La Iglesia en el desierto
No hace mucho el comentarista estadounidense Tucker Carlson decía en su columna semanal: “¿Dios está muerto? Esa es la famosa pregunta que hacía la revista Times allá lejos en 1966 cuando la revista Times aun importaba. La respuesta entonces y aun ahora es no, Dios no está muerto, pero un montón de gente que creía en Él está muerta. Lo cual indica que, no hace mucho, éste era un país cristiano. Tan recientemente como en el 2009, el 77% de los americanos decían que se consideraban cristianos creyentes. Sólo 10 años después, pasando la administración de Obama, ese número cayó 12 puntos. A lo largo del mismo período, el número de ateos y de personas autoidentificadas como gente no-religiosa en América saltó drásticamente. Y eso fue antes de la epidemia de covid. Los políticos usaron la pandemia en el país para cerrar miles de iglesias y arrojar a los cristianos en prisión por practicar su fe. […] Pero eso no significa –y este es el punto crítico– esto no significa que éste se haya vuelto un país secular. No hay países seculares, del mismo modo que no hay personas seculares. Todos creen en algo. Todos hemos nacido con la necesidad de adorar. La pregunta es qué”[1]. Entonces, sigue argumentando el comentarista: “América no ha perdido su religión. Sólo la ha reemplazado. Lo que está muriendo es la fe que creó la civilización occidental, la cristiandad. En su lugar se hala un nuevo credo, y que, como todas las religiones, tiene sus sacramentos propios, sus textos sagrados propios”[2].
Este párrafo introductorio que Carlson usa para decir que algunos políticos americanos promueven el “culto al coronavirus” haciendo de éste “la nueva religión”[3] –dejando entrever de algún modo la situación de la Iglesia en ese país– bien se puede aplicar –con sus más y con sus menos– a la realidad de la Iglesia en no pocos países del mundo, en los que la situación se vuelve aún más radical, no ya a causa del ‘coronavirus’ sino del ‘virus de la inmanencia mundana’ que algunos de sus miembros intentan implantar al sacrificar el espíritu profético de la Iglesia, pactando o transigiendo con el espíritu del mundo en su afán de ser ‘aceptados’ por éste. Esta es la realidad que nos toca vivir hoy y el campo de batalla en el cual debemos combatir en la actualidad.
Algo muy similar denunciaba el padre Santiago Martín, FM, en un video publicado el 24 de septiembre de este año titulado “La ‘nueva Iglesia’ ha fracasado”[4]. Allí el P. Martín señalaba que “un estudio afirma que sólo el 12% de los alemanes considera que la religión es algo bueno para la humanidad. Católicos, protestantes y judíos están incluidos en ese porcentaje. Esto indica claramente que después de todo lo que llevan haciendo para adaptarse al mundo, han fracasado. Si sólo el 12% considera que la religión es algo positivo para la humanidad, significa que los que están promoviendo el cambio –éste de la nueva Iglesia– y que dicen que todo empieza desde ahora y que hay que estar en ruptura con todo lo anterior (Palabra de Dios y Tradición): han fracasado […].
Los templos están cada vez más vacíos y eso de que poniendo las cosas fáciles, adaptándose al orden mundial, aceptando lo que nos piden que aceptemos (todo el paquete completo, desde el aborto hasta la ideología de género), eso de que esta rendición de lo que somos y de lo que creemos va a servir para acercar a la gente a la Iglesia, eso es mentira. Está la realidad que lo demuestra […].
Hoy en día no se trata de si interpretamos el Concilio Vaticano II en clave de ruptura o de continuidad, es que eso a la inmensa mayoría de los bautizados le da lo mismo. Hace algunos años la Iglesia católica era una minoría, hoy en día la Iglesia católica es irrelevante. No en todo el mundo, claro, pero sí por ejemplo, en Alemania. Si el 12% considera que la religión es algo positivo para la humanidad, eso quiere decir que el 88% considera que no sirve para nada la religión. Casos similares ocurren en otras partes del mundo –aunque no tan radicalmente– e incluso en USA donde el porcentaje de ateos se equipara proporcionalmente al número de creyentes. Asimismo, en Latinoamérica, donde los jóvenes han desertado en masa.
Esto demuestra que la ‘nueva iglesia’ ha fracasado, que no han conseguido aun con sus rebajas ya aplicadas, toleradas en su aplicación, no han logrado frenar el declive en el que ya estaba la Iglesia y que con ellos se ha acentuado. Sólo hay una solución: la unidad que no puede lograrse sino es en torno a la Verdad (en la Palabra de Dios y la Tradición)”[5].
Como miembros del Instituto del Verbo Encarnado y de la Iglesia esta realidad no nos es ajena. Pues hemos sido convocados a unirnos bajo el estandarte del Verbo Encarnado para “la misión de oponerse proféticamente a la idolatría del poder, del tener y del placer”[6]. Ya que el mismo Cristo es quien “cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria […] a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder”[7].
Siendo nuestro Instituto “un Instituto clerical”[8] y, por tanto, sabiéndonos partícipes “de la función profética de Cristo”[9], dedicados completamente “a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo”[10] nos ha parecido conveniente dedicar estas líneas a tratar, de alguna manera, sobre la realidad actual de la Iglesia para, a partir de allí, intentar describir cuál debe ser nuestra actitud y nuestra conducta ante ello.
