Acerca de la vida de oración del sacerdote – Parte I

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Acerca de la vida de oración del sacerdote – Parte I

 

Nuestro Directorio de Espiritualidad, citando al Doctor Místico dice: “Adviertan pues aquí los que son activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios si gastasen siquiera la mitad del tiempo en estarse con Dios en oración”[1].

Cuentan que cuando san Juan de la Cruz estaba libre de otras ocupaciones se le encontraba en un rinconcito de su celda, o comúnmente en el coro delante del Santísimo. Dicen que la mayor parte de la siesta en el verano, y dos o tres horas de la noche en el invierno, las pasaba en oración en la iglesia o en el coro. Y ese mismo espíritu de oración recomendada el Santo a otros religiosos: “procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Ahora coma, beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón, que es cosa muy necesaria para la soledad interior”[2].

Eso es lo que vamos a tratar ahora: acerca de la oración.

Sólo por cuestiones de simplicidad y de orden vamos a dividir esta plática en cuatro puntos:

  1. La oración mental
  2. La oración litúrgica
  3. La oración más excelente que es la Santa Misa
  4. La devoción mariana 

1. La oración mental

 

“En hacer bien nuestras obras esta nuestro comercio espiritual y en hacerlas según la regla nuestra santidad. La perfección consiste en hacerlas con espíritu de oración”. ¿Quién decía esto? San Pedro Julián Eymard, fundador de los Sacramentinos.

Definitivamente, esa es la idea. La oración debe permear todos nuestros actos. Como recién decía san Juan de la Cruz también: …ahora beba, coma, o trate con seglares siempre hay que tener la mente y el corazón en Dios solo.

Como bien saben ustedes es parte de la disciplina de nuestro Instituto “la exposición y adoración del Santísimo Sacramento durante una hora diaria”[3] porque somos conscientes de que “un rato de verdadera adoración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica”[4]. Eso hay que tener siempre presente y hay que cuidar mucho.

Fulton Sheen, como quizás ustedes ya saben, fue un gran apóstol de la adoración eucarística. Él mismo la hacía diariamente. A decir verdad, en sus tiempos, la adoración eucarística no era algo tan común y por eso insistía mucho, sobre todo a los sacerdotes y a los que se preparaban para el sacerdocio a que dedicaran una hora a la adoración diaria. Entonces algunos le objetaban que una hora diaria era muy difícil. Entonces él les decía que lo que se hace una vez a la semana es una interrupción en la semana, que una hora de adoración a la semana nunca se vuelve un hábito, que una hora a la semana no es un regalo que demuestra un amor muy profundo. Porque: ¿Qué madre está contenta de ver a su hijo sólo una vez a la semana? ¿Qué esposa está contenta de ver a su esposo una vez a la semana? El amor no es intermitente. La adoración debe hacerse cada día, decía él, porque nuestra cruces son diarias, no una vez a la semana; porque los niños, los enfermos, las misiones, las familias, los agonizantes, necesitan de nuestra intercesión cada día[5]; porque el enemigo no descansa[6].

Nosotros tenemos la facilidad y la gracia de que en nuestras comunidades y en la mayoría de nuestras parroquias la adoración eucarística es diaria y algo ‘familiar’. No obstante, siempre está el riesgo de no hacerla con la excusa de que uno está ‘muy ocupado’, tiene que viajar, está de vacaciones, está solo por algún tiempo y que sé yo. Ni hablar de las arideces interiores, del cansancio, de las ‘reuniones’, de los partidos de fútbol, de la siesta, de nuestra misma tibieza y de un montón de cosas más que siempre nos quieren hacer dejar de lado la adoración. Fulton Sheen mismo afirma como la hora de adoración mantenida fielmente a lo largo de la vida sacerdotal es un signo de que el sacerdote es verdadera víctima. No recuerdo donde lo leí, pero él cuenta como muchas veces se tenía que levantar más temprano para hacer la adoración y a veces eso implicaba poquísimas horas de sueño pero igual hacia su hora de adoración. Y en otra parte cuenta que una vez estando en París tenía dos horas entre trenes, entonces se fue a la Iglesia de San Roque para hacer su hora santa. Y dice que si bien no deben llegar a diez los días en todo un año en que él duerma durante el día, ese día fue uno de ellos porque estaba super agotado. Dice que se sentó a eso de las dos de la tarde (estaba demasiado cansado para arrodillarse) y se quedó dormido. Durmió perfectamente hasta las tres de la tarde. Al despertarse dice que le preguntó a nuestro Señor: ¿Hice la hora de adoración? (como que ni cuenta se había dado) y dice que Cristo le respondió: Si, así fue como los apóstoles hicieron su primera hora de adoración. La cuestión es que así con cansancio y todo, entre viajes o antes de los viajes, en casa o fuera de ella, el buscaba una capilla de adoración y allí hacia su hora de adoración, pero no la dejaba de hacer. Tentación que siempre está.

