Homilía en un Monasterio contemplativo de las Servidoras, junio 2019

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Homilía en un Monasterio contemplativo de las Servidoras

                                                                                                           

[Exordio]Queridas Hermanas: Primero que nada, quisiera agradecerles mucho la invitación a celebrar la Santa Misa. En verdad me da mucho gusto poder hacerlo.

En esta oportunidad quisiera simplemente reflexionar con Ustedes sobre una línea de nuestro Directorio de Espiritualidad, en el número 52. Allí hablando de las religiosas como esposas de Cristo dice que: toda su riqueza –la de la religiosa– consiste en darse al Verbo. 

Y quisiera hacer hincapié en ese darse de la sentencia. Fíjense Ustedes que es un verbo reflexivo, es decir se aplica a uno mismo. Por tanto, no se trata sólo de dar algo exterior o accesorio, como puede ser la entrega de bienes, de títulos académicos, el dejar el propio país, o el hacer una obra exterior sin mayor compromiso, etc. Se trata más bien de darse a sí mismas. Y este darse a sí mismas es un darse con todas las potencias del cuerpo y del alma, con toda la finitud del ser propio, con todos los afectos que se hallan en los repliegues del corazón, con todo el pasado, presente y porvenir, con todos los talentos, con todas las miserias también. Y esto hacerlo con toda la fuerza, con toda la mente, con todo el corazón, con todo el entusiasmo, con toda confianza, con toda generosidad y prontitud, y con una gran alegría fundada en la fe que no defrauda. Y esto hacerlo de una vez y para siempre, sin buscar recuperar lo que se ha dado buscando compensaciones o instalándose poniendo “nido” en cosas que no sean Dios[1].

Más aun, en esta actitud hay que querer “vivir permanentemente, sin disminuciones ni retractaciones, sin reservas ni condiciones, sin subterfugios ni dilaciones, sin repliegues ni lentitudes”, como dice el mismo Directorio en el punto 73.

Es decir, este darse a uno mismo es el vaciarse uno mismo en manos de Cristo. Que Él disponga, que Él decida, que Él proteja, que Él moldee como le plazca el alma, que Él nos emplee como quiera, porque siempre será –indubitablemente– para bien de nuestra alma.

Dicho en otras palabras, ese darse al Verbo es vaciarse de sí para llenarse de Él. Es no tener nada para tenerlo todo en Él (como enseña San Juan de la Cruz). Es decir, la religiosa se vacía de su flaqueza, para hallar en Él toda su fortaleza; se vacía de su debilidad para llenarse de su omnipotencia; se vacía de su ignorancia, para llenarse de su sabiduría inconmensurable; se vacía de sus desordenes para llenarse de su paz; se vacía de su miseria para llenarse de su infinita riqueza; se vacía de horizontes humanos para llenarse de vida sobrenatural; se vacía de apegos del corazón para correr sin obstáculos a la divina unión.

Y hacerlo sólo por amor a Él. Porque la religiosa se entrega en amor esponsalicio al Verbo Encarnado, a nadie más. Y, sin ese amor, que es la virtud teologal de la caridad y que debe impregnar todos sus actos, son –como dice San Pablo– como bronce que suena o címbalo que retiñe[2].

Ese darse al Verbo es vivir en esa actitud que la gran doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Jesús, declara en su poesía diciendo:

Veis aquí mi corazón,

yo le pongo en vuestra palma;

mi cuerpo, mi vida y alma,

mis entrañas y afición.

Dulce esposo y redención,

pues por vuestra me ofrecí,

¿qué mandáis hacer de mí?

Noten Ustedes que dice la Santa ¿qué mandáis hacer de mí?  Porque como el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras[3], como meditamos cada año en nuestros Ejercicios Espirituales, hay que darse al Verbo, dándose a los demás. Es decir, en la práctica concreta de la caridad, viviendo en permanente disponibilidad para lo que Dios pida.

¡Porque no se puede separar el amor a Dios y el amor al prójimo! Ambos “se funden entre sí”[4], son inseparables[5].

