“El sacerdote sobre todo debe ser padre”
Constituciones, 119
Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:
Hace poco más de un mes celebrábamos la fiesta de San Juan Bosco, sacerdote; patrono de nuestros Oratorios e insigne inspirador de tantas páginas de nuestro derecho propio. Acerca de él, cuentan sus biógrafos que una vez Félix Reviglio, un exalumno suyo, le preguntó: “Don Bosco, díganos: ¿Cómo le podremos pagar todo lo que Usted ha hecho y sufrido por nosotros?” A lo que el santo respondió: “Llamadme padre siempre, y me haréis feliz”[1].
Quienquiera lea sus escritos no tardará en persuadirse que cada página deja entrever a “un padre que da libre curso a sus paternales afectos mientras habla a sus amados hijos a quienes abre enteramente el corazón para satisfacer su petición y también instruirlos en la práctica de la virtud”[2].
Motivado por su ejemplo y queriendo llegar a Ustedes con una palabra de exhortación y afectuoso ánimo me ha parecido oportuno dedicar la presente carta circular al tema de la paternidad sacerdotal.
1. Participación en la paternidad divina
Fray Luis de León en su libro “Los nombres de Cristo” escribió: “por la fuerza de los términos correlativos que entre sí se responden, se sigue muy bien que donde hay nacimiento hay hijo, y donde hijo, hay también padre. De manera que si los fieles, naciendo de nuevo [según las palabras de Cristo a Nicodemo: Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios[3]], comenzamos a ser nuevos hijos, tenemos forzosamente algún nuevo Padre cuya virtud nos engendra; el cual Padre es Cristo. Y por esta causa es llamado Padre del siglo futuro[4], porque es el principio original de esta generación bienaventurada y segunda, y de la multitud innumerable de descendientes que nacen por ella”.
Por eso decía el Venerable Arzobispo Fulton Sheen que el creced y multiplicaos[5] del Génesis es una ley para la vida sacerdotal no menos que para la vida biológica[6]. Y continúa diciendo: “Dios detesta la esterilidad. Él castiga la desobediencia con la infertilidad. Cuando promete a su pueblo una bendición lo hace en términos de fecundidad: en tu tierra no habrá mujer que aborte ni que sea estéril[7]. Sólo aquellos que caminan con el Señor y se dejan conducir por el Espíritu son bendecidos con el don de la fecundidad”[8].
En efecto, la fecundidad, el engendrar y el ser fructíferos marcan las enseñanzas de nuestra fe y toda la vida de la Iglesia. Análogamente al modo que Dios engendró a su Hijo Unigénito y a innumerables hijos adoptivos por la gracia, y la Virgen Santísima concibió no sólo a Cristo, sino también a todos sus miembros, a todos esos otros hijos que además le serían encomendados en el Calvario en la persona de Juan, así también los apóstoles supieron engendrar hijos espirituales y del mismo modo hemos de hacer nosotros.
San Pablo, por ejemplo, describe a los conversos como el fruto de su engendrar apostólico: soy yo el que los ha engendrado en Cristo Jesús, mediante la predicación de la Buena Noticia[9]. Y al apóstol Timoteo lo llama su muy querido hijo en la fe[10].
Similarmente, el apóstol Santiago nos asegura que Dios nos ha engendrado en la verdad al decir: Él ha querido engendrarnos por su Palabra de verdad, para que seamos como las primicias de su creación[11].
Y Juan enfatiza el tema de la redención recordándonos que la generación carnal no es nada comparada con la generación espiritual de la gracia: Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios[12].
Entonces, hablar de la paternidad espiritual es ante todo hablar del misterio de la persona de Dios Padre, de Aquel de quien viene todo ser y del que procede cada uno de nosotros, que no existíamos y en un momento dado hemos comenzado a existir. Por eso, toda paternidad que quiera imitar a la de Dios es paternidad que hace ser y acompaña, que solicita, valora y custodia la libertad del otro[13]. Paternidad espiritual que no está reservada con exclusividad al sacerdote, sino que también puede ser ejercida por cualquier religioso. De hecho, el derecho propio menciona cómo nuestros hermanos religiosos misioneros han de traducir “su consagración de pobreza, castidad y obediencia por el Reino en múltiples frutos de paternidad según el Espíritu”[14].