Asimismo, nos parece importante clarificar que nuestro propósito no es el de criticar o el adoptar una actitud contestataria como hacen algunos que del sentire cum Ecclesia pasan en la práctica al agere contra Ecclesiam, viviendo la comunión jerárquica dialécticamente, y por tanto no viviéndola, enfrentando la “Iglesia oficial o jerárquica” con la “Iglesia del pueblo de Dios”[11] y promoviendo así las actitudes de disenso que tanto dañan la comunión eclesial, y que se disfrazan de denuncias proféticas. Nosotros queremos ser profetas de luz y esperanza ofreciendo un testimonio explícito, siguiendo la exhortación que nos hacía San Juan Pablo II: “Hemos de proclamar nuestras creencias a la luz del día y desde los tejados[12], sin miedo y sin compromisos”[13].
1. La Iglesia en el desierto
Hemos titulado el presente escrito “La Iglesia en el desierto” ya que nos parece que –siguiendo en esta idea al Venerable Arzobispo Fulton Sheen– “la Iglesia de hoy es como la Iglesia en el desierto”[14]. Con la expresión ‘Iglesia del desierto’ nos referimos a la ‘iglesia de los israelitas’, al Pueblo de Dios cuando después de 400 años de esclavitud en Egipto, comenzó su marcha hacia la Tierra Prometida de Canaán.
Similarmente la Iglesia contemporánea se parece a la antigua ‘iglesia del desierto’ en tres aspectos:
▪ Desprecio por la jerarquía, maná o Eucaristía: ciertamente que hasta el Concilio Vaticano II la Iglesia estaba más separada del espíritu del mundo que ahora. Pero desde que se hizo un legítimo énfasis en que la Iglesia debería estar más envuelta en los distintos aspectos de la vida del mundo y sus necesidades, entonces comenzó a agigantarse el deseo por las ollas de carne en Egipto[15], es decir, por lo mundano. Por eso algunos sacerdotes y religiosos se sienten cada vez más incómodos en ser llamados ‘conservadores’ (porque asocian a ello la rigidez en su connotación negativa) o en ser identificados con alguien de la ‘cúpula’ (porque en la jerarquía sólo ven opresión). A eso se le sigue un declive en la reverencia debida a la Eucaristía del mismo modo en que hubo rechazo del maná entre los israelitas: Los israelitas se sentaron a llorar a gritos, diciendo: “¡Si al menos tuviéramos carne para comer!… ¡Ahora nuestras gargantas están resecas! ¡Estamos privados de todo, y nuestros ojos no ven nada más que el maná!”[16]. Entonces se empieza a ansiar los placeres de este mundo. ¡Cómo recordamos los pescados que comíamos gratis en Egipto, y los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos![17]. El aborto, la homosexualidad, el rechazo de los votos religiosos, ciertas prácticas esotéricas y no pocas preocupaciones mundanas que ‘pertenecían a Egipto’ son ahora aceptadas e incluso promovidas y defendidas por algunos, incluso dentro de la misma Iglesia. Ya no se ve una falange[18] moralmente sólida que se lanza en contra del espíritu del mundo. Ya no importa tanto lo que la Iglesia cree o el Santo Padre enseña o la Palabra de Dios nos advierte, la consciencia de cada uno se ha vuelto por sí misma el único criterio de lo que está bien y de lo que está mal. Aquí cada uno hace lo que mejor le parece[19]. Y así tenemos miembros de la misma jerarquía de la Iglesia que disienten en aspectos cruciales de nuestra fe, mientras otros viven preocupados hasta el exceso por temas irrelevantes o culturalmente de moda mientras el Cuerpo Místico de Cristo se desangra. Cuántos viven ocupados en diluir la santa doctrina de la Iglesia prescindiendo de la Palabra de Dios y de la Tradición aludiendo para ello que ‘estos son otros tiempos’. No pocos hay también que, en su afán de acercarse al mundo, “de entrar” con la gente y siempre bajo ‘capa de bien’ hacen todo por acabar con lo que tenga la más mínima sombra de tradicional –a lo cual asocian las notas negativas de ‘conservador’ o de ‘mentalidad sectaria–’: congregaciones religiosas, misiones, la predicación de los novísimos, la fidelidad a la regla y al patrimonio de un Instituto, etc., por nombrar algunos ejemplos. Estos tales terminan abrazados acríticamente a la cultura del mundo renunciando a impregnarla del Evangelio y pretenden que otros lo hagan también, por supuesto. Es el modo de vivir de muchos cristianos, metido en todos los niveles de la vida de la Iglesia.
▪ El segundo aspecto por el cual la Iglesia de hoy se parece a la iglesia que peregrinaba por el desierto es que ambas demuestran rebeldía contra la autoridad. Los israelitas creían que todos eran iguales más allá de cualquier llamado recibido de Dios. La autoridad se volvió repugnante para ellos ya sea por envidia o porque su ego se convirtió en su dios y no podían soportar otros dioses por encima de ellos. El Pueblo de Dios protestaba en contra de la autoridad de Moisés y Aaron. ¡Ustedes se han excedido en sus atribuciones! Toda la comunidad es sagrada, y el Señor está en medio de ella. ¿Por qué entonces ustedes se ponen por encima de la asamblea del Señor?[20]. El Papa, los obispos, los párrocos, los superiores religiosos y los sacerdotes son cuestionados porque hay como un sentimiento general de que aquel que se resiente contra la autoridad tiene mayor santidad. Lo cierto es que del antiguo y del nuevo Pueblo de Dios podría decirse: no todos los que descienden de Israel son realmente israelitas[21], es decir, no todos en la Iglesia son verdaderamente de la Iglesia[22]. Y hoy como ayer se busca rebajar la autoridad o credibilidad de los superiores o de quien tiene autoridad moral, por ejemplo, en una congregación religiosa, ara que no se los oiga o para que no dirijan[23].