Nuestro Directorio de Obras de Misericordia tiene un párrafo magnífico, tomado de la “Encíclica Deus Caritas Est”, que dice así: “Si en la vida se omite del todo la atención del otro, queriendo ser sólo “piadoso” y cumplir con los “deberes religiosos”, se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación “correcta”, pero sin amor. Sólo la disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, nos hace sensibles también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre los ojos a lo que Dios hace por nosotros y a lo mucho que nos ama”[6]. Y luego más adelante sigue diciendo: “El amor crece a través del amor”.

Por tanto, mis queridas hermanas, servir a los hermanos –a la humanidad toda desde el claustro así como a la hermana que vive conmigo o a las personas que vienen al locutorio– es servir al mismo Cristo. Y dándose a los hermanos es que se dan al mismísimo Cristo. No se puede decir “me doy toda al Verbo Encarnado” sin darse a los demás. Antes bien, por amor a Dios hay que darse a los hermanos. Que no es otra cosa que imitar a Cristo que vino al mundo por todos los hombres[7].

Explícitamente el derecho propio nos manda “amar de obra y de verdad al hombre concreto que está necesitado”[8]. Entiéndase aquí, no sólo al pobre que viene a buscar comida a la puerta del monasterio, sino también aquellos que tenemos siempre con nosotros… mírense la una a la otra, a los de la propia familia, a los sacerdotes, seminaristas…

¿Cómo podrá ser nuestra “existencia una huella concreta que la Trinidad deja en la historia”[9] sin amar y servir a aquellos que con nosotros comparten la historia? ¿Cómo podríamos “ser como otra encarnación del Verbo”[10] sino abrigamos en el corazón sus mismos sentimientos de compasión para con nuestros hermanos? ¿Cómo podría una Servidora decir que ama al Verbo Encarnado y no estar disponible para el servicio generoso y desinteresado?

Hay que amar como Cristo nos amó: es decir, hasta el extremo[11], hasta dar la vida por nosotros[12], haciéndose siervo[13]; sometiéndose incluso a la muerte y una muerte de cruz[14]; siendo luz[15]entre los hombres (no sembrando tinieblas); orando al Padre por nosotros[16]; caminando la milla extra[17] y dándonos incluso lo que nosotros no sabemos pedir.[18]  Ustedes, que son mujeres ¡y contemplativas!, aprovechen la fina sensibilidad que Dios les ha dado para prodigar esa caridad en mil delicadezas y detalles.

Miren, a mí siempre me gusta mucho el ejemplo de Santa Catalina Labouré. Ella entró al convento y siendo novicia –a los 9 días de estar en el noviciado– se le aparece la Virgen Santísima con quien habló por dos horas arrodillada a sus pies, descansando sus manos en el regazo de la Virgen que estaba sentada en la capilla. Luego en otra aparición la Virgen le pide que haga lo que hoy conocemos como la Medalla Milagrosa. Eso sucedió cuando ella tenía 24 años. Sta. Catalina murió a los 70. Durante 46 años de vida religiosa nadie (excepto su director espiritual) supo que ella había visto la Virgen y que a ella se le había encomendado el hacer la medalla milagrosa que tantos portentos obraba. ¿Qué hizo durante toda su vida? ¡Cuidar ancianos!, remendar su ropa, lavarlos, darles de comer, supervisar sus recreaciones, retarlos cuando se portaban mal, lidiar con la cocina… Se levantaba al alba y se acostaba al último, sólo para darse al Verbo, en concreto, dándose a los demás sin restricciones, sin condiciones… A ustedes no les toca cuidar ancianos, pero si les toca rezar e inmolarse silenciosamente por la humanidad caída y hacerlo ocultamente y ante la incomprensión de tantos, solo para darse al Verbo.

¿Quieren un ejemplo aún más sublime? Miren el bellísimo ejemplo de la Verdadera Servidora del Señor que fue nuestra Madre Santísima. Ella con el corazón y el alma toda puesta en Dios intuía en su interior las necesidades ajenas y buscaba con sabiduría maternal el atenderlas con prontitud, con generosidad, sin pretender ser notada, sin buscarse a sí misma. No se limitaba a palabras de comprensión, sino que se comprometía personalmente en una asistencia auténtica. “El servicio de la Virgen está marcado principalmente por su humildad”[19]. También así debe ser el servicio de toda Servidora.