Ustedes saben muy bien todas las razones por las que es más que conveniente hacer la adoración. Yo aquí quisiera agregar o especificar algunas otras además de la razón principal que fue que el mismo Verbo Encarnado les pidió hacerla a sus sacerdotes, los apóstoles: Velad una hora conmigo.

  1. La hora de adoración combate el cansancio sacerdotal. Como en un matrimonio, después de algunos años en el sacerdocio se pierde la sensibilidad del amor. Por lo cual debemos prestar mayor atención a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos, como dice la Carta a los Hebreos[7]. Nuestras almas se pierden no sólo porque hacemos cosas malas, sino también porque somos negligentes en hacer cosas buenas: enterramos el talento, no caminamos la milla extra, pasamos de largo ante el samaritano herido. Cuán a menudo en el evangelio la condenación se sigue precisamente al no hacer: no me disteis de comer, no me disteis de beber, no me acogisteis, no me visitasteis[8]

Nosotros que tenemos el enrome privilegio no sólo de ser sacerdotes sino de tener en nuestras casas la Divina Presencia de nuestro Señor cuanto más grande responsabilidad de adorarlo y de hacerle compañía.

Si yo les pregunto: ¿Cuántos retiros han hecho en su vida? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cuarenta? ¿Cuántos propósitos hechos en todos esos retiros han mantenido? Ahí la cosa se pone más difícil. Quizás muchos de esos retiros fueron como esos congresos que hacen acerca de la salud: todos quieren salud pero ninguno hace una propuesta concreta. La adoración eucarística es algo concreto, una resolución práctica que me ayuda a confrontar la apatía y el declive que corroe nuestras almas.

Usualmente las razones principales por las que dejamos la hora de adoración son: 1. Por tiempo; 2. Por la debilidad de nuestra voluntad.

Decimos que no tenemos tiempo. ¿Cuánto tiempo nos pasamos leyendo el diario en internet, o mirando un partido, o yendo al gimnasio, o viendo videítos estúpidos en YouTube? Pero nosotros somos inteligentes entonces a veces las excusas toman un tinte más religioso: ‘tengo que planear la misión’, ‘tengo que preparar un sermón’, ‘vienen los novicios a la parroquia’, ‘hoy tengo que dar seis horas de clase’… Las excusas que a veces ponemos son tan tontas como las que en el evangelio le dieron a ese rey para no asistir al banquete: compré un campo y tengo que ir a verlo (imagínense, lo compró sin verlo); compré cinco bueyes y estoy en camino a ‘probarlos’; me acabo de casar y entonces ¿por qué no traes a tu esposa también?! Y así argumentamos que no tenemos tiempo, lo cual nos lleva a la segunda verdadera razón para no hacer la adoración que es nuestra debilidad en la voluntad.

Vivimos en una época donde nuestra voluntad colapsa bajo la emoción, no tenemos determinación. Cuántos han abandonado la autodisciplina que es la condición para nuestra victimización sacerdotal. Nos volvemos como los niños: que no pase mas de un segundo entre nuestros reclamos y su satisfacción.

¿Cómo nos sobreponemos entonces a la excusa del tiempo y a la apatía? Tomando el control de un segmento de tiempo, de una hora, y redimiéndolo. Es para nuestro Señor, es para la Iglesia, es para el mundo, no para mí. Punto. Debemos matar la acedia desplazándola con un nuevo amor. No podemos expulsar nuestros vicios de repente, pero si podemos cercarlos al profundizar nuestro amor a Cristo.

  1. La hora de adoración es un signo de nuestra victimización en la obra de la redención. Porque nos incorpora a la obra intercesora de Cristo. Estamos ligados a la humanidad, a las naciones, a las misiones, a nuestra patria, a nuestra diócesis, a nuestra parroquia, a nuestro Instituto, a nuestros amigos y a nuestros enemigos. Nuestro sacerdocio-víctima nos compromete a interceder por ellos y por su salvación. Quizás una de las palabras más crueles que un sacerdote puede decir a los que sufren es ‘Rezá’. ¿No somos acaso nosotros sus intercesores? Nosotros debemos rezar por ellos y con Ahí mismo. La agonía de Cristo continua en los matrimonios que atraviesan dificultades, en las chicas que han perdido su pureza, en los religiosos que están tentados, en los niños de padres adictos, en los ancianos abandonados, en los sacerdotes que han perdido la fe, en los enemigos que combaten con malicia contra nosotros, en los catequistas que enseñan de todo menos de Cristo, en las defecciones…

Por eso otra motivación para la hora de adoración es también el de la reparación. Lo dice explícitamente el derecho propio: nosotros “adoramos a Jesucristo por aquellos que no le adoran, le abandonan, le olvidan, le menosprecian y le ofenden”[9]. ¿Cuántas de mis adoraciones las ofrezco por esa intención reparadora?