▪ Por último, señala Fulton Sheen, la Iglesia de hoy es como el Israel en transición. Y así como Israel estaba entre Egipto y la Tierra Prometida así la Iglesia anda en el desierto actual errante entre lo que ella es y lo que eventualmente será. Pues, así como los israelitas fueron sacados de Egipto pero no fueron introduidos inmediatamente en Canaán, así la Iglesia está en transición. Este estar en un ‘estado intermedio’ no significa que cuando la Iglesia se recupere del secularismo y del ateísmo reinante va a ser perfecta. Cuando Israel entró en Canaán, tuvieron que pelear siete batallas. Canaán no era el cielo.
La Iglesia también hoy anda errante. Nada parece fijo excepto el hecho de que es Dios quien onduce a su Iglesia. Es más, así como Israel in transitu de Egipto a Canaán, frecuentemente se desalentaba ante las dificultades, así el nuevo Israel –la Iglesia de hoy– tiende a desalentarse, por eso Dios desde lo alto hoy nos vuelve a decir: ¡Ánimo, todo el pueblo del país! –oráculo del Señor–. ¡Manos a la obra! Porque yo estoy con vosotros –oráculo del Señor de los ejércitos[24].
Ahora bien, nos parece importante notar esta observación del Venerable arzobispo americano: “laIglesia es algo que muere y vuelve constantemente a la vida”[25]. Porque la ley del Cuerpo es la ley de la Cabeza, es decir, Crucifixión y tumba vacía: Resurrección[26].
2. La mundanidad
Hubo muchos, y los hay aun ahora, que dadas las alarmantes circunstancias por las que atravesó o está atravesando la Iglesia vaticinan el fin de la cristiandad. Lo decía el mismo Carlson en el comentario que citamos al inicio. Lo cierto es que “la Iglesia ha tenido cuatro grandes muertes en la historia, una cada quinientos años. La primera fue la caída de Roma que a tal punto perturbó a San Jerónimo que se pensó que era el fin del mundo. San Agustín se pasó dieciocho años escribiendo la Ciudad de Dios para explicar por qué había caído Roma. La segunda muerte de la Iglesia se dio con el avance de los musulmanes que destruyó la Iglesia en el norte de África y también el cisma de Oriente. La tercera muerte fue durante el tiempo de la Reforma cuando los ‘reformadores’ cambiaron dogmas, y en realidad, era su conducta moral lo que debían reformar. Estamos en la cuarta muerte de la Iglesia donde el enemigo no son los pueblos nómades, los cismáticos, los herejes sino el espíritu del mundo que se ha infiltrado en la Iglesia”[27].
Sigue diciendo el Venerable arzobispo americano que “durante ciclos de 500 años la Iglesia fue atacada de diferentes maneras. En el primer ciclo la Iglesia fue combatida con herejías centradas en el Cristo histórico: su Persona, su Naturaleza, Intelecto y Voluntad. En el segundo ciclo fue la Cabeza Visible de Cristo lo que negaron. En el tercer ciclo fue la Iglesia o el Cuerpo Místico de Cristo el que fue dividido en secciones o sectas. En nuestros días, el ataque es el secularismo y está dirigido a atacar la santidad, el sacrificio, la abnegación y la kenosis. El nuevo enemigo de la Iglesia es ecológico; pertenece al ambiente en el que vive la Iglesia. El desafío que se arremolina ahora en derredor de los fieles es: ¿Te prendes con esto? [Are you with it?] – ese ‘esto’ permanece siempre anónimo e indefinido. Por esa razón está muy relacionado con lo demoníaco. Ya que Dios se define como ‘Soy el que Soy’. El demonio se define a sí mismo como ‘Soy el que no soy’”[28].
Concluye Fulton Sheen diciendo algo que ya hemos citado otras veces pero que nos parece oportuno volver a recordar: “Estamos viviendo el fin de la cristiandad, no del cristianismo. Por cristiandad entendemos el orden político, económico y social imbuido de la ética evangélica. Ya no vivimos en una civilización cristiana. La cristiandad se refiere solo al mundo y sus instituciones; el cristianismo se refiere a Cristo y a su Cuerpo Místico en su alcance evidentemente mundial. La era de la fe ha sido seguida por la era de la razón, la cual, a su vez, ha dado paso a la era de los sentidos. El cristianismo se considera fuera de lugar. […] Pero el cristianismo no está muerto; al contrario, está bien vivo. Hace cuarenta o cincuenta años era fácil ser cristiano; el aire que respirábamos, la atmósfera familiar en la que crecíamos no eran ajenos al Sermón de la Montaña. Ahora el cristianismo está bajo ataque. Eso significa que estos son días grandiosos para vivir. Ahora debemos ponernos de pie para ser contados. Es fácil flotar siguiendo la corriente. Los cuerpos muertos flotan siguiendo la corriente. Pero solo los cuerpos vivos resisten la corriente”[29].
Por eso el Santo Padre Francisco advertía en una de sus prédicas parafraseando al P. De Lubac: “el peor de los males que le puede suceder a la Iglesia es la mundanidad. Y no exagera, porque luego señala algunos males que son terribles, y esto es peor: la mundanidad espiritual, porque es una hermenéutica de vida, es un modo de vivir, también un modo de vivir el cristianismo. Y para sobrevivir ante la predicación del Evangelio, odia. Mata”[30]. Y sigue diciendo el Papa: “¡La mundanidad no es superficial en absoluto! Tiene raíces profundas, raíces profundas. Es como camaleónica, cambia, va y viene según las circunstancias, pero la sustancia es la misma: una propuesta de vida que entra en todas partes, incluso en la Iglesia. Mundanidad, hermenéutica mundana, maquillaje, se maquilla todo para que sea así”[31].