Por tanto, podemos afirmar que también nuestra paternidad espiritual es una “participación singular en la paternidad de Dios”[15]. Por eso no hay ninguna otra forma más apropiada para dirigirse a un sacerdote que la de llamarlo “padre” ya que enfatiza la íntima relación del sacerdote con Dios Padre, Aquel de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra[16].
Nosotros siendo sacerdotes contraemos “la obligación de la continencia perfecta en el celibato”[17] no porque la procreación según la carne sea algo malo sino porque queremos ser “el hombre para los demás”[18]. El Papa Pío XII decía: “el sacerdote, por la ley del celibato, lejos de perder la prerrogativa de la paternidad, la aumenta inmensamente, como quiera que no engendra hijos para esta vida perecedera, sino para la que ha de durar eternamente”[19].
De aquí que podamos decir “que nosotros renunciamos a la paternidad ‘según la carne’, para que madure y se desarrolle en nosotros la paternidad ‘según el espíritu’, que a nivel humano es semejante a la maternidad”[20], haciendo con esto último referencia “a los dolores de parto[21] que en muchas ocasiones padecemos los que estamos implicados en el proceso espiritual de la ‘generación’ y de la ‘regeneración’ del hombre por obra del Espíritu dador de la vida”[22].
Es el amor indiviso a Cristo el motivo por el cual nosotros “renunciamos libremente al matrimonio para poder dedicarnos con más facilidad y más enteramente a la salvación de los prójimos”[23]. Es en el amor de Cristo donde reside la razón última por la que nuestros religiosos consumen sus vidas sirviendo a los pobres y enfermos, asociándose a sus desgracias y dolores, afectándose paternalmente con cada uno de ellos[24]. “Es ese mismo amor, el que lleva especialmente a los que llevan vida contemplativa a ofrecer a Dios por la salvación de sus prójimos, no sólo sus oraciones y súplicas, sino su propia inmolación”[25].
Por eso la vocación pastoral de los sacerdotes es grande ya que “está dirigida a toda la Iglesia”[26]y, en consecuencia, es también misionera. San Juan Pablo II en una de sus cartas a los sacerdotes nos decía: “¡Si alguno entre vosotros duda del sentido de su sacerdocio, si piensa que es ‘socialmente’ infructuoso o inútil, medite en esto!”[27].
En uno de los pasajes que yo encuentro más caritativamente exhortativo, dicen nuestras Constituciones: “El sacerdote sobre todo debe ser padre, ya que engendra hijos por la cruz, por la oración, por el celo apostólico, por la predicación”[28].
Se entiende entonces que esta paternidad espiritual de la que estamos hablando no está fundada en los lazos de la carne y la sangre, sino en el vínculo sagrado de la caridad, y por eso establece una unión más poderosa, hasta tal punto que, en cuanto a la participación de la bienaventuranza por la caridad, “es mayor la alianza del alma del prójimo con la nuestra” que la de nuestra alma “con el propio cuerpo”[29]. No obstante, todo el quehacer sacerdotal es semejante al de un padre terrenal que engendra, ayuda a crecer y educa a la prole, la protege y le da el alimento necesario en todo momento.
Con esmerada pluma San Juan de Ávila expresaba esta verdad diciendo: “De arte que yo no sé libro, ni palabra, ni pintura, ni semejanza que así lleve al conocimiento del amor de Dios con los hombres como este cuidadoso y fuerte amor que Él pone en un hijo suyo con otros hombres, por extraños que sean; y ¡qué digo extraños!; ámalos aunque sea desamado; búscales la vida, aunque ellos le busquen la muerte; y ámalos más fuertemente en el bien que ningún hombre, por obstinado y endurecido que estuviese con otros, los desama en el mal. Más fuerte es Dios que el pecado; y por eso mayor amor pone a los espirituales padres que el pecado puede poner desamor a los hijos malos. Y de aquí es también que amamos más a los que por el Evangelio engendramos que a los que naturaleza y carne engendra, porque es más fuerte que ella, y la gracia que la carne”[30].
Quisiera detenerme aquí a considerar el modo de engendrar “por la cruz, por la oración, por el celo apostólico, por la predicación” que explícitamente detallan nuestras Constituciones y del cual el derecho propio se hace eco en numerosas ocasiones.