  1. Por último, la hora de adoración es necesaria como forma de oración auténtica. Nuestro mundo es increíblemente veloz. La otra vez tuve que preparar una charla sobre la tecnología. ¿Ustedes saben lo que pasa en un minuto de internet? Les doy unos datos para que se den cuenta la velocidad de la época en que vivimos. Por ejemplo: en un minuto, usuarios de Netflix ven 694,444 horas de video. Se hacen 277,777 postings en Instagram. Cada minuto usuarios de YouTube miran 4,500,000 videos. Se envían 511,200 tweets. Se envían 188,000,000 emails. Cada minuto se envían más de 18 millones de mensajes de texto. Usuarios de Skype hacen 231,840 llamadas. Se suben 55,140 fotos a Instagram. Se hacen 4,497,420 búsquedas en Google. Cada minuto se hacen 1,389 reservaciones en Airbnb. Se realizan 9,772 viajes en Uber. Cada 60 segundos se bajan 390,000 apps. En todos esos números estamos incluidos nosotros, eh?

A eso súmenle el ruido que ahoga la voz de la conciencia, súbanse al tren y vean cuántos no tienen auriculares: la mayoría tienen. Vivimos en un mundo donde la actividad mata el conocimiento de uno mismo y de Dios que trae la contemplación. Incluso en muchos seminarios, en muchas comunidades, hay como un fraccionamiento de ejercicios espirituales, es decir, ahora hacemos la adoración, al mediodía rezamos el ángelus, en la noche rezo completas, listo. Pero falta el espíritu de oración que debiera estar presente a lo largo de todo el día. Fulton Sheen dice: el infierno esta lleno de relojes y también nuestra vida sacerdotal. Y el proponía como solución hacer una hora ininterrumpida de adoración, hora que comienza junto con el día temprano en el silencio de la mañana y se prolonga a lo largo del día. Ser fiel a esa hora de adoración y no dejar que nada interfiera con eso, es definitivamente, dice él, un signo de nuestra victimización con Cristo.

A nosotros Dios no nos ha llamado a hacer la vida de penitencia de los anacoretas pero nuestra hora de adoración es nuestro sacrificio unido al de Cristo. Muchos de Ustedes, me consta, la hacen con gran fidelidad: Enhorabuena! Porque el trabajo pastoral que están haciendo prueba que primero han estado en trato familiar con el Verbo Encarnado. Y eso se debe mantener con toda fidelidad.

En uno de sus libros Sheen contaba lo siguiente: “Conozco un sacerdote que jamás ha dejado de hacer su hora de adoración en 54 años. Su petición diaria es caer muerto en presencia del Santísimo Sacramento un sábado en la fiesta de nuestra Señora. El no esta seguro de que el Señor se lo vaya a conceder después de haber pedido esa gracia por tan largo tiempo, pero siempre dice que si el Señor no se lo concede, se va a avergonzar cuando lo vea”.  Hablaba de sí mismo. Murió un domingo 9 de diciembre de 1979, al día siguiente de la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Este año que pasó (2019) se cumplieron 40 años de su muerte y como el 8 de diciembre caía un domingo se pasó al 9 de diciembre. Parecía que Dios le cumplía su deseo.

Hasta aquí hablamos de la hora de adoración formal que es parte de nuestra regla y que no debemos descuidar. Hora de oración que debemos prolongar durante todo el día por más ocupados que estemos. Tenemos que vivir como revestidos del espíritu de oración. Nosotros rezamos por la mañana, por la noche y varias veces a lo largo del día; pero estos son actos de oración, no hábitos que forman el espíritu de oración. ¿Por qué después de tantos días, meses, años realizando esos actos de piedad, estamos aún tan lejos de la perfección? Y esto no lo decimos sólo por humildad, sino partiendo de la realidad. La respuesta no puede ser sino esta: o no los hacemos bien, o no tratamos de sacar provecho de los mismos. “El recogimiento es absolutamente necesario para poder sacar provecho de lo que se hace; de lo contrario, nos quedan esas especies de oasis [de actos intermitentes] que son las prácticas espirituales, pero fuera de ellas, todo es árido. Cuando, después, no podemos tener la mente fija en Dios, basta referir nuestras acciones a él y todo se convierte en oración. En esto consiste el espíritu de oración, que ayuda mucho a la vida interior. Un misionero debe ser capaz de mantener el recogimiento en cualquier lugar; saber pasar del estudio o del trabajo a la oración; permanecer unidos a Dios con una elevación permanente del corazón, o al menos frecuente; en fin, trabajar con mucho empeño y, al mismo tiempo, rezar. Si no tienen este espíritu, no serán nunca buenos misioneros. Podrán creer que lo son, pero en realidad, no lo son. ¡Felices ustedes si tratarán siempre de avanzar en la vida interior, con el espíritu de recogimiento y oración!”[10], decía el Beato Allamano.