“La mundanidad es una cultura; es una cultura de lo efímero, una cultura de la apariencia, del maquillaje, una cultura de ‘hoy sí, mañana no, mañana sí y hoy no’. Tiene valores superficiales. Una cultura que no conoce la fidelidad, porque cambia según las circunstancias, lo negocia todo. Esta es la cultura mundana, la cultura de la mundanidad. Y Jesús insiste en defendernos de esto y reza para que el Padre nos defienda de esta cultura de la mundanidad. Es una cultura de usar y tirar, según la conveniencia. Es una cultura sin lealtad, no tiene raíces. Pero es una forma de vida, un modo de vivir también de muchos que se llaman cristianos. Son cristianos, pero son mundanos”[32].
En efecto, la mundanidad es “infinitamente más desastrosa que cualquier otra mundanidad simplemente moral”[33].
3. La Iglesia, comunidad profética
Por eso, San Juan Pablo II afirmó con firmeza: “la misión de la Iglesia es, ante todo, profética. Anuncia a Cristo en todas las naciones y les trasmite el mensaje de salvación. […] El mundo actual espera por todas partes, tal vez confusamente, vidas consagradas que anuncien, más con las obras que con las palabras, a Cristo y su Evangelio”[34].
“Cristo no obligó a nadie a aceptar sus enseñanzas. Las presentaba a todos sin excepción, dejando que cada uno fuese libre de responder a su invitación. Este es el modelo que sus discípulos debemos seguir. Los cristianos afirmamos que todo hombre y toda mujer tienen derecho a escuchar el mensaje de salvación que Cristo nos ha dejado, y afirmamos que tienen derecho a seguirlo si les convence. Lejos de sentirnos obligados a pedir excusas por poner el mensaje de Cristo a disposición de todos, estamos convencidos de que tenemos derecho y obligación de hacerlo”[35].
Cuando la Iglesia pierde de vista esa misión profética entonces se aleja del ideal de Cristo al ‘pactar’ con el mundo. ¿Cómo lo hace? Al diluir o recortar el mensaje de nuestro Señor, al conceder cosas que son inadmisibles, llamando bueno o moralmente justo algo que la moda de la época considera ‘bueno o justo’, quedándose atrapada en los slogans de ‘inclusión’ (a toda costa) en vez de proclamar con firme confianza la verdad evangélica adoptando una actitud que es más bien una rendición a los pies del mundo y de sus máximas. Lo hace también cuando con actitud ‘acomplejada’ pide perdón por decisiones o medidas concretas tomadas por la jerarquía de la Iglesia en el pasado simplemente porque no se adaptan a la mentalidad pluralista y pseudo-filantrópica contemporánea y que sólo conduce a que los enemigos de la Iglesia se sientan ratificados en sus calumnias. Lo hace al creerse ‘valiente’ no por contradecir o refutar el mensaje del mundo con la verdad de Cristo y su cruz frente a la corrupción del poder político o económico[36], o porque se muestre ardorosa en su afán misionero y quiera hacer realidad el deseo de Cristo: Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo![37] sino porque le gusta mostrarse pacifista, humanitaria y ‘abierta de mente’ negociándolo todo, no sin grave escándalo para las almas. Es mundano amar más tener razón que amar la verdad. Quienes obran así no son amigos de la verdad que es el mismo Cristo.
Cuántos miembros de la Iglesia hoy en día –incluso altamente comprometidos en la Iglesia– escriben libros, promueven ideas, y se pronuncian abiertamente a favor de temas explícitamente condenados por el Magisterio de la Iglesia, simplemente para ‘acomodarse’ al modo en que vive la gente; cuántos con sus gestos y aun con sus prácticas inducen a las almas a la ‘fe’ en la astrología u otras prácticas de marcada tonalidad pagana. Cuántos se creen tan abiertos de mente (broadminded) y con tanta ‘libertad de espíritu’ (denigrando a lo que ellos según su propio criterio consideran ‘rígido’ o ‘fanatismo’) que identifican la tolerancia con la indiferencia acerca de lo que está bien o lo que está mal, la verdad y el error. Cuántos hablan de ‘acabar con el ‘antiguo paradigma’, expresión que usan para referirse a la verdad eterna enseñada por la Iglesia de todos los tiempos, para sugerir o mejor dicho imponer con sofismas un ‘nuevo paradigma’, más amplio que acepte y se ajuste a las ‘nuevas normas’. Cuántos en vez de apoyar, fomentar y custodiar los Institutos religiosos fieles a su identidad y misión dentro de la Iglesia, buscan dinamitar precisamente aquello que define su rostro en la Iglesia, a saber, su carisma, sus reglas, su patrimonio, su modo de hacer apostolado, su fundador, etc., argumentando para ello que esos Institutos fomentan en sus miembros una ‘mentalidad sectaria’, la ‘auto referencialidad’ o un ‘pensamiento único’’ cuando en realidad esos Institutos sólo buscan ser fieles a su misión, no el ‘dominar el espacio de la Iglesia’[38] ni ostentar un “neopelagianismo autorreferencial y prometeico como quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado”[39]. Cuántos otros viven agitados por la causa de la ecología, de la contaminación ambiental, de la igualdad, del culto a la salud (que nada tiene que ver con la pastoral de la salud como la entiende la Iglesia), de los inmigrantes, etc.; cosas todas válidas y en las que hay que ocuparse llevando a ellas el espíritu del evangelio. Pero al mismo tiempo nada o casi nada se oye acerca de la promoción misionera, de la pastoral vocacional, de la predicación sólida y consistente a lo largo de los siglos acerca de la necesidad de la recepción de los sacramentos, de los novísimos, de la Cruz de Cristo, de la predicación abierta y diáfana de la Verdad de Cristo respecto de tantos temas controvertidos que tanta confusión y estrago causan en las almas, inclusive en los sacerdotes. Más aun, hay algunos que invocan la religión para destruir la religión, ya que incluso hablan de Cristo, pero no de su Cruz simplemente porque la mundanidad no tolera el escándalo de la Cruz.