– Por la cruz: Es decir, por “la cruz de la humildad de la razón frente al misterio; la cruz de la voluntad en el cumplimiento fiel de toda la ley moral, natural y revelada; la cruz del propio deber, a veces arduo y poco gratificante; la cruz de la paciencia en la enfermedad y en las dificultades de todos los días; la cruz del empeño infatigable para responder a la propia vocación; y la cruz de la lucha contra las pasiones y las acechanzas del mal”[31]. En un “verdadero holocausto de sí mismo”[32] ya que el que quiera ser verdadero padre “ha de morir a sí mismo en todo para que el hijo viva”[33]. Ejerciendo nuestra paternidad sacerdotal según el modelo del Verbo Encarnado, es decir, según su condición de siervo[34], que se “manifiesta en un acompañamiento solícito, y al mismo tiempo respetuoso y discreto del crecimiento de la persona”[35], “consolando y compadeciéndose de las miserias de sus hijos como Cristo que por nuestra salud tomó una naturaleza humana en todo semejante a nosotros menos en el pecado”[36]. “Se trata de una tarea muy delicada e incluso fatigosa”, admite el derecho propio, “que exige preparación esmerada y sensibilidad psicológica; sin embargo, es absolutamente necesaria”[37].
“A peso de gemidos y ofrecimiento de vida da Dios los hijos a los que son verdaderos padres, y no una, sino muchas veces ofrecen su vida porque Dios dé vida a sus hijos, como suelen hacer los padres carnales”[38].
– Por la oración: “¡Qué oración tan continua y valerosa es menester para con Dios, rogando por [los hijos] porque no se mueran!”[39]. Tan necesaria es esta oración que incluso debe preceder al trato con los hijos espirituales como el derecho propio magistralmente nos enseña: “Es justamente la oración la que permitirá volcarse mejor al servicio de los hombres; porque la oración permite descubrir a Dios en el prójimo”[40]. Más aun, se nos recomienda que “hay que rezar con ellos”[41]. Y como nuestra paternidad sacerdotal implica “estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los más lejanos y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente, es en la oración y, particularmente, en el sacrificio eucarístico que ejercitamos esa solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera”[42].
– Por el celo apostólico: Cada uno de nosotros “a semejanza del Verbo Encarnado y crucificado debe tener ‘sed de almas’. Debemos amar de obra y de verdad al hombre concreto que está necesitado de bienes materiales o espirituales”[43]. Por tanto, “la sed de almas tiene que ser desde el mismo comienzo de la vida religiosa una dimensión que, paulatina y prudentemente, debe ir concretándose en la vida del candidato, del novicio y del profeso”[44].
El derecho propio nos confronta con esta realidad: “El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente”[45]. Por eso resultan tan actuales las palabras que el Papa Pío XI escribió a los sacerdotes: “¿Cómo podrá un sacerdote, al meditar el Evangelio, oír aquel lamento del Buen Pastor: Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales debo yo recoger[46], y ver los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse[47], sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir a estas almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable? ¿Cómo podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los lejanos países de misiones, sino desgraciadamente aun en los que llevan de cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor[48], que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces conmovió el Corazón del Hijo de Dios?[49]”[50].
Este “‘celo por las almas”, que se espera de nosotros y que se inspira en la caridad misma de Cristo se debe traducir luego en atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente”[51], etc. En una palabra, en dar la vida por nuestros hermanos[52], a semejanza del Verbo Encarnado.
Me parece importante destacar en este punto lo que acertadamente señala el Directorio de Obras de Misericordia para ilustrar el celo ardoroso que se pide de nosotros: “Toda obra de apostolado requiere de hombres que se consagren totalmente a ella. Aun contando con todos los medios materiales, si no se posee un hombre que asuma su responsabilidad en la ejecución, que lo haga con celo y que procure entregar totalmente su vida a la obra, difícilmente podrá crecer; menos aún perdurar. Toda obra o colectividad necesita un hombre que sea ella misma. Un hombre que de día y de noche, trabajando, paseando, comiendo, jugando y hasta soñando, sea la obra aquella y nada más que eso. Un hombre que de todo saque motivo o pretexto para beneficiar a su obra, para introducirla en nuevos sitios, para darle nuevos atractivos, para excusarla de sus defectos, para alabarla en sus beneficios; un hombre con tanta fe en su obra que no sepa lo que es desmayar ni aburrirse, y con tanto amor al espíritu de la misma, que su sola presencia sea un baluarte inexpugnable en defensa de las buenas tradiciones, y en pugna contra las innovaciones peligrosas”[53].