Si mantenemos este espíritu de oración, de recogimiento resulta no solo más fácil discernir la voluntad de Dios, sino también ponerse a la salvaguarda de un montón de tentaciones y peligros.

Les pongo de ejemplo a San Juan de la Cruz, que era un hombre de categorías bien asentadas, y se exigía a sí mismo lo que enseñaba a otros. Decía el: “¿Qué aprovecha dar tú a Dios una cosa si Él te pide otra? Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por aquí satisfarás mejor tu corazón que con aquello a que tú te inclinas”[11]. Es decir, puesto ante uno u otro quehacer, hecho el discernimiento de la voluntad de Dios, el santo hacía de inmediato lo que se le pedía y sabía dejar la contemplación por el adobe, la dirección espiritual por la escoba, la poesía por atender con toda atención y paciencia a algún pobre que llamara a la puerta. Todo lo cual era posible porque vivía en espíritu de oración. Y eso mismo tenemos que hacer nosotros “para que vayamos procediendo de lo menos a lo más y de lo más exterior hasta lo más interior, hasta llegar al íntimo recogimiento donde el alma se une con Dios”[12].

No es ninguna novedad de que la vida sacerdotal, la vida misionera está sembrada de grandes gracias pero también de grandes pruebas y de mucho trabajo. “De ahí la exigencia de largos espacios de oración, de concentración, de adoración; la exigencia de una lectura asidua y meditada de la palabra de Dios; la exigencia de un ritmo contemplativo y, por consiguiente, tranquilo y distendido, en la celebración de la eucaristía y de la liturgia de las horas; la exigencia del silencio como condición indispensable para realizar una profunda comunión y hacer así de toda nuestra vida una oración. Como consagrados no sólo debemos rezar, debemos ser una oración viva. Se podría decir también, debemos rezar aparentemente no rezando. Debemos rezar no teniendo aparentemente tiempo para rezar, pero debemos rezar. Es otra paradoja [de nuestra vida sacerdotal]. Humanamente esto es imposible ¿Cómo rezar no rezando? Pero san Pablo dice que el Espíritu ora en nosotros, entonces la cosa resulta algo distinta…”[13]. Esto lo decía nuestro querido Juan Pablo Magno. Ser una oración viva… rezar aparentemente no rezando… porque el Espíritu ora en nosotros

A eso quisiera referirme ahora. A esas oraciones no dichas, silenciosas; a las oraciones hechas de nuestras cruces y trabajos.

  • Las oraciones no dichas del sacerdote:

Como nosotros como sacerdotes no estamos libres de las dolencias de nuestra naturaleza caída, más allá de nuestro sublime llamado al sacerdocio, la Sagrada Escritura a menudo nos llama a rezar. Pero lo cierto es que muchas veces no estamos muy inclinados a rezar que digamos. Y nos olvidamos del rol que solo el Espíritu Santo juega en nuestra santificación.

Los malos hábitos, la acedia, la tibieza, el cansancio todo eso, como recién dijimos, puede conspirar para impedirnos que aumentemos el nivel de nuestra oración. Pero aun en esos casos el Espíritu Santo, que es Dios, puede iluminar el alma mas oscura y purificarla a fondo. Lo mismo sucede con las almas buenas, con las almas que hacen ejercicios espirituales, que se esfuerzan pero que no están completamente desapegadas. Debemos darnos cuenta de que el Espíritu Santo no es indiferente a los obstáculos creados por la naturaleza carnal del hombre. Y así como una enfermera levanta suavemente al paciente de su cama, así también el Espíritu Santo sostiene al sacerdote en su debilidad, y lo “pone en cura para que consiga su salud”[14]

Cuántas veces nuestra alma sumida en noches espirituales, en medio de profundas aflicciones, de dolorosas angustias más que hablar a Cristo lanza un gemido. Eso es buena señal, señal de que uno va progresando en la vida espiritual. Según san Juan de la Cruz es pasar de la noche oscura del sentido a la noche oscura del espíritu. Me explico:

Ese paso que dice el santo, está marcado principalmente por tres características bien determinadas en nuestra oración:

  • La primera es ver en sí que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como de antes solía; antes halla ya sequedad en lo que de antes solía fijar el sentido y sacar jugo[15].
  • La segunda es cuando ve no le da ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores[16].
  • La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad −a lo menos discursivos, que es ir de uno en otro− sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué.

