a los insultados…? Aquellas palabras, sembradas en una sociedad basada en la fuerza, en el poder, en la riqueza, en la violencia, en el atropello, podían interpretarse como un programa de vileza y apatía indignas del hombre; y en cambio, eran proclamas de una nueva ‘civilización del amor’”[1].

El programa evangélico de las bienaventuranzas es trascendental para la vida del cristiano. Es ciertamente un programa elevado y exigente, pero a la vez es fascinante. Este es el programa de vida que siguieron todos los santos que hoy celebramos. Esa es la senda estrecha por la que transitaron.

Nuestro querido Juan Pablo II decía que “cada una de las ocho bienaventuranzas señala esa meta ultratemporal [la santidad, el cielo al que estamos llamados]. Pero al mismo tiempo cada una de las bienaventuranzas afecta directa y plenamente al hombre en su existencia terrena y temporal. Todas las situaciones que forman el conjunto del destino humano y del comportamiento del hombre están comprendidas de forma concreta, con su propio nombre, en las bienaventuranzas. Estas señalan y orientan en particular el comportamiento de los discípulos de Cristo, de sus testigos”[2].

Por eso, hoy vamos a reflexionar sobre las bienaventuranzas de la vida contemplativa. Puesto que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuestas por el Verbo Encarnado, ha comprendido y puede hacer realidad todo el Evangelio; es decir, llegar a la santidad.

La Iglesia las ha repetido siempre y lo hace también ahora, dirigiéndolas sobre todo a las almas contemplativas, de quien el mundo entero tiene gran necesidad. Escuchen bien.

1. Las bienaventuranzas de la vida contemplativa

Jesús proclama: Bienaventurados los que lloran: es decir, a los afligidos, a los que sienten sufrimiento físico o pesadumbre moral, a los que pasan terribles soledades y noches oscuras; porque ellos serán consolados.

Por eso la Regla Monástica de la Rama Contemplativa dice que los contemplativos se consagran a sí mismos de modo peculiar a la penitencia y considerara como un don especial de su vocación, el participar voluntariamente del sufrimiento redentor de Cristo[3]. ¿Por qué? Porque “en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo”[4]. Este es el consuelo de los que lloran. Así entonces, dice San Juan de Ávila, “El canto y la risa de la religiosa ha de ser llorar por su desposado, Jesucristo. En el coro, en la huerta, en el comedor, en la celda y en todas partes, ha de andar gimiendo por su Esposo Jesucristo; y éste ha de ser su oficio y éste ha de ser su canto, y cuando con más dulce melodía esté cantando en el coro, ha de estar su corazón gimiendo con un interior y muy profundo suspiro por su muy querido Esposo, cuya memoria y deseo nunca se le ha de apartar de su corazón. Con esto ha de venir el sueño, y eso ha de soñar durmiendo, y esto ha de ser lo primero que venga a su memoria recordando; el corazón siempre derretido en amor suyo, y la memoria no ocupada en otra cosa que en su querido Esposo”[5].

Bienaventurados los limpios de corazón. Jesús asegura que los que practican esta bienaventuranza verán a Dios. Porque “No hay santidad sin limpieza de alma: ‘santidad, limpieza quiere decir’[6][7] dice nuestro Directorio de Espiritualidad. Y es “aquí −en la vida contemplativa− que se consiguen los ojos aquellos cuya serena mirada vulnera de amor al Esposo y cuya pureza hace posible ver a Dios”[8].

Bienaventurados los misericordiosos porque obtendrán misericordia. Santa Edith Stein −esa maravillosa contemplativa− que solo salió del claustro para ser martirizada, escribió este hermoso párrafo: “¿Oyes el gemir de los heridos en los campos de batalla del Este y del Oeste? Tú no eres médico, ni enfermera, y no puedes vendar sus heridas. Tú estás encerrada en tu celda y no puedes alcanzarlos. ¿Oyes la llamada agónica de los moribundos? Tú quisieras ser sacerdote y estar a su lado. ¿Te conmueve el llanto de las viudas y de los huérfanos? Tú quisieras ser un ángel consolador y ayudarles. Mira al Crucificado. Si estás esponsalmente unida a Él en el auténtico cumplimiento de tus santos votos, es tu sangre su Sangre preciosa. Unida a Él eres omnipresente como Él. Tú puedes ayudar como el médico, la enfermera o el sacerdote aquí o allí. En el poder de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción; a todas partes te llevará tu amor misericordioso, el amor del Corazón divino, que en todas partes derrama su preciosísima Sangre, Sangre que alivia, santifica y salva”[9]. ¡Qué importante y cuán necesario es el oficio de almas como las suyas que imploren misericordia para los demás miembros del Instituto, y para todo el mundo! No abandonen nunca su puesto… el Señor da en premio a los misericordiosos la misericordia misma, la alegría, la paz.

Bienaventurados los pacíficos, los artífices de la paz. Esta es una categoría excepcional de hombres y mujeres a los que Jesús proclama bienaventurados. Y en esto tienen los contemplativos un rol sin igual puesto que consagraran su oración y sacrificio por los grandes temas e intenciones de la Iglesia, especialmente por aquellos dones que ningún mérito sino sólo la oración y la penitencia pueden obtener de Dios.  En sus oraciones, en sus corazones, en sus manos −yo diría− llevan la suerte y los destinos de la Iglesia y del mundo entero.