“Debemos convencernos cada vez más de que no trabajamos por cosas efímeras o pasajeras, sino ‘por la obra más divina entre las divinas’, la salvación eterna de las almas y la resurrección gloriosa de los cuerpos”[54].
– Por la predicación: Prácticamente desde el inicio nuestras Constituciones establecen la predicación como uno de los medios propios y más adecuados para la consecución de nuestro fin propio, en razón del carisma: “De manera especial, nos dedicaremos a la predicación de la Palabra de Dios” y aclara: “en todas sus formas”[55]. ¡Démonos por aludidos! “Debemos tener impaciencia por predicar al Verbo en toda forma siguiendo el consejo de San Pablo: predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta…[56]. No hay que ser perros mudos, incapaces de ladrar[57]. Hay que buscar las ovejas, emplear el método del diálogo, del testimonio y de la solidaridad[58], corregir a los pecadores, enseñar la doctrina: la fe viene por el oído[59], visitar a los enfermos, llevar a las almas al sacramento de la Reconciliación”[60], etc.
Tan importante e ineludible es esta tarea que el derecho propio citando al Papa Benedicto XV no duda en afirmar: “La predicación de la sabiduría cristiana es algo que, por disposición del mismo Dios, se emplea para continuar la obra de la salvación eterna de los hombres, por lo cual se cuenta entre las cosas de mayor importancia y peso de nuestra Religión”[61]. Por eso se nos recomienda vivamente que nuestra predicación debe ir “acompañada con la fuerza persuasiva del testimonio de vida, coherencia y autenticidad”[62].
2. Criar en la vida espiritual
Los Padres Capitulares en el último Capítulo General remarcaban que de nosotros se pide “una verdadera paternidad espiritual que acompañe, forme, anime, y conduzca por un camino de mayor fidelidad a la gracia”[63].
Conscientes de que nos ha sido dada una “potestad espiritual” en orden a llevar a los hombres a la “madurez cristiana”[64] cabe también entonces preguntarnos: “Y si esta agonía se pasa en engendrar… –dice San Juan de Ávila– ¿qué piensa, padre, que se pasa en los criar?”[65].
A propósito de esto nuestras Constituciones haciendo uso del magnífico escrito del Doctor de Ávila, enumeran las virtudes que debe tener quien ejerza esta paternidad espiritual[66], ya sea como superior respecto de sus súbditos; ya sea como religioso respecto a las almas a él encomendadas: sean estos los enfermos en el hospital, los parroquianos, los chicos del catecismo, las religiosas, los miembros de la Tercera Orden, los compañeros de universidad, etc. Estas son:
– Callar: tan necesario para “la construcción paciente de la vida fraterna”[67]. “Se trata de un compromiso ascético necesario e insustituible […] Es una respuesta que exige un paciente entrenamiento y una lucha para superar la simple espontaneidad y la volubilidad de los deseos”[68]. “Sólo a fuerza de mutua comprensión y tolerancia es posible conservar la paz y la esperanza entre los hombres”[69]. Hay que “saber sufrir en silencio y dar la vida por las ovejas”[70] así como también “mostrar mayor condescendencia con aquellos que marchan con paso más lento y penoso”[71].
– No hacer acepción de personas: “La acepción de personas es un tipo de injusticia expresamente prohibido en la Sagrada Escritura: no haréis acepción de personas [72], puesto que en Dios no hay acepción de personas[73]”[74]. Actuando “de tal modo que tengamos verdadero cuidado de los demás, que todos los miembros se preocupen por igual unos de otros”[75]. La misma enseñanza inculcaba el Beato Paolo Manna a los suyos diciéndoles: “no hagamos discriminaciones, démonos el lujo de ser buenos con quien menos parece merecerlo, vence el mal con el bien[76]…eso es hacer como ha hecho Jesús siempre incansablemente con nosotros”[77].
– Alimentar el alma: Con el Pan eucarístico, con la Palabra de Dios que “es el alimento que nutre, guía que conduce, medicina que cura, dulzura que embriaga”[78] y conduciéndolos a “la digna recepción de los sacramentos”[79] por medio de los cuales se les comunica “la gracia divina haciendo de los hombres nuevas creaturas unidas vitalmente a Cristo y a la Iglesia”[80], porque no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios [81].