Aclara el santo que esas tres señales se deben dar juntas para que pueda uno asegurar que debe atreverse a dejar el estado de la meditación y del sentido y entrar en el de la contemplación y del espíritu. Nada tiene que ver con las distracciones que tantas veces nos acometen, ni con la tibieza que siente disgusto por las cosas espirituales −porque aquí “tampoco halla consuelo en las cosas criadas” − ni tiene que ver con la melancolía que a veces se mete en el corazón y no nos deja pensar en nada o no se nos da la gana de pensarlo[17].

Es lo que en el lenguaje sanjuanista se llama la noche del sentido que en la oración se ve manifiesta por estas tres señales: Sinsabor en las cosas espirituales. El no hallar gusto ni consuelo en las cosas de Dios implica como hemos dicho, “el no hallarle tampoco en las cosas criadas”. Y eso es prueba de que la sequedad o el aparente tedio no proviene de pecados ni imperfecciones. Hay además una solicitud y cuidado penoso de las cosas de Dios. Hay como un constante pensar en Dios y de que no se le sirve como debiera y que en vez de avanzar uno esta retrocediendo al comprobar la falta del gusto espiritual. Son cruces eminentemente espirituales. Debemos decir para la paz del alma que atraviesa esta noche, que la sequedad y sinsabor no proceden de tibieza o flojedad, porque en efecto esta alma “tiene consigo ordinaria solicitud de servir a Dios” pero a ella le parece que no lo logra, que no lo está haciendo. Y en realidad la causa de esta sequedad es porque Dios muda los bienes del sentido al espíritu, de los cuales, por no ser capaz el sentido y fuerza natural, se queda ayuno, seco y vacío[18]. Pero sin darse cuenta esta alma anda fuerte y mas solícita en el cuidado de no faltar a Dios.

¿Cuál es la actitud que hay que tener en estos casos? Lo explica el santo muy bien: saberse aquietar, descuidando de cualquier obra interior y exterior, sin solicitud de hacer allí nada, [porque] luego en aquel descuido y ocio sentirán delicadamente aquella refección interior[19]. Lo que está queriendo decir aquí, es no turbarse, dejarle a Dios hacer su obra: porque “si ella quiere obrar con sus potencias, antes estorba la obra que Dios en ella va haciendo, que ayuda”[20]. Por eso dice mas adelante que debemos perseverar en paciencia, confiar en Dios[21] y contentarse con una advertencia amorosa y sosegada en Dios, y estar sin cuidado y sin eficacia y sin gana de gustarle o de sentirle; porque todas estas pretensiones desquietan y distraen al alma de la sosegada quietud y ocio suave de la contemplación que aquí se da[22].

Quisiera hacer hincapié en esa advertencia amorosa en Dios. Menciona san Juan de la Cruz que al principio esta advertencia amorosa no se nota mucho pero luego, “cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar, irá siempre creciendo en ella y sintiéndose más aquella amorosa noticia general de Dios, de que gusta ella más que de todas las cosas, porque le causa paz, descanso, sabor y deleite sin trabajo”[23]. Quizás fue por esto que escribió aquel hermoso dicho que dice: “¡Oh dulcísimo amor de Dios, mal conocido! El que halló sus venas descansó”[24]. Como denotando el reposo y refrigerio que halla el alma en esa advertencia amorosa en Dios.

Digámoslo claro: Esta advertencia amorosa es cuando el alma se pone delante de Dios en acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada a beber sabiduría y amor de Dios, prácticamente sin hacer nada, más que estarse en quietud. Entonces es cuando el alma pasa a la contemplación. En la cual se debe aplicar el principio sanjuanista de que aquí “entrar en camino, es dejar su camino”[25].

Sepan que llegará el momento en que no sea necesario esfuerzo alguno para mantener esta actitud, “cuando el alma se sienta poner en silencio y escucha, aun el ejercicio de la advertencia amorosa… ha de olvidar el alma para que se quede libre para lo que entonces la quiere el Señor. Porque de aquella advertencia amorosa solo ha de usar cuando no se siente poner en soledad u ociosidad interior u olvido o escucha espiritual, lo cual para que lo entienda, siempre que acaece es con algún sosiego pacífico y absorbimiento interior”[26]. Fíjense como el Maestro de la fe usa el principio del tanto-cuanto: “de aquella advertencia amorosa solo ha de usar cuando no se siente poner en soledad u ociosidad interior u olvido o escucha espiritual”, pues hasta de eso debemos estar desapegados.