La Virgen María prestaba su servicio sin irritarse por el cansancio. De hecho, al llegar a la casa de su prima Isabel después de un largo camino a pie la Virgen Santísima ¡entonó el Magníficat! La Virgen se alegra por el servicio que puede prestar. Por tanto, de nuestra Madre, Modelo de toda Servidora, también deben aprender a servir con alegría, con profunda serenidad –porque en definitiva la obra es de Dios–, buscando ser siempre instrumentos de paz, de concordia, cada una desde el puesto que Dios le ha asignado. Sin miedo al sacrificio, con total disponibilidad, con todo “fervor espiritual y alegría, aunque les toque sembrar entre lágrimas”[20], como dice el derecho propio. Porque el sacrificio de la esposa de un Cristo Crucificado debe ser un sacrificio de amor sin restricciones, sin retracciones, sino más bien un holocausto.

Ustedes que tienen la gracia inmensa de vivir en el claustro tienen oportunidades concretas, concretísimas de distinguirse por el servicio a los demás, especialmente por la Familia Religiosa. 

San Pedro Julián Eymard les decía a sus religiosos: “amen a vuestros hermanos ante todo. Pero los deben amar por puro amor de Dios y de ellos mismos en Dios, y no por la gratitud y por la correspondencia que de su parte esperan. Préstenle todos los servicios que puedan dentro del debido orden. Y siempre que se los presten háganlo por ese solo motivo. Entonces no se quejarán porque no los corresponden; como no obraron por los hombres sino por Dios, ninguna falta les hace la humana gratitud. Tratar de sacar provecho personal de lo hecho por deber es destruir la caridad y privar a Dios de su gloria. Estoy por decir -dice el santo- que deberían tomar por injuria las excesivas muestras de gratitud. Prestar un servicio es cumplir un deber[21]. Y si esto dice el Santo a sus religiosos que eran adoradores del Santísimo, cuanto más se debe decir de aquellas que llevan por nombre Servidoras

Sólo dándose a los demás por amor a Cristo es que hallarán toda riqueza. Es decir, sólo así llegarán a ser aquellos “cálices llenos de Cristo que derraman sobre los demás su superabundancia”[22] del que hablan nuestras Constituciones. Sólo así podrán mostrar con sus vidas que Cristo vive[23]. 

[Peroratio] Muy queridas Hermanas, yo sé que ya lo hacen pero quiero encomendarles muy especialmente el rezar por nuestra querida Familia Religiosa, por su protección, por su unidad, por su fidelidad al riquísimo patrimonio recibido. Recen también para que cada vez seamos más fieles a los votos pronunciados. Es decir, que “realicemos con mayor perfección el servicio de Dios y de los hombres”, esto es, “con un amor cada vez más sincero e intenso” y así “prolongar la Encarnación del Verbo ‘en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre’”[24], que a todo eso nos hemos comprometido cuando delante de Dios recitamos nuestra formula de profesión.

Que nuestra Madre del Cielo, la Servidora del Señor por excelencia, y a quien las encomiendo de todo corazón, nos alcance esta gracia.

En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

[1] Directorio de Espiritualidad, 16.

[2] 1 Cor 13, 1.

[3] Cf. San Ignacio de Loyola.

[4] Papa Emerito Benedicto XVI, Deus caritas est, 15.

[5] Ibidem, 16.

[6] 37.

[7] Directorio de Espiritualidad, 68.

[8] Ibidem.

[9] Constituciones, 254.257.

[10] Directorio de Espiritualidad, 1.

[11] Jn 13,1.

[12] Jn 15, 13.

[13] Flp 2, 7.

[14] Flp 2,8.

[15] Mt 5, 16.

[16] Jn 17, 9.

[17] Mt 4, 41.

[18] Rom 8, 26.

[19] Servidoras I, II Parte Cap. 3, 8.2.c.

[20] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.

[21] Obras Eucarísticas, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la Congregación del Santísimo Sacramento, Cap. 19.

[22] Constituciones, 7.

[23] Ibidem.

[24]Cf. Fórmula de Profesión, Constituciones, 254.257.

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