Lo cierto es que cuando las almas perciben esa doblez, cuando se dan cuenta de esa ‘negociación’ con el espíritu del mundo, cuando en sus templos ya no oyen la proclamación de las verdades inmutables de nuestra fe, cuando sólo escuchan opiniones, cuando en vez de ‘maestros’ se encuentran con ‘comentadores’, cuando en vez de recibir principios sólo se encuentran con estadísticas, con sólo naturaleza en vez de con naturaleza y gracia; cuando les piden que vendan su libertad a cambio de seguridad (como el pan que se vuelve un arma política y sólo los que piensan como ellos podrán comer); cuando oyen que se promociona la ‘hermandad’ pero sin mención a la ‘paternidad’ de Dios, cuando ven que miembros encumbrados de la Iglesia rinden ante el César aun las cosas que son de Dios, entonces pierden la confianza en ‘la gente de la Iglesia’, otros se escandalizan, otros deciden ya no creer y lo que es peor, tantos otros se unen a ellos abrazando la mundanidad.
¿Quién después de eso se sorprenderá de que sean escasas las vocaciones al sacerdocio, que los templos estén vacíos o casi vacíos, que se cierren casas religiosas y monasterios a velocidad incomparable, que las almas no acudan a los sacramentos, que se opte por la eutanasia casi ‘naturalmente’, que la homosexualidad sea para muchos –incluso cristianos– un ‘modo de vida’, que tantos países construyan modelos tan alejados del bien común…? Y es “que todo anti testimonio, toda incoherencia entre cómo se expresan los valores o ideales y cómo se viven de hecho, toda búsqueda de sí mismo y no del Reino de Dios y su justicia[40], toda falsificación de la palabra de Dios[41], ‘frecuentemente son obstáculos fuertes para aquellos que sienten la llamada de Cristo: ven y sígueme…’[42]”[43].
En verdad, en todas partes, la gente espera obispos, cardenales, sacerdotes, monjes, religiosos que sean testigos de Cristo, coherentes con la verdad que predican. No van a las iglesias para que les repitan lo mismo que dicen los noticieros, ni para que les cuenten algún escándalo eclesial: las almas tienen sed de Cristo, quieren que se les presente el mensaje de Cristo de una manera accesible, sin mutilaciones, sin diluirlo, antes bien, en toda su luminosidad y trasparencia.
No hay que ser ingenuos sino saber discernir y darse cuenta de que hoy como ayer, hay en la Iglesia quienes se comportan como falsos profetas, aún dentro de la jerarquía.
Es por eso que queremos traer a colación aquí ciertas notas que nos diese el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa para distinguir los verdaderos de los falsos profetas y en eso mismo aprender cuál debe ser nuestra actitud. Dice así:
– “En los contactos de Israel con los pueblos vecinos no faltaron manifestaciones de falso profetismo, que llevaron a la formación de grupos de exaltados, los cuales sustituían con música y gesticulaciones el espíritu procedente de Dios y se adherían incluso al culto de Baal. Elías entabló una decisiva batalla contra esos profetas[44], permaneciendo solitario en su grandeza”[45]. Y ahí tenemos la primera actitud de cara a los tiempos que vivimos, si en verdad queremos ser fieles a nuestra vocación y, en definitiva, fieles al Verbo Encarnado: la firme y determinada determinación (es decir, con convencimiento) de no entrar en componendas con el mundo, de no sustituir la verdad por opiniones de moda, de no adherirse –por miedo a amenazas o a cambio de bienes pasajeros– a nada que comprometa la integridad de nuestra fe, de nuestro compromiso religioso y misionero, de la lealtad que le debemos a nuestro Dios. En una palabra, saber “a cada instante las cosas por las cuales se debe morir”[46]. Y esto por amor a los hombres, es decir, por amor precisamente al “mundo” de los hombres, entendido como realidad buena, creada por Dios, pero que debe ser salvada y elevada al orden de la gracia, dado que “lo que no es asumido no es redimido”[47].
– “En la genuina tradición bíblica se defiende y se reivindica la verdadera idea del profeta como hombre de la palabra de Dios, instituido por Dios, como Moisés y a continuación de él[48]”[49]. Si un religioso, sacerdote, obispo o cardenal, no se conduce conforme a su condición y al auténtico testimonio profético que se espera de todos nosotros, y, aun más, prescinde de profundizar la Palabra de Dios “en Iglesia”[50], es decir, con el mismo Espíritu con que fue escrita[51], entonces su labor apostólica languidece o peor aún, hace daño y destruye en vez de edificar. Asimismo, si nuestra labor misionera dentro de la Iglesia no halla en la Palabra de Dios su fuente, su mensaje, su criterio para juzgar las realidades, igual que el alimento para nuestra propia santificación, no podríamos hablar de evangelización de la cultura, pues –en el mejor de los casos– sólo estaríamos dando manotazos en el aire. “Nuestro pobre aliento únicamente es fecundo e irresistible si está en comunicación con el viento de Pentecostés”[52] pues precisamente la Palabra de Dios es la fuerza de nuestro Instituto[53].