Alimentándolos también con una sana y sólida formación doctrinal, sabiendo mantener una actitud vigilante sobre los hijos: porque vendrá el tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina, sino que, llevados de su propia concupiscencia, se rodearán de multitud de maestros que les dirán palabras halagadoras, apartarán los oídos de la verdad y se volverán a las fábulas[82]. Tengamos siempre presente que como “padres espirituales, debemos comportarnos con los hijos, no según el beneplácito de los hombres[83], sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos[84], a tenor de las palabras del apóstol: Insiste a tiempo y destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina[85]”[86]. Respecto de quienes son párrocos el derecho propio especialmente establece que él “deberá apacentarlos atendiéndolos y dándoles no sólo el pan del cuerpo sino también el alimento del alma”[87], es decir, “con su palabra y ejemplo para alimentarlo con buenos pastos: El pastor va delante y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz”[88]. Y a los misioneros ad gentes les advierte: “los pobres tienen hambre de Dios, y no sólo de pan y libertad; la actividad misionera ante todo ha de testimoniar y anunciar la salvación en Cristo”[89].
– El olvidarse de sí mismo: “el padre debe estar olvidado de sí mismo en beneficio de sus hijos espirituales”[90]. Esto implica, según indica el derecho propio: “abnegación de sí mismo, por la cual los religiosos a quienes se les encomienda una obra de caridad se olviden de sí mismos por el beneficio de los que la Divina Providencia ha querido encomendarles”; “abnegación del trabajo propio: los religiosos que emprenden una obra deben trabajar ellos mismos, y mostrar al mundo que no sólo se es patrón o administrador, sino que uno mismo está dispuesto a poner manos a la obra, que no tiene miedo de tocar a un pobre enfermo, de servir un plato de comida, etc.”[91] y, por último, “abnegación del nombre propio: no trabajar por tener un nombre propio. La obra es del Instituto, es más, pertenece a la Iglesia”[92]. Recordemos siempre que “quien se dedica a la cura de las almas, debe sacrificarse del todo; dispuesto a dar tiempo y energía, a renunciar incluso al más legítimo reposo”[93].
– Dominio de sí mismo: “La expresión y el aspecto externo del sacerdote deben reflejar la paz que reside en su alma. Debe conservar el dominio sobre sí mismo en cada circunstancia, en cada acción”[94]. Por eso se nos remarca la gran necesidad de “formar adecuadamente la voluntad, mediante la práctica constante de todas las virtudes y el dominio de las pasiones, de manera tal que siempre y en todo se busque y elija sólo el bien mejor”[95]. “El humor inconstante y un mal temperamento, en cambio, alejan a las almas”[96]. Cabe aquí recordar la hermosa enseñanza de Don Bosco que tomamos como propia: “Manteneos firmes en buscar el bien e impedir el mal; sed, sin embargo, siempre dulces y prudentes. Sed perseverantes y amables, y veréis cómo Dios os hará dueños hasta de los corazones menos dóciles…”[97]. Cuando Don Bosco fundó un colegio fuera de Turín (1863) y envió a don Miguel Rúa como director le puso por escrito “aquellas cosas que tú mismo has visto practicar”. Y en una carta introductoria le dice: “recíbelos como expresión del deseo que tengo de que sean muchas las almas que ganes para el Señor”[98]. Remarcamos que nuestro derecho propio no ha dudado en hacer suya esta enseñanza: “la caridad y la paciencia te acompañen constantemente cuando mandes y cuando corrijas, y obra de tal suerte que todos saquen por tus hechos y palabras que lo que buscas es el bien de las almas”[99].
– Sabiduría: “en la escuela del Verbo Encarnado aprendemos la sabiduría divina”[100]. Es decir, la delicadeza de su amor: los amó hasta el fin[101]; la magnanimidad y generosidad de su obrar: donde abundó el pecado sobreabundó la gracia[102]; en una palabra, la locura de la Cruz, aquella que es “más sabia que la sabiduría de todos los hombres”[103].“¡Bienaventurados estos locos por Cristo!, ninguna sabiduría del mundo podrá jamás engañarlos”[104].