Entonces viene el gemido. Se lee en el Cántico Espiritual: “Y así, no le basta la paz y tranquilidad y satisfacción de corazón a que puede llegar el alma en esta vida, para que deje de tener dentro de sí gemido, aunque pacífico y no penoso, en la esperanza de lo que falta. Porque el gemido es anejo a la esperanza; como el que decía el Apóstol[27] que tenía él y los demás, aunque perfectos, diciendo: Nosotros mismos, que tenemos las primicias del espíritu, dentro de nosotros mismos gemimos esperando la adopción de hijos de Dios. Este gemido, pues, tiene aquí el alma dentro de sí en el corazón enamorado; porque donde hiere el amor, allí está el gemido de la herida clamando siempre en el sentimiento de la ausencia, mayormente cuando habiendo ella gustado alguna dulce y sabrosa comunicación del Esposo, ausentándose, se quedó sola y seca de repente”[28].

Una vez que el alma ha pasado de la meditación discursiva a la contemplación eso no quiere decir que el trabajo ya está terminado y que a partir de ahora todo es dulce y color rosa. También aquí el alma ha de pasar su purificación. Yo no sé cuan familiares son ustedes con los escritos sanjuanistas pero apenas uno empieza a leer sus obras mayores, especialmente la de la Noche y la Subida se da cuenta de que el santo establece como un paralelismo entre noche y contemplación. Pero no hay que identificar la noche con la contemplación porque la contemplación se da también en formas que no producen noche (en el sentido purgativo de la palabra). Habrán leído o habrán oído que se dice “la noche de contemplación”[29] o “noche de contemplación purgativa”[30] o “esta noche que decimos ser la contemplación”[31] subrayando que es noche por ser contemplación. Pues la oscuridad es nota característica de la contemplación durante un cierto período en el camino místico o espiritual, pero no es coextensiva con ella. Quiero decir que se puede hablar de contemplación, por ejemplo, en la vida unitiva o de la “contemplación ya clara y beatifica” de los bienaventurados y en tantos períodos en los que se experimenta luminosamente y sabrosamente la contemplación.

Pero aquí vamos a hablar muy brevemente de esta contemplación en sentido purgativo, de la noche de contemplación.

Hemos de decir que esta noche de contemplación purgativa dispone al alma para la unión con Dios[32]. Es importante tener eso en cuenta (don’t panic). Pero también debemos agregar que esta noche de contemplación tiene dos efectos principales en nuestra alma: purgar e iluminar[33].  La definición conocida de la contemplación es aquella que dice: “esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma…”[34] y por tanto, si bien es “secreta”[35] y “amorosa”[36] también se la define como “oscura”, “tenebrosa y horrible”[37] o penosa a la vez.

Tal paradoja hace que la noche de la contemplación tenga algunas características propias. Presten atención: “por dos cosas es esta divina Sabiduría no sólo noche y tiniebla para el alma, mas también pena y tormento: la primera es por la alteza de la Sabiduría divina, que excede al talento del alma, y en esta manera le es tiniebla; la segunda, por la bajeza e impureza de ella, y de esta manera le es penosa y aflictiva, y también oscura”.

Entonces hay que decir que como la luz de la Sabiduría divina es tan grande y sobrenatural priva y oscurece el acto de la inteligencia natural. Por eso se habla de la noche de la contemplación, porque es oscura y tan oscura como las tinieblas. ¿Se entiende? La pena le viene, dice san Juan de la Cruz, no por parte de la influencia de Dios, porque no hay de su parte cosa que pueda dar pena, sino que la causa es por la flaqueza e imperfección que entonces tiene el alma y disposiciones contrarias para recibir las comunicaciones divinas[38]. ¿Me siguen?