– Otro aspecto de ese criterio de juicio es la fidelidad a la doctrina entregada por Dios a Israel, en la resistencia a las seducciones de la idolatría (cf. Dt 1, 2 ss.). Así se explica la hostilidad contra los falsos profetas[54]. Tarea del profeta, como hombre de la Palabra de Dios, es combatir el “espíritu de mentira” que se encuentra en la boca de los falsos profetas[55], para proteger al pueblo de su influencia. Lo dice muy claramente uno de nuestros documentos: “El cristiano [y más aun el religioso] puede pasar por mil pruebas, pero nunca debe estar confundido con respecto a la Palabra de Dios. […] La Palabra de Dios no debe silenciarse: el Anticristo vendrá en medio del silencio de la Palabra de Dios. El mismo demonio llega cuando se silencia la Palabra de Dios: El que recibe la Palabra entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan y no pueden dar fruto[56]. La Palabra de Dios no debe traficarse: Pero nosotros no somos como muchos que trafican con la Palabra de Dios, sino que hablamos con sinceridad en nombre de Cristo, como enviados de Dios y en presencia del mismo Dios[57]. La Palabra de Dios no debe falsificarse: …y nunca hemos callado nada por vergüenza, no hemos procedido con astucia o falsificación la Palabra de Dios[58]”[59].
– El profeta, hombre de la palabra, debe ser también “hombre del espíritu”, como ya lo llama Oseas: debe tener el espíritu de Dios, y no sólo el propio espíritu, si ha de hablar en nombre de Dios[60]. […] Hablar en nombre de Dios requiere, en el profeta, la presencia del espíritu de Dios[61]. Por eso recomendaba San Gregorio Magno: “Cuiden primero de castigar lo propio con llantos y después clamen contra lo que en los otros se debe castigar; y antes de que resuenen las palabras de la exhortación griten con sus obras todo lo que han de hablar”[62].
Además, la fidelidad a Dios y la firme adhesión a su Palabra también produce ciertos efectos[63] en quienes reciben el mensaje y esos efectos nos sirven para juzgar si la tarea apostólica propia o ajena está cumpliendo con la misión profética que se espera de nosotros:
– incomprensión: buscáis matarme, porque mi palabra no ha sido acogida por vosotros[64]; no lo entendieron los discípulos…[65];
– contradicción: unos decían: «Es bueno…», otros: «no, seduce a la multitud…»[66];
– odio: el mundo… me aborrece, porque doy testimonio contra él de que sus obras son malas[67];
– desprecio: todo el pueblo escuchó y se hizo bautizar por Juan pero los fariseos y doctores no se hicieron bautizar por él[68];
– escándalo: buscaban matarle… porque… llamaba a Dios su Padre… [69];
– repugnancia: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?[70].
“Ser tolerado [o aceptado] a veces es un signo de debilidad; ser perseguido es un halago. Los mediocres sobreviven”[71], decía Fulton Sheen.
4. Peregrinación por el desierto
Por tanto, toda esta situación eclesial que mencionábamos y que nos incumbe doblemente, a saber, por nuestra condición de bautizados y por nuestra pertenencia al Instituto –aunque, humanamente hablando, nos puede agobiar, preocupar, y aun hacernos perder la confianza en ciertos hombres de la Iglesia– en realidad nos debe hacer levantar la mirada a Dios que gobierna desde lo alto del cielo su Iglesia y dirige la historia a fin de poder decir con el salmista: En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste[72].
Este Salmo que acabamos de citar “presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza”[73]. Si bien el Salmo tiene fuertes implicaciones cristológicas no nos parece descabellado que se pueda aplicar al Cuerpo Místico de Cristo que peregrina por el desierto y aun más a nuestro Instituto mismo.
Explicaba el Papa Benedicto en una de sus catequesis: “Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que confiaron –por tres veces se repite esta palabra– sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.
Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo[74], se burlan, se mofan de él[75], y es herido precisamente en la fe: Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere, dicen”[76]. Salvando las distancias, estas líneas traen inevitablemente a la memoria muchas vicisitudes de la historia de nuestro Instituto. Y, sin embargo, Dios ha estado siempre presente en nuestra historia con una providencia y una ternura misericordiosa incuestionables. Por tanto, nuestro Instituto bien puede recordarle a Dios junto con el salmista: Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos[77]. No obstante la desolación del presente, y dentro del marco de la preparación para la celebración del Nacimiento de nuestro Redentor, debemos reconocer una cercanía y un amor divinos tan radicales a fin de exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: desde el vientre materno tú eres mi Dios[78]. Y confiadamente imploremos junto al salmista: No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre[79].
Es cierto que muchas veces casi la única cercanía que percibimos y que puede asustarnos es la de los enemigos, que nos acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar[80]. “La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados […] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar […] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica[81]”[82].
Unidos en oración dirijamos nuevamente, imperiosa, nuestra petición de ayuda: Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme […] Sálvame[83]. “Este es un grito que abre los cielos”, explica el Papa, “porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré[84]”[85].
Dispongámonos a la acción de gracias, porque en todo tiempo Dios amparó al pobre y desvalido, como al final de este Salmo. “El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible […]. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza”[86].
De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de angustia presente también nosotros le podemos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda, si a Dios le place, se transformará en canto de alabanza.
Persuadámonos de que “la Iglesia ‘sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo’[87], cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, ‘la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios’[88]. Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor[89], y aspira al advenimiento pleno del Reino, ‘y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria’[90]. La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas”[91].
5. María, Madre de la Iglesia
“Vuestra mi Madre bendita para seros Madre cuidadosa y piadosa” nos dice paternalmente el derecho propio, citando al Maestro de Ávila[92]. Por eso debemos invocar en todo tiempo a la Virgen Santísima a fin de que Ella resplandezca más que nunca delante de nosotros en misericordia, poder y gracia[93].
San Pablo VI, deseando que el título de María, Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del Pueblo de Dios que peregrina en el desierto, proclamó a la Santísima Virgen “Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa”[94] en un discurso memorable al finalizar el Concilio Vaticano II. En esa oportunidad señalaba el Vicario de Cristo: “La realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos, ni en sus ordenanzas jurídicas. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, ha de buscarse en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla separada de Aquella que es la Madre del Verbo Encarnado, y que Cristo mismo quiso tan íntimamente unida a sí para nuestra salvación. Así ha de encuadrarse en la visión de la Iglesia la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su Santa Madre. Y el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia”[95].