– Paciencia: “Esto es: tengan por más dignos a los demás[105]; soporten con paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales”[106]. Si para todos y en todos los ámbitos es necesaria esta virtud, es en verdad imprescindible para aquellos que son formadores: “La tarea de formar a otros exige … serenidad interior, disponibilidad, paciencia, comprensión, y un verdadero afecto hacia aquellos que le han sido confiados”[107]. Mucho se recomienda al que es padre de almas que “incluso cuando tenga otras muchas cosas que hacer, no haga jamás sentir a ese hijo lo inoportuno de su visita, ya que el alma necesitada es sensibilísima, basta un sólo recibimiento poco acogedor e impaciente, para que ese hijo no venga a ‘perturbar’ nunca más”[108]. Todos nosotros, ya seamos superiores o no, misioneros ad gentes o contemplativos, debemos revestirnos de esta virtud a imitación del Verbo Encarnado: “sabiendo esperar el momento de la gracia”[109], siendo “pacientes en las prolongadas vigilias”[110] de la ardua labor misionera, en soportar “con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales”[111], pacientes para “animar paternalmente”[112] y “comenzar de nuevo todo desde el principio”[113] si hiciese falta, pacientes “en soportar las injusticias”[114], etc.
– Espíritu de oración: Porque el servicio de caridad que implica la dignísima tarea de “engendrar y criar hijos espirituales” exige que el ‘padre’ mismo “se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. Esa caridad brota de la oración, de la contemplación del misterio de la misericordia divina”[115]. Por eso, en todo momento se destaca el rol principalísimo de la oración: “El misionero ha de ser un ‘contemplativo en acción’ que halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de Dios mediante la oración personal y comunitaria”[116]. Dice además el derecho propio: “El ‘centro de toda pastoral vocacional’ es la oración”[117]. Entonces se nos pide rezar no sólo para que Dios suscite vocaciones sino como modo de acompañamiento paternal “impetrando de Dios la gracia de la perseverancia” e incluso si tuviesen el infortunio de no perseverar: “preocupándose por ellos, con la oración y con todo gesto o ayuda que necesiten y sea posible darles”[118].
* * * * *
En fin, queridos todos, y ya para concluir quisiera citar aquí el ejemplo de San Alberto Hurtado, sacerdote acrisolado en el arduo trabajo apostólico y de encendida caridad, quien escribiera con sublime sencillez en qué se resume a fin de cuentas este trabajo de engendrar y criar los hijos espirituales y que es –me parece a mí– la aplicación viva de lo que acabamos de decir. Estimo que, salvando las particularidades a las que el santo se refiere en concreto, se puede aplicar esta enseñanza a todo ejercicio de la paternidad sobre almas:
“Lo primero, amarlos: Amar el bien que se encuentra en ellos, su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias… Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias… Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo almuerzo tranquilamente, y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, que me desgarre a mí también. Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se desarrolle en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados. Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad. Y esto no es más que la traducción de la palabra amor”[119].
La paternidad espiritual así entendida no es otra cosa que el “disponerse a morir, como el grano de trigo, para ver a Cristo en todas las cosas”[120]. Por eso decimos que “para nosotros el trabajo pastoral es cruz”[121].
¡Que cada uno de nuestros corazones se vea siempre lleno de la inestimable riqueza de la paternidad-maternidad espiritual de la que muchos de nuestros hermanos y hermanas tienen gran necesidad!
Nosotros no hemos sido llamados a desempeñar la tarea de un funcionario del Evangelio, sino a ser ‘padres’ y esto exige de nosotros un amor siempre creciente hacia aquellos que se nos han encomendado. ¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre[122]. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia. Nosotros debemos albergar en nuestro corazón el mismo sentimiento que anegaba el corazón de San Pablo cuando decía: así, llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de Dios, sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos[123].