Es decir, a la luz de Dios el alma descubre sus miserias, y vaya que si son mayores de lo que creía. El alma se da cuenta como choca, por decirlo de alguna manera, con la santidad de Dios. “Hácela salir afuera sus fealdades y pónela negra y oscura, y así parece peor que antes y más fea y abominable que solía […] parécele claro que está mal, que no sólo lo está para que Dios la vea, mas está para que la aborrezca y que ya la tiene aborrecida”[39], así lo dice San Juan en la Noche. El sufrimiento es terrible. Y esto que se padece en la oración se prolonga en el tejido común de la vida. La incertidumbre, el desconcierto, el desánimo, el grandísimo desamparo que experimenta el alma es indecible. De hecho, es una de las pruebas mas horrendas y tempestuosas de la purgación de la noche de contemplación. “No hallar consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni en maestro espiritual”; puede haber leído a san Juan de la Cruz de arriba abajo, tener el director espiritual más santo, pero eso no lo exceptúa de ese gran desconsuelo, porque como dice el derecho propio sólo Dios conoce “los secretos resortes que es preciso mover para llevarnos al cielo”[40]. Aun más todavía: está “el alma tan embebida e inmersa en aquel sentimiento de males en que ve tan claramente sus miserias”, que los demás intentan consolarla no sintiendo lo que ella siente, y “en vez de consuelo, antes recibe nuevo dolor, pareciéndole que no es aquel el remedio de su mal, y a la verdad así es. Porque hasta que el Señor acabe de purgarla de la manera que El quiere hacer, ningún medio ni remedio le sirve ni aprovecha para su dolor”. Se siente “como en una mazmorra atado de pies y manos, sin poderse mover ni ver, ni sentir algún favor de arriba ni de abajo”[41].

En cierto modo todo se reduce a la confrontación violenta de dos contrarios: Dios con su pureza y el hombre con su miseria. Y todo eso como decíamos se manifiesta en la vida diaria:

  • Como una inmensa pena por la propia impureza: el alma conoce que “no es digna de Dios ni de criatura alguna”[42].
  • Pena por su propia flaqueza natural, moral y espiritual: se siente como “si estuviese debajo de una inmensa carga; esta penando y agonizando tanto, que tomaría por alivio y partido el morir”[43].
  • Experimenta penas como sombra y gemidos de muerte por el choque de la propia miseria con Dios. Se siente estar deshaciendo, se siente sin Dios y castigada, y arrojada e indigna de Él[44].
  • Tiene pena también por el profundo vacío y extrema pobreza en que se ve. Se trata de un sufrimiento muy grande que trae gran congoja al alma[45]. De hecho siente como que se va acabando de tan agudos que son los padecimientos.

Pero Dios en su misericordiosa y pedagogía paternal nos manda alivio, sino sucumbiríamos. Entonces a todo esto que mencionamos se sucede una interpolación de alivios[46] donde el alma experimenta paz y suavidad y hasta le parece que es indicio de salud y que se han acabado sus trabajos, pero esa sensación dura poco y hasta causa admiración en los directores espirituales el cambio tan súbito en el alma. Mas dice san Juan de la Cruz y otros autores basados en él, que la purgación si ha de ser radical dura “algunos años”[47] y así luego de la calma vuelve a arreciar la tormenta quizás mas intensa que antes. Y algunas veces las penas son tantas, que las aflicciones y los aprietos que experimentan “traspasan el alma en la súbita memoria de los males en que se ve, con la incertidumbre del remedio”[48] –‘todo esto no tiene solución’, se repite constantemente− y a ese mal se añade la memoria de las prosperidades pasadas.

El desamparo de parte de las criaturas resulta particularmente penoso, en especial si se trata de personas amigas, pero es necesario para que en la soledad, sequedad y vacío se purifique el alma. Sin embargo, aún hay algo que aqueja más y desconsuela al alma y es el no poder “levantar el afecto y la mente a Dios ni rogarle”[49], pensando que hay una nube delante y no llega a Él la oración. Si alguna vez le ruega, “es tan sin fuerza y sin jugo, que le parece ni lo oye Dios ni hace caso de ello”[50]. Y piensa que está perdida y sus bienes acabados para siempre[51]. En fin, es tan grande el combate interior “que trae en el espíritu un dolor y gemido tan profundo que le causa fuertes rugidos y bramidos espirituales, pronunciándolos a veces por la boca, y resolviéndose en lágrimas cuando hay fuerza y virtud para poderlo hacer, aunque las menos veces hay este alivio”[52].

Ya ven como ese gemido, esas cruces interiores tan grandes, tan profundas, como esas lágrimas tan sentidas también son oración. Yo conocí un alma que experimentando ese no poder levantar la mente a Dios ni rogarle, apoyaba su cabeza en las manos juntas de una imagen de la Virgen e interiormente con ese gesto le decía: rogad por mi Madre mía.

Mucho recomienda el Doctor místico: “perseverar con paciencia y humildad”[53] sabiendo que “es lima el desamparo, y para gran luz el padecer tinieblas”[54]. Ya que “los bienes inmensos de Dios no caben ni caen sino en corazón vacío y solitario, por eso la quiere el Señor, porque la quiere bien, bien sola, con gana de hacerle él toda compañía”[55], como le escribía el santo a una de sus dirigidas.