Asimismo, más recientemente el Santo Padre ha incluido definitivamente en el Calendario Romano General la memoria de la “Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia”[96]. Por eso con ánimo confiado y amor filial elevemos a Ella la mirada, a pesar de nuestra indignidad y flaqueza; Ella, que nos dio en Cristo la fuente de la gracia, no dejará de socorrer a la Iglesia y al Instituto que lleva el nombre del más augusto misterio de su Adorabilísimo Hijo.
Que la Virgen Santísima proteja a toda la Iglesia y a nosotros mismos dentro de la Iglesia de caer en apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia que, en lugar de la gloria del Señor, buscan la gloria humana y el bienestar personal[97]. Y siendo María a la vez Esposa del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia, que Ella sane a los miembros de la Iglesia de esa “mundanidad asfixiante” con el viento puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios[98].
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De cara al luminoso misterio del Nacimiento del Hijo de Dios debe reavivarse en nosotros una inmensa confianza en el poder y en la ayuda de nuestro Redentor. La Navidad es pues, el “día de las misericordias de Dios”[99]. Acaso “¿hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros?”[100].
Por eso “el nacimiento del Verbo encarnado nos urge, entre otras cosas… a vivir en la alegría”[101]. Alegría profunda y espiritual aun a pesar de las arduas luchas y las pruebas que no nos faltan ni Dios quiere que nos falten. Es, por tanto, nuestra plegaria fervorosa que en esta Navidad el Verbo Encarnado impregne las almas de todos los miembros del Instituto con el rocío de la alegría que multiplica en más gracias el buen obrar: alegría de permanecer independientes frente a las máximas, burlas y persecuciones del mundo por lealtad a Dios[102], la alegría de nuestra pertenencia a la Iglesia por la fe y el Bautismo[103], la alegría en la fuerza del possumus[104] y en la debilidad del ¡sálvanos Señor que nos hundimos![105]. Alegres cuando nos tiren piedras, nos golpeen y nos martiricen[106] por la causa de Cristo, alegres cuando nos tengan “por torpes, atrasados y, aun, débiles mentales”[107] porque entonces nos habrá caído en suerte la gracia más grande que Dios puede conceder a nuestra minúscula Familia Religiosa. Alegres en Dios y con sólo Él[108]; alegres en fe y esperanza, aunque sea a oscuras[109]; alegres, “viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo”[110].
¡Esta es la realidad de la Navidad del Señor! Este es el acontecimiento histórico cargado de misterio que Dios ha encomendado a su Iglesia. Proclamémoslo incesantemente.
Para culminar ofrecemos aquí una traducción casera de un poema que escribió el Ven. Arzobispo Fulton Sheen a un amigo tres días antes de su muerte[111]:
Nuestro Señor vino a esta tierra a experimentar
lo que se siente cuando nos sentimos defraudados…
Al no conseguir la reservación en un hotel;
al tener que chocarse contra varios burros testarudos
y varios bueyes estúpidos en nuestro paso por la vida;
al no recibir los regalos de cumpleaños que esperábamos…
PERO. También vino a enseñarnos que nunca nos sentiríamos defraudados…
Si encontramos el Amor frente al cual todos los demás amores se quedan cortos;
si aprendemos a ver que junto a su Presencia en el Santísimo Sacramento,
nuestro prójimo es el objeto más parecido a Cristo que jamás conoceremos;
y si aprendemos a admitir la suciedad del establo de nuestras vidas,
habremos encontrado el primer signo de su Presencia en nosotros…
Entonces comprenderíamos que si Él nos librase de toda desilusión;
si nos diese sólo cosas agradables y nuevas;
nos olvidaríamos de Él
y eso nos quitaría la alegría de desearnos el uno al otro.
¡Feliz Navidad!
[1] https://www.foxnews.com/opinion/tucker-carlson-christianity-dying-replaced-cult-coronavirus, (28/09/2021).
[2] Ibidem.
[3] Ibidem.
[4] https://www.religionenlibertad.com/video/134230/nueva-iglesia-fracasado.html
[5] Cf. Ibidem.
[6] Directorio de Vida Fraterna, 25.
[7] Cf. Lumen Gentium, 35; Catecismo de la Iglesia Católica, 904.
[8] Constituciones, 258.
[9] Directorio de Espiritualidad, 33.
[10] Constituciones, 23.
[11] Cf. Conferencia Episcopal Española, Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, (30/03/2006), 46. En http://www.conferenciaepiscopal.nom.es (visitado el 27 de febrero de 2011).
[12] Mt 10, 27; Lc 12, 3.
[13] Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de las comunicaciones sociales, (31/05/1992).
[14] A partir de aquí seguimos libremente a Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]
[15] Cf. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]
[16] Num 11, 4.6.
[17] Num 11, 5.
[18] Según la RAE:1. f. Cuerpo de infantería pesada, que formaba la principal fuerza de los ejércitos griegos.|3. f. Conjunto numeroso de personas unidas en cierto orden y para un mismo fin.
[19] Deut 12, 8.
[20] Num 16, 3.
[21] Ro 9, 6.
[22] Cf. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]
[23] Cf. Constituciones, 128.
[24] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 10; op. cit. Ageo 2, 4.
[25] Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]
[26] Ibidem.
[27] Ibidem.
[28] Ibidem.
[29] Ibidem.
[30] Francisco, Homilía en la Capilla Santa Marta (16/05/2020).