Que de cada uno de nosotros se pueda decir que somos “sacerdotes y religiosos, con ánimo generoso, que acompañan y guían la vida de los hombres sin distinción de edad o de condición, y cuando caen fatigados o enfermos legan como en herencia el encargo a otros para que lo continúen. Así, no raras veces sucede que el niño apenas nacido es acogido por unas manos virginales sin que nada le falte de los cuidados que ni una madre pudiera prodigarle con mayor amor, y si es mayor y ha alcanzado el uso de la razón, se entrega a la educación de quienes lo instruyan en las enseñanzas de la doctrina cristiana, y le den la conveniente formación mental, y forjen debidamente su ingenio y su carácter; si uno cae enfermo, en seguida tiene quienes, impulsados por el amor de Cristo, se esfuerzan con solícitos cuidados y convenientes remedios por restablecer su salud; si pierde a sus padres, si se ve abatido por la falta de bienes temporales o por miserias espirituales, si es encarcelado, no le falta el consuelo ni el socorro, porque los ministros sagrados, los religiosos y las vírgenes consagradas lo miran compadecidos como a un miembro enfermo del Cuerpo Místico de Jesucristo […] Y ¿qué diremos en alabanza de los heraldos de la palabra divina, que, lejos de su patria y soportando duros trabajos, convierten a la fe cristiana gran multitud de infieles? Y ¿qué decir de las sagradas esposas de Cristo, que colaboran con ellos, prestándoles una ayuda valiosísima?”[124].
A todos Ustedes que con gran olvido de sí mismos y verdadero corazón de padres se dedican a preocuparse por los demás, a ayudarlos, a curarlos, a formarlos, a guiarlos y consolarlos les conceda el Verbo Encarnado por intercesión de su Santísima Madre una “ubérrima fecundidad apostólica y vocacional”[125].
Un fuerte abrazo para todos.
En el Verbo Encarnado,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General
1 de marzo de 2018.
Carta Circular 20/2018
[1] San Juan Bosco, Obras Fundamentales, Parte III. Fundador, 4; op. cit. MB, 17, 174s.
[2] Cf. San Juan Bosco, Obras Fundamentales, Parte I. Biografías, Vida de Francisco Besucco, Introducción.
[3] Jn 3, 3.
[4] Is 9, 5.
[5] Gen 1, 28.
[6] Ven. Arz. Fulton Sheen, The Priest is Not His Own, cap. 3. [Traducido del inglés]
[7] Ex 23, 26.
[8] Cf. Ven. Arz. Fulton Sheen, The Priest is Not His Own, cap. 3. [Traducido del inglés]
[9] 1 Co 4, 15.
[10] 1 Tim 1, 2.
[11] St 1, 18.
[12] Jn 1, 13.
[13] Juan del Rio Martin, Obispo de Asidonia-Jérez, Eucaristía y paternidad espiritual del sacerdote, (05/12/2005).
[14] Directorio de Misión Ad Gentes, 152.
[15] San Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis, 29.
[16] Ef 3, 15.
[17] Constituciones, 55; op. cit. Cf. CIC, c. 599.
[18] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, (08/04/1979).
[19] Pío XII, Carta Encíclica Sacra Virginitas, 22.
[20] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, (25/03/1988).
[21] Cf. Ga 4, 19.
[22] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, (25/03/1988).
[23] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 139.
[24] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 143.
[25] Directorio de Vida Consagrada, 144.
[26] Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 6.
[27] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, (08/04/1979).
[28] Constituciones, 119.
[29] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 26, 5, ad 2.
[30] San Juan de Ávila, Obras Completas, IV (Madrid, 1970) 19.
[31] Directorio de Espiritualidad, 142.
[32] Constituciones, 51.
[33] Constituciones, 121.
[34] Directorio de Vida Consagrada, 224.
[35] Directorio de Seminarios Mayores, 65.
[36] Directorio de Vida Contemplativa, 28.
[37] Directorio de Misiones Populares, 58.
[38] Cf. San Juan de Ávila, Carta a Fray Luis de Granada, tomo V, 20-21.
[39] Constituciones, 121; Cf. San Juan de Ávila, Carta a Fray Luis de Granada, tomo V, 20-21.
[40] Directorio de Obras de Misericordia, 35.
[41] Directorio de Obras de Misericordia, 122.
[42] San Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 67.
[43] Cf. Directorio de Espiritualidad, 68.
[44] Constituciones, 229.
[45] Directorio de Misiones Ad Gentes, 16; op. cit. Redemptoris Missio, 3.
[46] Jn 10, 16.
[47] Jn 4, 35.
[48] Mt 9, 36.
[49] Cf. Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; etc.
[50] Pío XI, Ad catholici sacerdotii, 57.
[51] Directorio de Misión Ad Gentes, 165.
[52] 1 Jn 3, 16.
[53] Directorio de Obras de Misericordia, 210-211; op. cit. San Manuel González, Apostolados Menudos, capítulo IV, en Obras Completas, tomo III, Burgos, Editorial Monte Carmelo, 662-663.