No hay que perder de vista los bienes que nos esperan: “Profunda es esta guerra y combate, porque la paz que espera ha de ser muy profunda; y el dolor espiritual es íntimo y delgado, porque el amor que ha de poseer ha de ser también muy íntimo y apurado; porque, cuanto más íntima y esmerada ha de ser y quedar la obra, tanto más íntima, esmerada y pura ha de ser la labor, y tanto más fuerte cuando el edificio más firme[56].

[1] Cántico Espiritual, XIX, 3. Citado en el Directorio de Espiritualidad, 220.

[2] Avisos a un religioso, 9.

[3] Constituciones, 139.

[4] Constituciones, 22; op. cit. San Juan Pablo II, Discurso a los Superiores Generales de Órdenes y Congregaciones religiosas (24/11/1978), 4; OR (3/12/1978), 10.

[5] Cf. The Priest Is Not His Own, cap. 15. (Traducido del inglés)

[6] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 12.  (Traducido del inglés)

[7] Heb 2, 1.

[8] Mt 25, 42-46.

[9] Constituciones, 139; op. cit. San Pedro Julián Eymard, Obras eucarísticas, Ed. Eucaristía, 1963, 763764.

[10] Beato Giuseppe Allamano, Así los quiero yo, cap. 10, 181.

[11] Avisos Espirituales, 73.

[12] Subida al Monte, Libro 2, cap. 12, 1.

[13] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Reggio Emilia (Italia), (6/6/1988).

[14] Noche oscura, Libro 1, cap. 11, 2.

[15] Subida al Monte, Libro 2, cap. 13, 2.

[16] Subida al Monte, Libro 2, cap. 13, 3.

[17] Cf. Subida al Monte, Libro 2, cap. 13, 6-7.

[18] Noche oscura, Libro 1, cap. 9, 4.

[19] Cf. Noche oscura, Libro 1, cap. 9, 6.

[20] Cf. Noche oscura, Libro 1, cap. 9, 7.

[21] Cf. Noche oscura, Libro 1, cap. 10, 3.

[22] Noche oscura, Libro 1, cap. 10, 4.

[23] Subida al Monte, Libro 2, cap. 13, 7.

[24] Dichos de luz y amor, 16.

[25] Subida al Monte, Libro 2, cap. 4, 5.

[26] Llama de amor viva B, canción 3, 36.

[27] Ro 8, 23: …También gemimos en nuestro interior, aguardando la filiación, la redención de nuestro cuerpo.

[28] Cántico Espiritual B, canción 1, 14.

[29] Subida al Monte, Prologo, 5.

[30] Noche oscura, declaración 1.

[31] Noche oscura, Libro 1, cap. 8, 1.

[32] Noche oscura, Libro 2, cap. 5, 1.

[33] Ibidem.

[34] Ibidem.

[35] Noche oscura, Libro 2, cap. 17, 2.

[36] Noche oscura, Libro 2, cap. 5, 1.

[37] Noche oscura, Libro 3, cap. 23, 10.

[38] Noche oscura, Libro 2, cap. 9, 11. Y también se puede ver: Libro 2, cap. 5, 2; Libro 2, cap. 10, 4; Libro 2, cap. 13, 10.

[39] Noche oscura, Libro 2, cap. 10, 2.

[40] Directorio de Espiritualidad, 67.

[41] Noche oscura, Libro 2, cap. 7, 3. Estimo que la lectura de todo el capítulo ‘puede ser’ de gran ayuda al alma que pasa por esta situación o para quien tenga por oficio ayudarla.

[42] Noche oscura, Libro 2, cap. 5, 5.

[43] Noche oscura, Libro 2, cap. 5, 2.

[44] Noche oscura, Libro 2, cap. 6, 1-2.

[45] Santa Edith Stein, La ciencia de la cruz, Parte II, 2, a.

[46] Cf. Noche oscura, Libro 2, cap. 1, 1: “metiéndolas a ratos interpoladamente en esta noche de contemplación y purgación espiritual, haciendo anochecer y amanecer a menudo”.

[47] Noche oscura, Libro 2, cap. 7, 4.

[48] Noche oscura, Libro 2, cap. 7, 1.

[49] Noche oscura, Libro 2, cap. 8, 1.

[50] Ibidem.

[51] Cf. Noche oscura, Libro 2, cap. 9, 7.

[52] Ibidem.

[53] Noche oscura, Libro 1, cap. 6, 6.

[54] Epistolario, Carta 1, A Catalina de Jesús, Carmelita Descalza.

[55] Epistolario, Carta 15, A la M. Leonor de san Gabriel, OCD, en Córdoba.

[56] Noche oscura, Libro 2, cap. 9, 9.

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