[31] Ibidem.
[32] Ibidem.
[33] Francisco, Evangelii Gaudium, 93; op. cit. H. de Lubac, Méditation sur l’Église, París 1968, 231.
[34] A las religiosas del Congo reunidas en el Carmelo de Kinshasa (03/05/1980).
[35] San Juan Pablo II, Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de las comunicaciones sociales (31/05/1992).
[36] Cf. San Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 43.
[37] Lc 12, 49.
[38] Evangelii Gaudium, 95.
[39] Cf. Evangelii Gaudium, 94.
[40] Cf. Mt 6, 33.
[41] Cf. 2 Co 4, 2.
[42] San Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Estados Unidos (22/02/1989); OR (30/04/1989), 14.
[43] Directorio de Espiritualidad, 293.
[44] Cf. 1 R 18, 25-29.
[45] San Juan Pablo II, Audiencia General (14/02/1990).
[46] Directorio de Espiritualidad, 41.
[47] Sobre este célebre axioma patrístico cf. Concilio Vaticano II, Ad Gentes, 3, donde se cita a San Atanasio, Ep. ad Epictetum 7: PG 26,1060; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,9: PG 33,465; Mario Victorino, Adv. Arium 3,3: PL 8,1101; San Basilio, Epist. 261,2: PG 32,969; San Gregorio Nacianceno, Epist. 101: PG 37,181; San Gregorio Niceno, Antirreheticus, Adv. Apollin. 17: PG 45,1156; San Ambrosio, Epist. 48,5: ML 16,1153; San Agustín, In Ioan. Ev. tr. 23,6: ML 35,1585; CChr. 36,236.
[48] Cf. Dt 18, 15.
[49] San Juan Pablo II, Audiencia General (14/02/1990).
[50] San Juan Pablo II, Alocución a los obispos de Malí (26/03/1988); OR (24/04/1988), 11; cf. San Juan Pablo II, Renovar la familia a la luz del Evangelio. Discurso al Consejo Internacional de los Equipos de Nuestra Señora (17/09/1979); OR (30/09/1979), 8.
[51] Dei Verbum, 11.
[52] Constituciones, 18.
[53] Cf. Directorio de Espiritualidad, 238.
[54] Cf. 1 R 22, 6 ss.; 2 R 3, 13; Jr 2, 26; 5, 13; 23, 9-40; Mi 3, 11; Za 13, 2.
[55] Cf. 1 R 22, 23.
[56] Mt 13, 22.
[57] 2 Co 2, 17.
[58] 2 Co 4, 2.
[59] Directorio de la Predicación de la Palabra, 13-16.
[60] Os 9, 7.
[61] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General (14/02/1990).
[62] Directorio de la Predicación de la Palabra, 96; op. cit. San Gregorio Magno, Regla Pastoral, cap. 40, “De la predicación con las obras y la palabra”, en Obras de San Gregorio Magno, BAC, Madrid, 1958, p. 230.
[63] Directorio de la Predicación de la Palabra, 28.
[64] Jn 8, 37.
[65] Jn 12, 16.
[66] Jn 7, 12.
[67] Jn 7, 7.
[68] Lc 7, 30.
[69] Jn 5, 18.
[70] Jn 6, 61.
[71] Fulton Sheen, The Power of Love, cap. 42. [Traducido del inglés]
[72] Sal 22, 5-6.
[73] Benedicto XVI, Audiencia General (14/09/2011).
[74] Sal 22, 7.
[75] Cf. Sal 22, 8.
[76] Benedicto XVI, Audiencia General (14/09/2011).
[77] Sal 22, 10-11a.
[78] Sal 22, 11b.
[79] Sal 22, 12.
[80] Cf. Benedicto XVI, Audiencia General (14/09/2011); op. cit. Sal 22, 13-14.
[81] Sal 22, 15.16.19.
[82] Benedicto XVI, Audiencia General (14/09/2011).
[83] Sal 22, 20.22a.
[84] Sal 22, 22c-23.
[85] Benedicto XVI, Audiencia General (14/09/2011).
[86] Ibidem.
[87] Lumen Gentium, 48.
[88] San Agustín, De civitate Dei 18, 51; cf. Lumen Gentium, 8.
[89] Cf. 2 Co 5, 6; Lumen Gentium, 6.
[90] Lumen Gentium, 5.
[91] Catecismo de la Iglesia Católica, 769.
[92] Constituciones, 214; op. cit. San Juan de Ávila, “Epistolario. Carta 20”, en Obras completas, t. V, 149-150.
[93] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, 50.
[94] San Pablo VI, Alocución (21/11/1964).
[95] Ibidem.
[96] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Decreto sobre la celebración de la Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia en el Calendario Romano General, 11 de febrero de 2018.
[97] Cf. Evangelii Gaudium, 93.
[98] Cf. Evangelii Gaudium, 97.
[99] San Juan de Ávila, Sermón 4.
[100] San Bernardo, Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2: PI, 133, 141-143.
[101] Directorio de Espiritualidad, 85.
[102] Directorio de Espiritualidad, 36.
[103] Directorio de Espiritualidad, 227.
[104] Mt 20, 22.
[105] Mt 8, 25.
[106] Cf. Directorio de Espiritualidad, 181.
[107] Ibidem.
[108] Cf. San Juan de la Cruz, Carta 21 A la M. María de Jesús, 20 de junio de 1590.
[109] San Juan de la Cruz, Carta 20 A una Carmelita Descalza escrupulosa, Pentecostés de 1590.
[110] San Juan de la Cruz, Carta 19 A doña Juana de Pedraza, 12 de octubre de 1589.
[111] Citado en la contratapa del libro Archbishop Fulton Sheen’s Saint Therese: A Tresured Loved Story.