[54] Directorio de Espiritualidad, 321; op. cit., Seudo-Dionisio citado por San Alfonso, Selva de materias predicables, IX, 1.
[55] Constituciones, 16.
[56] 2 Tim 4, 2.
[57] Is 56, 10.
[58] San Juan Pablo II, Alocución los Obispos de Colombia en visita ad Limina Apostolorum (22/02/1985), 10.
[59] Rm 10, 17.
[60] Directorio de Espiritualidad, 115.
[61] Directorio de Predicación de la Palabra, 1; op. cit. Humani Generis Redemptionem, (15/06/1917) en: Colección Completa de Encíclicas Pontificias (1832-1965). T. I, Ed. Guadalupe, Bs. As.
[62] Directorio de Predicación de la Palabra, 86.
[63] Notas del VII Capítulo General, 113.
[64] Presbyterorum Ordinis, 6.
[65] Cf. San Juan de Ávila, Carta a Fray Luis de Granada, tomo V, 20-21.
[66] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, I Parte cap. 3. 6.
[67] Directorio de Vida Fraterna, 50.
[68] Directorio de Vida Fraterna, 36.
[69] Directorio de Obras de Misericordia, 161.
[70] Cf. Directorio de Espiritualidad, 281; op. cit. San Luis Orione, Carta del 06/02/1935.
[71] Directorio de Noviciados, 134.
[72] Deut 1, 17.
[73] Ef 6, 9.
[74] Constituciones, 127.
[75] Directorio de Espiritualidad, 252; op. cit. 1 Co 12, 25.
[76] Rm 12, 21.
[77] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, (15/09/1927).
[78] Pesqta de R. Kahana 101b.; citado por P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, I Parte, cap. 6. 4.
[79] Directorio de Evangelización de la Cultura, 62.
[80] Ibidem.
[81] Mt 4, 4.
[82] 2 Tim 4, 3.
[83] Cf. Ga 1, 10.
[84] Cf. 1 Co 4, 14.
[85] 2 Tim 4, 2.
[86] Cf. Presbyterorum Ordinis, 6.
[87] Directorio de Parroquias, 110.
[88] Directorio de Parroquias, 139; op. cit. Jn 10, 4.
[89] Directorio de Misión Ad Gentes, 158.
[90] Directorio de Obras de Misericordia, 212.
[91] Cf. Ibidem.
[92] Ibidem.
[93] Directorio de Oratorio, 52.
[94] Ibidem.
[95] Constituciones, 200.
[96] Directorio de Oratorio, 52.
[97] Directorio de Oratorio, 52.
[98] San Juan Bosco, Epistolario 1, 288.
[99] Directorio de Oratorio, 43; op. cit. San Juan Bosco, Obras Fundamentales, Recuerdos confidenciales a los Directores, 550.
[100] Cf. Directorio de Espiritualidad, 142.
[101] Jn 13, 1.
[102] Rm 5, 20.
[103] Directorio de Espiritualidad, 181.
[104] Ibidem.
[105] Rm 12, 10.
[106] Constituciones, 95.
[107] Constituciones, 269.
[108] Cf. Directorio de Oratorio, 52.
[109] Directorio de Noviciados, 134.
[110] Directorio de Espiritualidad, 216 y Directorio de Misión Ad Gentes, 1.
[111] Directorio de Vida Contemplativa, 17.
[112] Directorio de Misiones Populares, 58.
[113] Ibidem.
[114] Directorio de Vida Contemplativa, Apéndice, 1.
[115] Constituciones, 206.
[116] Directorio de Misión Ad Gentes, 168.
[117] Directorio de Vocaciones, 92; op. cit. Pastores Dabo Vobis, 38.
[118] Cf. Notas del VII Capítulo General, 40.
[119] San Alberto Hurtado, Reflexión personal escrita, noviembre de 1947.
[120] Directorio de Espiritualidad, 216.
[121] Constituciones, 156.
[122] Cf. 1 Tes 2, 7.11; 1 Co 4, 15; Ga 4, 19.
[123] 1 Tes 2, 8; cf. Fil 1, 8.
[124] Directorio de Vida Consagrada, 140; op. cit. Sacra Virginitas, p. 21-22.
[125] Constituciones, 231.