Bienaventurados los mansos. Estas palabras salidas de la boca del “Verbo bueno del Padre bueno”[10], que predicando el reino de Dios dijo también a sus discípulos: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón[11] deben resonar en el alma contemplativa con una potencia singular. Es lo que nos enseña Juan Pablo II cuando dice: “Amadlo como conviene a vuestra condición esponsal: asumiendo sus mismos sentimientos; compartiendo su estilo de vida, hecho de humildad y mansedumbre, de amor y misericordia, de servicio y alegre disponibilidad, de celo incansable por la gloria del Padre y la salvación del género humano”[12]. Tal debe ser la mansedumbre de un alma contemplativa, al punto que se debiera poder aplicar ese párrafo del Directorio de Espiritualidad que dice: “¡Mirad a los locos! se les tiran piedras y ellos besan la mano que las tira, se ríen y burlan de ellos y ellos ríen también, como niños que no comprenden; se les golpea, persigue y martiriza, pero ellos dan gracias a Dios que las encontró dignos”[13].  

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Sed de justicia que se traduce en sed de santidad. Jesús los ha llamado a la vida consagrada y especialmente a la vida contemplativa precisamente para que sean “deiformes”[14] como dice San Juan de la Cruz. Y si ese debe ser el principal trabajo [en el que se emplee] todo cristiano, más todavía de quien se gloría en ser llamada monje[15]. Pero al trabajo personal de la santidad va unido necesariamente la ‘sed de almas’ el cual hace que el alma contemplativa se ofrezca a Dios para que por ella todos los miembros de la Iglesia crezcan en santidad.

Bienaventurados los pobres de espíritu. Esta es la primera de las ocho bienaventuranzas que proclamó Jesús en el sermón de la montaña. “La pobreza asumida por Cristo aumenta la libertad de espíritu y el espíritu de príncipe que por su consagración debe poseer el religioso”[16]. Por eso aquí me gustaría repetir el aviso que da el Místico Doctor a una monja carmelita y que dice: “el religioso de tal manera quiere Dios que sea religioso, que haya acabado con todo y que todo se haya acabado para él; porque Él mismo es el que quiere ser su riqueza, consuelo y gloria deleitable”[17]. Los pobres de espíritu son aquellos que están más abiertos a Dios y a las “maravillas de Dios”. Los corazones abiertos a Dios están, por eso mismo, más abiertos a los hombres. Están dispuestos a ayudar desinteresadamente. Dispuestos a compartir lo que tienen. ¿Y cuál es la recompensa del monje pobre? Lo dice Jesús: de los pobres de espíritu es el reino de los cielos. Esta es la recompensa que Jesús les promete. No se puede prometer más.

Junto a la primera quiero citar ahora la última bienaventuranza, la referente a los que sufren persecución por causa de la justicia, los que son perseguidos por dar testimonio de la fe: esos son auténticos pobres de espíritu y por eso Jesús dice también que de ellos es el reino de los cielos. ¡Cuántos monasterios, cuántas almas contemplativas guardaron el depósito de la fe a ellos confiado en medio de las más cruentas persecuciones, y apuntalaron la sana doctrina de la Iglesia frente a multitud de errores y confusiones[18]! Tarea que no les es ajena. Y particularmente en estos tiempos se hace urgente la necesidad de rezar y hacer penitencia por los miembros de la Iglesia perseguida; por la conversión de los pecadores, sobre todo de las almas consagradas y de los perseguidores de la Iglesia. 

[Peroratio] Estas ocho bienaventuranzas son la perla preciosa por la cual todos los santos que hoy celebramos lo dejaron todo. Si quieren ser felices en la vida contemplativa busquen la identificación con Cristo. Es verdad que las bienaventuranzas no son mandamientos. Pero ciertamente están comprendidas todas ellas en el mandamiento del amor, que es el ‘primero’ y el ‘más grande’. Las bienaventuranzas son como el retrato de Cristo, un resumen de su vida y por eso se presentan también como un “programa de vida” para cada uno de nosotros.

Amen mucho su vocación. Y desde aquí, desde el silencio del claustro y la vida escondida, anuncien la preeminencia del Señor sobre toda la realidad; hagan manifiesta en su vida y con su vida la plena actualidad de las bienaventuranzas, sean ‘los revolucionarios’ de la civilización del amor, como decía San Pablo VI.

Que la Virgen, Reina de todos los santos, los ayude a ser muy santas pues que para ese fin los ha reunido el Señor, como decía Santa Teresa[19].

[1] San Pablo VI, Homilía (29/1/1978).

[2] San Juan Pablo II, Homilía en el hipódromo de Monterrico, Perú (2/2/1985).

[3] Cf. 43.

[4] Salvifici Doloris, 26.

[5] San Juan de Ávila, Platicas a las monjas, n. 15, 7, 884.

[6] San Juan de Ávila, Tratado sobre el sacerdocio, 12, en Obras Completas, t. III, 504.

[7] Directorio de Espiritualidad, 47.

[8] Regla Monástica de la Rama Contemplativa, 80.

[9] Santa Edith Stein, Exaltación de la Cruz (14/9/1939), Ave Crux, spes unica!; Escritos Espirituales, BAC, Madrid 1988, 150.

[10] San Atanasio de Alejandría, Contra los paganos, Sermón 40: PG 75,79. Fórmula de renovación de votos mensual de los religiosos del Verbo Encarnado.

[11] Mt 11,29.

[12] San Juan Pablo II, Jesucristo es la razón de vuestra vida, OR (9/6/1995), 2.

[13] 181.

[14] Cántico Espiritual B, canción 39, 4.

[15] Cf. Regla Monástica de la Rama Contemplativa, Anexo, 2.

[16] Constituciones, 65.

[17] Epistolario, Carta 9, A la M. Leonor Bautista, OCD, en Beas Granada (8/2/1588).

[18] Cf. Directorio de Espiritualidad, 283.

[19] Cf. Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, 1, 4-5. 3, 10. Citado en el Directorio de Espiritualidad, 93.

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